viernes, 7 de diciembre de 2018

Lo que tenía que pasar


            Lo que tenía que pasar ha sucedido. Una alternativa al partido de la derecha tradicional ha irrumpido en las últimas elecciones andaluzas, conquistando el espacio disponible, que todo el mundo pensaba que se había abierto al otro lado, es decir, en el centro del espectro político. Parece que ni los analistas más conspicuos habían previsto que los votantes de derechas, desencantados por la corrupción galopante y los desmanes cometidos por los gobiernos conservadores en distintos ámbitos territoriales o, tal vez, irritados por la falta de contundencia del Estado frente a los secesionistas catalanes, pudieran dar su voto a otro partido capaz de llevar los postulados de la derecha española a sus últimas consecuencias, y no fuesen a decantarse necesariamente por posiciones más moderadas.
            Y dichos analistas parecen asombrados todavía de que el partido de derechas mayoritario, a pesar de haber obtenido el peor resultado de su historia en la comunidad autónoma, aparezca pletórico, dé por buenos los resultados de los comicios y esté dispuesto a pactar con quien haga falta para formar gobierno. Por otra parte, periodistas, y medios de comunicación en general, se muestran desconcertados y se preguntan de dónde ha salido ese ingente número de votantes radicales. Y, por último, al día siguiente de las elecciones, se convocan protestas y manifestaciones y se habla de la necesidad de acuerdos para cerrar el paso a la extrema derecha.
            Parece que nadie se haya dado cuenta de que los votantes de esa nueva formación son aquellos que, antes de estas elecciones, votaban al partido conservador mayoritario; partido que, hasta hace poco, aglutinaba a todos los votantes de derechas. Desde los más moderados, hasta los más extremistas. Los más moderados supongo que hace tiempo que empezaron a migrar hacia otras formaciones. Pero los extremistas parecían estar desorientados y resistirse a cambiar su voto. Hasta ahora.
            Si el partido conservador mayoritario da por buenos esos resultados es porque los votantes de esa nueva formación eran, hasta hace poco, sus propios votantes. Así que se muestra más que dispuesto a llegar a acuerdos, con la esperanza de recuperar, algún día, esos votos y, en el peor de los casos, obtener la indulgencia que le permita reconquistar el poder. Y parece que esa indulgencia ya le ha sido otorgada porque, para acabar con la corrupción socialista, la nueva formación, al tiempo que clama contra esa corrupción ‘de izquierdas’, encomienda las labores del gobierno autonómico al partido más corrupto de la historia de la democracia española.
            Y todo esto, a la izquierda, la ha cogido fuera de juego o durmiendo la siesta. Con un partido noqueado por la constatación de su financiación irregular y los escándalos de corrupción, con la plana mayor de su primer presidente del gobierno en la cárcel o dando cuenta de sus fechorías ante los tribunales y un líder nacional con un discurso rancio, heredero de la línea dura del partido, ¿quién iba a prever que la reacción de la derecha iba a venir de la mano de un partido aún más reaccionario? Un partido al que no le pesa ninguno de esos lastres, y al que, por eso, los votantes de derechas pueden votar con la conciencia tranquila.
