He
sabido por la radio que el Ministerio Fiscal pide dos años de prisión para una
joven universitaria que publicó en Twitter un par de chistes sobre la muerte de
Carrero Blanco, víctima de un atentado terrorista. Hace un año, un juez de la
Audiencia Nacional acordó prisión provisional sin fianza para dos titiriteros, en
cuyo espectáculo se exhibía una pancarta con una leyenda alusiva a ETA, por enaltecimiento
del terrorismo. Y, hoy mismo, el Tribunal Supremo ha anulado la absolución de
la Audiencia Nacional al cantante del grupo Def con Dos por idéntico delito,
con motivo de unos tuits publicados en la misma red social.
También
me he enterado de que, hace años, Tip y Coll bromearon sobre el hecho de que el
atentado de Carrero Blanco le había supuesto el ascenso más rápido de su
carrera; en esta ocasión sin mayores consecuencias, porque, por aquel entonces,
no estaba tipificada dicha conducta en el Código Penal. Pero no tengo tan claro
que, hoy en día, ese tipo de chascarrillo no les hubiera llevado ante una corte
penal.
Supongo
que, a veces, los jueces se encuentran en la tesitura de aplicar normas que les
pueden parecer injustas o irracionales, y no siempre debe ser fácil hacer que
prevalezca el sentido común, sobre todo cuando uno se arriesga a que alguien
emprenda acciones contra el que se separa del tenor literal de esas normas o el
correspondiente órgano de gobierno, tan atento a estas cuestiones como
distraído a la hora de adoptar otras medidas, pueden tomar alguna de carácter
disciplinario para corregir determinados pronunciamientos; pero, en mi opinión,
no hay norma que ampare ciertos desatinos.
Cuando
preparaba oposiciones a judicatura, estudié que el Derecho Penal era el último
recurso, al que había que recurrir solo cuando fallaba el resto de mecanismos
del ordenamiento jurídico para ordenar las conductas de los ciudadanos o
reprimir los excesos que pudieran producirse en el ejercicio de un derecho.
Pero parece que la tendencia en la actualidad es a criminalizar cualquier
comportamiento que pueda considerarse incorrecto o contrario a determinadas
sensibilidades.
A
mí me han contado chistes sobre Irene Villa que, divulgados a través de una red
social, llevarían al Ministerio Público a tomar cartas en el asunto. Y, sin
embargo, quien me los contaba no pretendía ni estaba enalteciendo ninguna
conducta terrorista. Y a las pocas horas de producirse el atentado de las
Torres Gemelas, Internet hervía con chistes sobre el 11-S, sin que tampoco se
pretendiera con ello, al menos en la mayor parte de los casos, humillar a las
víctimas.
Enaltecer
equivale a atribuir gran valor a una persona o cosa, y, en este sentido, todos
los días se emiten programas de televisión que enaltecen personajes que
merecerían cualquier cosa menos reconocimiento público, o justifican conductas
reprobables ética, social o moralmente. Y lo peor de todo es que esos programas
los ven niños y jóvenes que, animados por esa exaltación de la deslealtad, del
oportunismo y la mala educación, pueden tomar ejemplo y reproducir patrones
nocivos socialmente y potencialmente peligrosos tanto para el que los
protagoniza como para el que los sufre.
No
digo yo que haya que meter en la cárcel a determinados contertulios, o censurar
ciertas películas o series de televisión, pero no estaría de más poner el punto
de mira en lo que realmente resulta dañino para la sociedad y puede corromper a
quienes todavía no tienen suficiente discernimiento o han crecido en un
ambiente que favorece la imitación de conductas aparentemente exitosas, pero
muy poco constructivas, sobre todo ante la ausencia de modelos de conducta
alternativos o el declive de determinadas virtudes.
Mientras
tanto, será mejor no compartir determinados chistes en las redes sociales y
esperar que el sentido común prevalezca a la hora de diferenciar lo inocuo de
lo verdaderamente nocivo, la irreverencia de la criminalidad y el humor negro
del enaltecimiento de la violencia.
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