No soy un experto en
relaciones humanas. Tengo un temperamento reservado y me cuesta trabajo,
incluso, entablar conversación. Si lo hago es porque me veo obligado por las
circunstancias y para romper el silencio, cuando empieza a volverse opresivo,
al menos para mí, no sé si para los demás. No me atrevería a preguntárselo.
Normalmente, me limito a observar a las personas que me rodean y casi siempre
son los demás los que se dirigen a mí; cosa que yo no sé si haría con alguien
como yo. Curiosamente, me desenvuelvo mejor en una tarima o escenario,
dirigiéndome a un grupo, una clase, un tribunal o un auditorio que hablando con
las personas que lo componen individualmente. Pero, cuando me bajo del
escenario, de la tarima, del estrado, me siento vulnerable, como si acabara de
bajarme de un caballo y me faltan las palabras o me parece que las que soy
capaz de decir no significan demasiado.
Además, desde que era
muy joven, creo que precismente para parecer menos vulnerable y no invitar a
que se metieran conmigo ni arriesgarme a ser intimidado por alguien más
decidido que yo, empecé a adoptar un rictus serio que hace mucho tiempo que no
tengo que forzar, porque me sale naturalmente. Toda una invitación para hacer
amigos. Me pregunto cómo, siendo cómo soy, no he terminado convertido en un
anacoreta, además de en un misántropo.
Supongo que no me
costaría demasiado trabajo ser más sociable, pero para eso tendría que mostrar
cierto interés por los asuntos de los demás y no ausentarme de las pocas
celebraciones sociales en las que participo ocasionalmente a la menor
oportunidad. Sin embargo, cuando salgo de la oficina, estoy deseando volver a
casa, quitarme la chaqueta y la corbata, y ponerme las zapatillas. No echo de
menos salir más a menudo o quedar con los amigos y creo que podría pasarme los
días sentado en mi butaca leyendo o tocar el bajo toda la tarde, interrumpiendo
esa rutina solo para ir a correr al parque de vez en cuando.
Así que me veo dentro
de veinte o treinta años, saliendo de casa para bajar la basura y regresando a
la carrera, si las piernas me lo permiten, para dar de comer al gato, porque no
creo que por esa época me inviten a dar muchas conferencias. Y si me compro un
perro, lo mismo se me acerca alguien y tengo que darle conversación.
A veces me pregunto
si mi manera de ser no se deberá a alguna predisposición genética de la que, en
última instancia, no soy responsable; una anomalía en la secuencia u
organización de mi ADN que, afortunadamente, no se da en la mayoría del género
humano; que me hace propenso al aislamiento social y condena a mis congéneres a
preguntarse qué bicho me picó hace cincuenta años.
También, a veces, me
pregunto cómo percibirá la gente ese distanciamiento o aparente desinterés; si
pensaran que me siento superior a ellos y que, por eso, me limito a observarlos
con condescendencia; o que estoy pensando algo que no puedo expresar en voz
alta y que, a lo mejor, preferirían no escuchar. Pero no hay nada de eso (al
menos la mayor parte de las veces) y, si acaso, lo que padezco es una
dificultad patológica para expresar espontáneamente mi estado de ánimo o dar mi
opinión, también para interesarme por personas a las que no conozco lo
suficientemente bien.
Afortunadamente, como
digo, la mayor parte de la gente no es como yo, y eso ha hecho posible que
sobrevivamos como especie. Otra cosa será que el planeta consiga sobrevivirnos
a nosotros, pero eso no es más que mi opinión y, seguramente, me guardare de
expresarla en público, salvo que la supervivencia del planeta dependa de ello.
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