            Paradójicamente, este vuelco electoral y la fragmentación creciente de las formaciones políticas se produce coincidiendo con el cuadragésimo aniversario de la Constitución española y del nacimiento de un régimen democrático que algunos consideran tardofranquista. Y, hasta cierto punto, parece que nos encontramos en un escenario político parecido al que teníamos hace cuarenta años.
Sin embargo, hay algunas sutiles diferencias, porque el Congreso de los Diputados, que en aquel momento, cuarenta años después de que terminara una guerra civil que dejó las cunetas llenas de cadáveres y las cárceles llenas de presos políticos, fue el escenario de consensos históricos y transacciones cruciales, entre fuerzas políticas antagónicas, para garantizar la convivencia en este país, se ha convertido en una especie de tertulia televisiva, en la que personajes de dudosa formación cívica y política muestran una conducta poco respetuosa, hacen uso de un lenguaje censurable en cualquier ámbito, recurren sistemáticamente a la descalificación y al insulto, y se muestran incapaces de dialogar y, mucho menos, de llegar a acuerdos.
Soy de los que piensan que, después de cuarenta años, algunas de nuestras normas necesitan una revisión a fondo; que la libre elección de nuestros representantes, incluido el Jefe del Estado, es la única forma de garantizar la legitimidad de un sistema de gobierno, pero que también es necesario decidir qué sistema de gobierno queremos; que, sin negar su valor, es necesario renovar acuerdos entre fuerzas políticas, sociales y económicas, entre otras cosas porque sin salarios dignos es imposible financiar un sistema de Seguridad Social, pero tampoco se puede mantener, a largo plazo, un sistema de producción basado en el consumo; que hace falta evaluar el saldo de una política económica que, en los últimos tiempos, ha enriquecido a algunos pero ha empobrecido a otros muchos; que la deriva de nuestro sistema de organización territorial ha hecho posible que la corrupción campe a sus anchas en ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas, además de habernos vuelto menos solidarios y más ineficaces; que, después de episodios como la sentencia del impuesto de las hipotecas o la ‘designación’ del presidente del Consejo General del Poder Judicial, la independencia de ese Poder Judicial ha quedado seriamente en entredicho; que la inmigración es un fenómeno global que no se resuelve con muros ni concertinas, pero tampoco abriendo de par en par las fronteras, sino garantizando unas condiciones de vida dignas en sus países de procedencia a los que huyen de la miseria, la guerra y el terror.
Pero también creo que todas estas cuestiones no se pueden abordar seriamente alimentando la confrontación desde las instituciones y los partidos políticos, enarbolando banderas o tocando arrebato después de haber sido incapaz de movilizar a la ciudadanía para que acuda a su colegio electoral el día de las elecciones. En el momento político actual, nadie va a barrer mañana a sus rivales del escenario parlamentario, ninguna fuerza se va a imponer como no sea, precisamente, por la fuerza. Y, por eso, es necesario descender algunos peldaños desde la atalaya en la que cada uno ha estado defendiendo sus principios e ideas, para transigir y llegar a acuerdos. Pero, para eso, es necesario primero recuperar la consideración y el respeto por el otro. De lo contrario estamos condenados al fracaso y a la proliferación de los discursos intolerantes y, también, a medio plazo, a un conflicto que nos empobrecerá como sociedad y acentuará las desigualdades y el odio. Y que, a largo plazo, puede llegar a destruirnos.

