Ya
estamos en diciembre, y, con la proximidad de las fiestas y del fin de año,
empiezan las comidas de Navidad; eventos en los que jefes y compañeros de
trabajo suelen reunirse, aunque sea solo esa vez en todo el año (debe ser que,
a veces, hace falta todo un año para atreverse a repetir la experiencia), ir a
un restaurante, tomar una copa o varias (que siempre hay gente sedienta y,
además, este año el Gobierno nos amenaza con una inminente subida de impuestos
sobre las bebidas azucaradas y, digo yo, que con algo habrá que mezclar el ron
o la ginebra) y, ocasionalmente, saltar a la pista, antes de desaparecer de la
oficina, y también de la pista de baile, hasta el año próximo, mientras carecer
de coordinación o moverse como sí alguien te hubiera robado las muletas no esté
prohibido por alguna ordenanza municipal.
Soy de los que suele acudir a estas
celebraciones, aunque, en ocasiones, me haya saltado alguna. Por ejemplo,
cuando el comportamiento de algunos de esos compañeros en el trabajo a lo largo
del año, no me animaba, precisamente, a compartir mesa y mantel, ni me apetecía
pasar con ellos más tiempo del estrictamente necesario para cumplir con la
jornada laboral, como no fuera para pegarles con las muletas mientras bailaban
despreocupadamente (sí pudiera llegar a encontrarlas, claro).
De
todas maneras, aunque ese no sea el caso, a medida que la gente va cumpliendo
años, suele ir perdiendo interés por este tipo de convenciones sociales. Y, en
general, con el tiempo, algunos nos volvemos menos sociables, pero, sobre todo,
estamos menos dispuestos a condescender con lo que nos parece anodino o
intrascendente, carente de estética o de gracia (hablo de la danza) y, en
ocasiones, poco edificante (saciar la sed a base de cubalibres entraña sus
riesgos), a la par que, también a veces, directamente aburrido, cansino o
repetitivo hasta la extenuación.
He
tenido compañeros de trabajo que, año tras año, contaban las mismas anécdotas y
se reían de los mismos chistes, como si los escucharan por primera vez. Y así, en
cada ocasión, se repetían las mismas bromas y las conversaciones terminaban
llevando por los mismos derroteros. Entonces, alguien recordaba en voz alta lo
que había sucedido en la comida de Navidad de hacía cuatro, cinco o más años,
que también se había rememorado el año anterior y el anterior y se rememoraría,
con toda probabilidad, el año siguiente. De manera que uno terminaba teniendo
la sensación de vivir en una especie de día de la marmota, en que la comida de
Navidad se repetía una y otra vez, siempre con los mismos comensales, sentados
alrededor de una mesa engalanada para la ocasión.
Además,
está la gente que, pase lo que pase, aunque no tenga empatía con la mayoría de
los asistentes y aun estando enemistado con algunos de ellos, no falla nunca.
Los demás pueden acudir o no, en función de sus circunstancias, pero puedes
tener la certeza de que ese colega acudirá puntualmente, a la hora convenida, y,
además, será el último en marcharse; condicionando con su presencia temas de conversación,
haciéndose el simpático y no dándose por aludido, sí, al calor de una copa de
vino, alguien le insinúa las razones de su falta de sintonía con el grupo.
En
todo caso, en este tipo de celebraciones, hay un momento crucial, que suele
condicionar el resto de la velada, y es el de sentarse a la mesa. Si uno no
anda atento, puede fácilmente terminar relegado a una esquina y sentado al lado
de los compañeros menos habladores o más propensos a la melancolía o, por el
contrario, más pesados a la par que extrovertidos; y, en el peor de los casos,
compartiendo los entremeses con el innombrable, mientras alguien recuerda que,
tomando ese mismo paté de anchoas, fulano casi se ahoga aquellas Navidades
(hace catorce años), cuando mengano contó ese chiste tan gracioso que hay que
contarlo todos los años y que, algún día, a alguien, definitivamente, terminará
costándole la vida.
Luego
están esos locales poco iluminados, en los que la música está siempre demasiado
alta como para hacer algo que no sea moverse compulsivamente, o ver como otros
lo hacen, tratando de no derramar la bebida, asintiendo por educación a lo que
algún compañero nos grita al oído, aunque no hayamos entendido ni una palabra.
Normalmente, frases cortas y asertivas, del tipo, ‘pero mira que está bien
hecha esa tía’.
Y, muchas veces, en
el mismo restaurante, ya no digo en el bar de copas, terminan coincidiendo
varios grupos de trabajo, e, inevitablemente, uno acaba fijándose en los otros
grupos, y le parece que son distintos del propio, que se divierten más, o que
hay más conexión entre ellos. Pero, probablemente, ellos nos miran a nosotros
pensando lo mismo: que parecemos más interesantes o que, entre nosotros, no hay
ningún pelma. Pero el pelma está allí mismo, ha perdido las muletas en el
restaurante, y no se ha vuelto a atragantar con el paté de anchoas a pesar de
que siempre le entra la risa floja cuando alguien cuenta el chiste abocado a terminar,
algún día, con alguno de los comensales exhalando su último aliento sobre el
mantel del próximo restaurante.
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