El viernes de la semana pasada asistí a
la celebración del XXV aniversario de mi promoción de Derecho, la que cursó
estudios entre 1987 y 1992 en la Universidad de Sevilla.
Estuve dudando mucho antes de decidir
apuntarme a la celebración y solo lo hice cuando estuve seguro de que allí
habría alguien que se acordase de mí y de quien yo también fuera capaz de
acordarme, pero me alegro de haberlo hecho. Sentía cierta curiosidad (¿quién no
se ha preguntado alguna vez por personas que conoció hace mucho tiempo y de las
que, por circunstancias de la vida, no ha vuelto a saber nada durante lustros?)
y, por otra parte, supongo que me apetecía formar parte del acontecimiento.
El tiempo nos cambia a todos. Muchos
de mis compañeros, como yo, han perdido el pelo; otros peinan abundantes canas;
y algunos lucen barrigas que rebosan por encima de sus cinturones, que nadie
habría podido imaginar hace veinticinco años. Mis compañeras, en general, tienen
mejor aspecto, ya no son jóvenes, pero cuidan más su apariencia y su
indumentaria. Supongo que los actuales cánones de belleza las obligan a no
engordar y a teñirse el pelo. Nosotros, si acaso, nos conformamos con hacer
deporte, pero, aunque no sea así, se nos excusa si hemos ganado varias tallas
de pantalón, e incluso se nos reconoce un cierto encanto, el que reside en la
madurez. Yo pienso que también en muchas de esas mujeres reside ese mismo
encanto, y creo que nos soy el único, pero reconozco que, en lo que a su
aspecto físico se refiere, están sometidas a un nivel de exigencia muy superior
al nuestro, que desprecia las arrugas y sobrevalora la delgadez.
Volver atrás por una noche, al momento
en que dejamos de ir a clase para escuchar a nuestros profesores, de tomar
apuntes, de someternos a exámenes cada cierto tiempo para evaluar nuestros
conocimientos ha sido una experiencia interesante. Desde que salí de la
facultad, no he vuelto a asistir a clase de manera regular. He tenido otros
profesores, de los que todavía pude aprender algunas cosas que no sabía, como
conducir un automóvil, montar a caballo o, últimamente, tocar el bajo
eléctrico. Pero no me quedaron ganas de volver a la universidad para seguir
estudiando.
Supongo
que uno estudia para dedicarse profesionalmente a algo y piensa que, con un
poco de suerte, podrá poner en práctica los conocimientos adquiridos. Además,
cursar estudios universitarios obliga a dedicar un tiempo y un esfuerzo
considerable a ese proceso de aprendizaje y nuestro tiempo es limitado y, por
eso, demasiado valioso como para invertirlo en aprender cosas que corremos el
riesgo de olvidar si no las ponemos en práctica después de haberlas aprendido.
Y, en cuanto al esfuerzo, la vida no espera indefinidamente, y estudiar impide
hacer otras cosas o nos obliga a aplazarlas y, lo mismo que el ejercicio
físico, a veces nos deja exhaustos. Así que no queda más remedio que planificar
los retos a los que uno desea enfrentarse y medir la energía que puede
desplegar en cada momento y, sobre todo, decidir si está dispuesto a sacrificar
todo ese tiempo y esa energía en pos de un resultado incierto.
Así que también se trataba, un poco, de
retornar al pasado, cuando era realmente joven, estudiaba leyes, había
descubierto que me gustaba el Derecho y era capaz de imaginarme un futuro
prometedor, lleno de alternativas, cuyas puertas se me abrirían de par en par
en cuanto terminase los estudios y fuera capaz de ingresar en la carrera
diplomática, hacerme juez, o fiscal, o dedicarme a la docencia.
Finalmente, y en cuanto a esas
expectativas profesionales, solo impartí clases en la Universidad durante
cuatro cursos académicos, y he de reconocer que la experiencia no fue
exactamente lo que esperaba; pero tuve la inmensa fortuna de poder llevar a la
práctica los conocimientos adquiridos, no todos naturalmente, pero, al fin y al
cabo, de ejercer profesionalmente el derecho. También he tenido la impresión de
que la mayoría de los que estaban allí aquella noche (abogados, procuradores,
jueces, profesores universitarios) habían tenido la oportunidad de hacerlo. Y de
que los que no tuvieron esa suerte no estaban presentes; probablemente ni
siquiera supieron que habían sido convocados.
Después de esa breve visita al pasado, el
lunes de esta semana regrese al futuro. Todos los que estábamos allí lo hicimos.
A ese futuro que nos hemos labrado a lo largo de los últimos veinticinco años,
a la medida de nuestras capacidades (se supone), a la altura de nuestras
necesidades (las que nos hemos creado y las que fuimos capaces de satisfacer) y
al nivel de la vida que todavía nos queda por vivir.
He de reconocer que las cosas más
importantes que me han sucedido desde que terminé la carrera no tienen que ver
con mis estudios universitarios, pero mi manera de pensar, de observar la
realidad y de razonar sobre los acontecimientos que se suceden a mi alrededor
está influida por mi formación académica. Por eso defiendo frecuentemente una
perspectiva jurídica, me apoyo en las normas que considero justas o defiendo la
necesidad, con carácter general, de acatar las leyes y las resoluciones
judiciales que las aplican o interpretan. Aun así, ninguna de mis hijas parece
inclinada, al menos de momento, a estudiar derecho (¿quién lo estaría a su
edad?) y sus preferencias se orientan hacía campos más creativos (como las mías
a sus años). Hablar de normas y ordenamientos es, generalmente, aburrido y, a
veces, hace falta voluntad y un cierto grado de discernimiento, que no está al
alcance de todo el mundo, para entender determinados conceptos, interpretar
acertadamente las normas y razonar en derecho, sin dejarse llevar por los
prejuicios y las ideas preconcebidas (he conocido algunos jueces incapaces de
hacerlo).
Veinticinco años después de terminar
mis estudios universitarios solo soy un modesto letrado que ejerce su oficio en
una jurisdicción menor; pero que, de vez en cuando, tiene la oportunidad de
defender una determinada idea de la justicia, que trasciende el texto de unas
leyes que cualquiera puede leer y entender mejor que peor, que se apoya en un
convencimiento íntimo de lo que es justo y de lo que no lo es, que no me
enseñaron en la facultad, y que, probablemente, me inculcaron cuando solo era
un niño, como casi todo lo importante que he aprendido en la vida.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu comentario