jueves, 22 de noviembre de 2018

En el nombre de nuestros hijos


            Nuestros hábitos nos están volviendo más tontos. Parece que el coeficiente intelectual de las nuevas generaciones ha estado reduciéndose progresivamente a gran velocidad, hasta el punto de que cada generación pierde la friolera de siete puntos respecto de la anterior. Y este cambio de tendencia (durante la primera mitad del siglo XX, y hasta 1975, las puntuaciones medias de cociente intelectual habrían aumentado de forma paulatina) se ha acentuado especialmente a partir de los noventa, sobre todo en los países desarrollados.
Para ilustrar esto con un ejemplo, según un estudio reciente, ejercicios de matemáticas o ciencias que, en 1994, podía resolver el 25 por ciento de alumnos examinados, hoy solo sería capaz de resolverlos un 5 por ciento.
Parece ser que las variaciones en el cociente intelectual están ligadas al desarrollo tecnológico y se deben principalmente a factores ambientales, como la disminución del tiempo de lectura, los cambios en el sistema educativo o la nutrición.
Nada de esto es demasiado sorprendente, si uno se para a pensarlo con un poco de detenimiento. La lectura es un hábito que solo se adquiere leyendo. Y las posibilidades de que un joven se dedique a leer se reducen exponencialmente a medida que, cada vez a edades más tempranas, se les proporcionan dispositivos capaces de captar su atención durante horas. Siempre que paso por delante de una juguetería pienso que se trata de un negocio en vías de extinción, porque los niños dejan de jugar cada vez más temprano. De forma que los juguetes tradicionales tienen cada día una vida más corta y se ven reemplazados rapidísimamente por consolas de videojuegos, en las que los escenarios de las aventuras están diseñados con tal lujo de detalles que anulan la imaginación de los niños y en los que la acción está dirigida desde el primer momento hacia un objetivo concreto, que hace imposible salirse del guión.
Y, ¿qué decir del sistema educativo? En nuestro país, los alumnos de secundaria van pasando de curso sin necesidad de hacer los deberes, realizar un solo trabajo o superar prueba alguna de aptitud. No se les puede poner un cero, aunque no demuestren tener el más mínimo conocimiento de la materia de la que se les examina. En centros ‘supuestamente’ bilingües, pueden llegar al bachillerato sin tener ni las nociones más elementales de un idioma que no sea su lengua materna. Pueden pasar a primero de bachiller y obtener el título de enseñanza secundaria con dos asignaturas suspensas. Y, tras la última reforma educativa ‘por ley’ también se les concede el título de bachillerato con una asignatura suspendida. Lo que, como podría haber previsto el más tonto de los pedagogos, les anima a abandonar desde el minuto uno aquellas disciplinas que les resultan más difíciles o les obligarían a esforzarse para obtener un aprobado.
De resultas de todo lo anterior, cuando llegan a la universidad, adolecen de falta de conocimientos en matemáticas elementales, no saben redactar correctamente un texto, no han desarrollado un pensamiento abstracto y tienen dificultades para asimilar los conocimientos que necesitarían para obtener una cualificación acorde con los estudios que cursan.
Pero, con todo, esto no es lo peor. Observan un comportamiento en el aula pueril y desconsiderado. No se molestan en tomar apuntes (dudo que muchos de ellos sean capaces de hacerlo), les piden a sus profesores que les faciliten las transparencias que utilizan en clase (para no tener que estudiar un manual o recurrir a unos buenos apuntes) o sacan fotografías con sus móviles de lo que hay escrito en la pizarra, y, durante la clase, hacen uso, sin rubor, de teléfonos, tablets u ordenadores para meterse en redes sociales, reproducir videos o seguir retransmisiones deportivas.
Y lo de la nutrición daría para otra entrada. Pero, baste con decir que muchos jóvenes no se alimentan correctamente. No toman legumbres, ni verduras, ni pescado. Abusan de los alimentos precocinados, de la bollería industrial, de las pizzas y de las hamburguesas. A todo lo cual se suma la ausencia de una rutina del sueño que les impide descansar lo que necesitarían, provocada por la costumbre de llevarse el móvil a la cama, tenerlo encendido toda la noche y dormirse a horas intempestivas con independencia del día de la semana.
            Por todo esto, cuando escucho machaconamente aquello de que nos encontramos ante la generación mejor preparada de nuestra historia, y de que muchos de nuestros jóvenes tendrán que marcharse al extranjero para encontrar un trabajo porque en España no encuentran oportunidades y los trabajos que se les ofrecen están poco cualificados y peor retribuidos, me dan ganas de poner al personaje responsable de estas soflamas en manos de alguno de los flamantes profesionales formados en nuestro sistema educativo, para que le lleve la contabilidad, defienda sus intereses delante de un tribunal, le instale la red wi-fi o le saque una muela.
            Nuestros jóvenes no son peores ni muy distintos de cómo éramos nosotros a su edad, pero lo que les estamos haciendo es un crimen contra la humanidad que, si nadie lo remedia, lastrará irremediablemente sus posibilidades de abrirse paso en el futuro y les condenará a una existencia, no sólo peor que la de sus padres, sino amenazada constantemente por la pobreza, las enfermedades, la incertidumbre y el miedo.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Un retrato ignominioso


