sábado, 18 de noviembre de 2017

Misantropía

No soy un experto en relaciones humanas. Tengo un temperamento reservado y me cuesta trabajo, incluso, entablar conversación. Si lo hago es porque me veo obligado por las circunstancias y para romper el silencio, cuando empieza a volverse opresivo, al menos para mí, no sé si para los demás. No me atrevería a preguntárselo. Normalmente, me limito a observar a las personas que me rodean y casi siempre son los demás los que se dirigen a mí; cosa que yo no sé si haría con alguien como yo. Curiosamente, me desenvuelvo mejor en una tarima o escenario, dirigiéndome a un grupo, una clase, un tribunal o un auditorio que hablando con las personas que lo componen individualmente. Pero, cuando me bajo del escenario, de la tarima, del estrado, me siento vulnerable, como si acabara de bajarme de un caballo y me faltan las palabras o me parece que las que soy capaz de decir no significan demasiado.
Además, desde que era muy joven, creo que precismente para parecer menos vulnerable y no invitar a que se metieran conmigo ni arriesgarme a ser intimidado por alguien más decidido que yo, empecé a adoptar un rictus serio que hace mucho tiempo que no tengo que forzar, porque me sale naturalmente. Toda una invitación para hacer amigos. Me pregunto cómo, siendo cómo soy, no he terminado convertido en un anacoreta, además de en un misántropo.
Supongo que no me costaría demasiado trabajo ser más sociable, pero para eso tendría que mostrar cierto interés por los asuntos de los demás y no ausentarme de las pocas celebraciones sociales en las que participo ocasionalmente a la menor oportunidad. Sin embargo, cuando salgo de la oficina, estoy deseando volver a casa, quitarme la chaqueta y la corbata, y ponerme las zapatillas. No echo de menos salir más a menudo o quedar con los amigos y creo que podría pasarme los días sentado en mi butaca leyendo o tocar el bajo toda la tarde, interrumpiendo esa rutina solo para ir a correr al parque de vez en cuando.
Así que me veo dentro de veinte o treinta años, saliendo de casa para bajar la basura y regresando a la carrera, si las piernas me lo permiten, para dar de comer al gato, porque no creo que por esa época me inviten a dar muchas conferencias. Y si me compro un perro, lo mismo se me acerca alguien y tengo que darle conversación.
A veces me pregunto si mi manera de ser no se deberá a alguna predisposición genética de la que, en última instancia, no soy responsable; una anomalía en la secuencia u organización de mi ADN que, afortunadamente, no se da en la mayoría del género humano; que me hace propenso al aislamiento social y condena a mis congéneres a preguntarse qué bicho me picó hace cincuenta años.
También, a veces, me pregunto cómo percibirá la gente ese distanciamiento o aparente desinterés; si pensaran que me siento superior a ellos y que, por eso, me limito a observarlos con condescendencia; o que estoy pensando algo que no puedo expresar en voz alta y que, a lo mejor, preferirían no escuchar. Pero no hay nada de eso (al menos la mayor parte de las veces) y, si acaso, lo que padezco es una dificultad patológica para expresar espontáneamente mi estado de ánimo o dar mi opinión, también para interesarme por personas a las que no conozco lo suficientemente bien.

Afortunadamente, como digo, la mayor parte de la gente no es como yo, y eso ha hecho posible que sobrevivamos como especie. Otra cosa será que el planeta consiga sobrevivirnos a nosotros, pero eso no es más que mi opinión y, seguramente, me guardare de expresarla en público, salvo que la supervivencia del planeta dependa de ello.

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