            Hace unos días, leía en la prensa el lío monumental en el que se había metido Emmanuel Macron, el presidente de la República Francesa, por defender públicamente la denostada figura del mariscal Pétain, en cuanto soldado ejemplar durante la Primera Guerra Mundial y héroe de Verdún. Las reacciones a estas declaraciones no se han hecho esperar, y es que la figura del militar está indisolublemente ligada al gobierno de Vichy y al colaboracionismo con los nazis.
            Es como si su modo de proceder durante la ocupación alemana hubiera borrado de un plumazo su prestigio como militar y su comportamiento durante la primera gran guerra europea. De forma que ya nadie quiere homenajear al soldado, cuya hoja de servicios habría quedado irremediablemente manchada; y esa ignominia obligaría a olvidar cualquier otro episodio de su vida, por muy relevante o digno de reconocimiento que pudiera haber sido.
            Que conste que, con esta reflexión no pretendo condenar ni absolver a nadie. Cada vez que veo una fotografía de Pétain vestido de uniforme, se me vienen a la mente las escenas de la película Senderos de Gloria, y el retrato abyecto que hace su director de los mandos franceses involucrados en la trama cinematográfica. Así que no simpatizo mucho con los generales y creo que, más bien, habría que homenajear a los soldados que en Verdún, o en Somme, murieron por centenares de miles, y que, en el mejor de los casos, solo tienen una cruz de madera en un prado de amapolas para recordar su paso por el campo de batalla.
            Otro tanto ocurre, últimamente, con otros personajes de la vida pública. Woody Allen se enfrenta en la actualidad al rechazo, entre otros, de sus compañeros de profesión; de forma que muchos de los actores que, hasta hace poco, se peleaban por salir en sus películas, ahora abominan del cineasta, o declaran que no volverían a trabajar con él; tiene problemas para financiar sus proyectos y no le ha quedado más remedio que tomarse unas vacaciones. No obstante, en este caso, la cuestión es algo más peliaguda porque no hay una sentencia que le haya condenado por la conducta de la que se le acusa y por la que muchos ya le han sentenciado. Al menos, a Pétain le conmutaron la pena de muerte.
             En el mundo en que vivimos, defender a alguien que ha sido acusado públicamente o condenado por un tribunal o un jurado popular (lo mismo da) dispara la suspicacia hacia el defensor y le convierte automáticamente en sospechoso de colaboracionismo, de transigir con un comportamiento inmoral, de amigo de maleantes y delincuentes, colaborador necesario de crímenes y delitos, reales o imaginarios. Y, consiguientemente, le hace correr el riesgo de ser discriminado, apartado, señalado, expulsado de la comunidad de individuos honestos. Y es precisamente el miedo a que esto pueda llegar a suceder lo que hace que casi todo el mundo tome distancia, mida sus palabras y procure no salir en las fotografías con el que ha quedado desacreditado públicamente.
            Pero sucede que siempre hay otras fotografías y películas que se hicieron cuando todavía no había cundido la desconfianza. Y en ellas, junto al general o al director de cine, cuando colaboraban con el invasor o ya su comportamiento pudiera ser moralmente cuestionable, pueden aparecer retratados actores, periodistas, políticos o una nación entera. Y también sucede que, a veces, sentimos la necesidad de borrar cualquier recuerdo que pueda hacernos cómplices de una ignominia que conocíamos de primera mano o que podríamos haber conocido si hubiésemos querido hacerlo.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Nosotros y nuestras máquinas


            Desde pequeño me han fascinado los robots, las máquinas inteligentes capaces de realizar con solvencia trabajos y tareas para los que estarían mejor cualificados que el individuo más diestro. Y, como yo, supongo que cualquier niño se ha sentido hipnotizado por los movimientos sincronizados de los brazos mecánicos de una cadena de montaje o se ha quedado absorto viendo la forma en la que un pistón puede mover una rueda y hacer avanzar, por ejemplo, una locomotora de vapor sobre la vía férrea.
            Más tarde, la ciencia ficción me mostró un mundo infinito de posibilidades, en las que a mi fascinación por las máquinas se unía ese miedo ancestral a los robots con aspecto humanoide. Entre mis favoritos, está Gort, el gigante metálico invulnerable de Ultimatum a la Tierra, con un potencial destructivo sin límites, capaz de aniquilar a los seres humanos con un parpadeo, si estos no se mostraban dispuestos a escuchar el mensaje que venía a prevenirles de su propia capacidad de destrucción.
            Pero, 2001, una odisea en el espacio, me convenció de que el mayor peligro de las máquinas inteligentes, como Hal, radicaba en su capacidad para penetrar en la mente humana y, traicionando la confianza depositada en ellas, anticiparse a sus movimientos para tratar de subsistir, aún a costa de la vida de sus creadores. Y la sublimación de esta idea llegaría con Blade Runner, la película en la que Roy, el replicante, buscando desesperadamente un remedio a su corta esperanza de vida, mata a Tyrell cuando comprende que está condenado a morir, dejando atrás una existencia hecha de recuerdos que, en su mayor parte, ni siquiera le pertenecen.
            Volviendo a la realidad, y al primer motivo de mi fascinación por las máquinas, viendo los últimos vídeos de Boston Dynamics y a su robot Atlas caminando por la nieve, siendo hostigado por un ser humano mientras intenta llevar a cabo una tarea rutinaria, dando saltos mortales o haciendo parkour, ya no me cabe ninguna duda de que, dentro de poco, será posible que determinados trabajos de precisión, incluso en ambientes especialmente hostiles, en los que la vida de un ser humano se vería gravemente comprometida, podrán ser desarrollados por máquinas. Así que la idea de un ejército de androides asaltando una nave en llamas más allá de Orión ya no se me hace tan extraña.
            Últimamente se ha suscitado cierta controversia a propósito de la necesidad de programar a los coches autónomos para que, en determinadas situaciones, tomen decisiones en las que estaría involucrada la vida de seres humanos. Y, llegados a este punto, las leyes de la robótica de Asimov se han revelado insuficientes cuando, para resolver el dilema moral que se plantea en esos supuestos, no basta con que el robot esté programado para no hacer daño a un ser humano, por acción o por omisión, ni permitir que un ser humano sufra daño. E, incluso yendo un poco más allá, cuando obedecer un determinado código de programación o una orden explícita de un ser humano, entraría en conflicto con la primera ley. Por poner solo un par de ejemplos, ¿estaríamos dispuestos a que nuestro automóvil nos matara, a nosotros y/o a nuestros seres queridos, para salvaguardar la vida de otra u otras personas? ¿La vida de unas personas es más valiosa que la de otras? o ¿todas las vidas valen lo mismo?
Y si estas y otras cuestiones las trasladamos a un escenario catastrófico o a un conflicto bélico y las hacemos extensivas a máquinas que no se limiten a transportar bienes o personas, los dilemas morales se multiplican exponencialmente.
Llegados a este punto, creo que habrá que extremar el cuidado a la hora de establecer los programas y los algoritmos que hayan de ordenar el funcionamiento de esas máquinas. Pero, parece claro que los seres humanos estamos llenos de prejuicios y contradicciones, y nuestra escala de valores depende de nuestra sensibilidad, nuestro grado de empatía y, en definitiva, de nuestra subjetividad. Y por eso, desde mi punto de vista, estas cuestiones, aunque no pueden dejarse en manos de ‘expertos’, tampoco pueden resolverse recurriendo a plebiscitos. En todo caso, tengo claro que el comportamiento de nuestros replicantes dependerá de los valores vigentes en la sociedad en la que se hayan desarrollado. Así pues, cuidemos nuestras decisiones y vigilemos nuestro comportamiento porque estos, y no las máquinas, decidirán nuestro destino como especie y el futuro de nuestro planeta.

domingo, 28 de octubre de 2018

Correr en la oscuridad


            Con el cambio de hora, el domingo apetece quedarse un poco más de tiempo en la cama, sabiendo que uno dispone de esa renta extra de sesenta minutos, que, bien administrada, podría invertir en cualquier otra cosa, pero que, la primera hora de la mañana invita a derrochar remoloneando un poco más de lo habitual.
            Luego parece que está justificado demorarse en las actividades cotidianas. Incluso puedo esperar a que haga un poco de más calor para salir a correr por el parque, que a esa hora estará húmedo y todavía algo solitario, y aumentar mi tirada en un par de kilómetros, sin que se me haga demasiado tarde.
            Pero después, cuando va pasando el tiempo y todos los relojes de la casa ya marcan la nueva hora, resulta que la noche viene a mi encuentro antes de lo que tenía previsto y la mitad de la tarde transcurre entre tinieblas, tengo que encender la luz para seguir leyendo y, cuando se pone el sol, el frío empieza a elevarse del suelo y me hace echar de menos una alfombra bajo los pies.
            A partir del lunes, cuando salga a correr entre semana estará atardeciendo y regresaré a casa de noche. Tendré que cambiar de itinerario para evitar tropezar o meter el pie en algún agujero en las zonas más umbrías del parque y debería empezar a usar reflectantes o, incluso, un piloto para evitar malos encuentros con bicicletas y patinetes y, también, con algún conductor despistado.
            Salir a correr a determinadas horas, a veces, intimida un poco. No me refiero a las horas vespertinas. Por la tarde, las calles están todavía llenas de gente. Pero hubo una época en la que me levantaba de madrugada, cuando apenas circulan coches y a los transeúntes es difícil verles la cara hasta que pasas por su lado. En verano, al poco, empieza a clarear y las sombras se disipan rápidamente. Pero, en invierno, a las bajas temperaturas se suma un silencio que solo perturba el ruido de las pisadas sobre el asfalto o la acera y la respiración rítmica que revela la intensidad del esfuerzo y delata la presencia de un corredor a decenas de metros.
            Muchas veces, me he preguntado que hacían a esa hora en la calle individuos que parecían aguardar mi paso apoyados en la columna de un soportal o sentados con la espalda apoyada en el cristal del escaparate de tiendas que no abrirían al público hasta dos o tres horas después. También me ha intrigado porqué algunos conductores esperaban a oscuras dentro del habitáculo de sus automóviles hasta el preciso momento en que pasaba por delante de ellos para accionar el contacto y encender los faros. Y todavía no he podido comprender porque, a esas horas, tipos que tal vez serían incapaces de salir de sus camas para ir al baño, sacaban a pasear a sus perros y esperaban pacientemente a que estos terminasen de olisquear cualquier hierbajo antes de marcar su territorio, expulsando vapor de agua por las narices o fumando un cigarrillo. También recuerdo que, durante semanas, me cruzaba cada mañana con una mujer que llevaba de su mano a un niño muy pequeño arrastrando penosamente un carrito con una mochila y quejándose inútilmente de su penosa travesía.
            En la ficción, antes del amanecer se cometen los crímenes más horrendos, los fugitivos huyen de sus escondites y los amantes cogen trenes en estaciones desiertas. Los soldados rezan en las trincheras temiendo los horrores que traerá consigo el nuevo día y los barcos parten con destino a mares desconocidos. Y hace algunos años, a esa hora incierta, cuando mi hija pequeña todavía dormía en su cunita al lado de nuestra cama, me levanté a oscuras y, tratando de no hace ruido, me puse un par de zapatillas de suela dura, un pantalón corto de deporte y un jersey viejo, salí a la calle algo intimidado por la oscuridad reinante, y me puse a correr, no muy deprisa, con el cuerpo entumecido y sintiendo el frío en la cara y en las manos. Cuando volví a casa, al cabo de diez minutos, sudaba y tenía la respiración entrecortada, y, al entrar en el dormitorio, todavía a oscuras, el aire tibio de la habitación y la respiración acompasada de Isabel y de mi hija me hicieron sentir otra vez seguro y en paz.
            Creo que, desde entonces, cada vez que he salido a correr por la noche, lo he hecho tratando de volver a ese lugar.

domingo, 14 de octubre de 2018

Canción de hielo y fuego


            Mi hija pequeña está tocando el piano. Hace ejercicios para mejorar la técnica y el sonido se va volviendo más grave a medida que sus manos se desplazan sobre el teclado. Al cabo de un rato, se levanta resoplando, dice que está cansada y que tiene calor. Abre la ventana, se sienta otra vez y sigue practicando sobre una partitura. Vuelve a levantarse, ahora se queja de que la mano no le llega y, además, no le gusta cómo suena. Así que cambia de partitura y vuelve a la carga con un tema más de su agrado.
            Mi hija mayor está sentada en el sofá, con una colcha sobre las piernas cruzadas, dibujando en un cuaderno de bocetos que se compró el jueves pasado. Cada día dibuja algo distinto, un rostro de mujer que aspira un perfume que le hace sangrar por una de las fosas nasales, un gato sentado en el alféizar de la ventana contemplando el cielo nocturno, o cualquier otra idea que responde a un reto. Sigue una especie de calendario que le va proponiendo una serie de temas sobre los que hacer un dibujo, uno cada día. Primero hace un boceto a lápiz y luego lo repasa con rotulador y le da color. De vez en cuando, se separa del cuaderno, tratando de juzgar su obra con cierta perspectiva, con los auriculares conectados al teléfono móvil, y ladeando ligeramente la cabeza.
            Mi mujer, cual Penélope, está destejiendo una manta que empezó el invierno pasado. Pero, a diferencia de la esposa de Ulises, no piensa volver a tejerla por la mañana, y ya tiene planeando lo que hará con la lana. El malva, el blanco y el fucsia se combinan en el trozo de tejido que ahora va, poco a poco, volviendo a formar una madeja. Y, acto seguido, empieza a tejer otra vez.
            Y yo estoy sentado en mi butaca, con el portátil sobre las piernas. La luz de la pantalla se refleja en los cristales de mis gafas, mientras empieza a oscurecer. Todavía hay luz, pero pronto será insuficiente para todas nuestras tareas. De hecho, mi hija pequeña ha encendido el flexo que tiene sobre el piano para iluminar la partitura que interpreta con cierta indolencia. Un momento antes, mi mujer había encendido la lamparilla para iluminar su labor de costura y, finalmente, mi hija mayor ha optado por encender la lámpara del techo.
            Pronto anochecerá e interrumpiremos nuestros quehaceres dominicales para cocinar la cena, ponernos el pijama o preparar las mochilas y elegir la ropa que llevaremos mañana al instituto o a la oficina. Pero, mientras tanto, cada uno por su lado, se concentra en su propia tarea. Mi hija mayor ha terminado su nuevo dibujo. Una mano negra se extiende sobre un campo en llamas de color amarillo. La piel parece estar abrasada por el fuego y recubrir un cuerpo inmune al dolor. En uno de sus dedos, un anillo blanco como el hielo. La labor de mi mujer va tomando forma y, ahora, parece un gorrito ceremonial.
El piano ha dejado de sonar hace un rato y mi relato empieza a llegar a su fin. La noche cubre ahora la calle y me invita a mirar el cielo desde el alfeizar de la ventana. Y, si presto atención, todavía puedo escuchar las lejanas notas de un piano. El otoño tal vez me haga soñar hoy con colchas de vivos colores, aunque un gorro de lana también podría protegerme del frío antes de que llegue el invierno.

domingo, 7 de octubre de 2018

El tiempo entre lecturas


            A veces, me cuesta trabajo empezar un nuevo libro. Normalmente, los que tengo en casa sin leer, al alcance de la mano, no me interesan lo suficiente. Por mucha ilusión con que los haya comprado, por alguna razón misteriosa, se quedaron en la estantería a la espera de una ocasión propicia para leerlos y, también por motivos que desconozco, han dejado de interesarme.
Luego están los libros que me han regalado, que alguien eligió pensando en mí, y porque le gustó especialmente ese título, o porque sabe que, a mí, me gusta ese autor, o porque se trata de un clásico de la literatura que piensa que no debería faltar en mi biblioteca. Pero siempre existe la posibilidad de que, a mí, no me guste ese libro en particular o que el autor ya no me despierte el mismo interés, o que crea saber lo suficiente sobre esa obra cumbre de la historia de la literatura y no tenga ganas de profundizar en su conocimiento; cosa que esa persona no tiene por qué saber y, a lo mejor, prefiero que no sepa, para que no me tome por un necio ignorante; aunque, bien pensado, tal vez me regaló esa obra excelsa sabedor de mi ignorancia.
Por otro lado, está también el factor tiempo. Y es que, cuando terminan las vacaciones, dispongo de un número de horas limitado para dedicar a la lectura, así que empezar un libro que sea demasiado largo o denso puede hacer que esa lectura se vea interrumpida con frecuencia o durante un periodo de tiempo dilatado, y eso, en mi caso, no favorece la experiencia de leer.
Para saborear un libro, necesito tiempo y sosiego. Si carezco de alguna de estas dos cosas, o de las dos, es mejor dejar pasar el momento y esperar una ocasión más propicia. El problema es que, con el tiempo libre del que dispongo ahora mismo, puedo llegar a la edad de jubilación con un buen montón, o dos, de libros pendientes de lectura. Me imagino, pues, dentro de unos cuantos años, tratando de decidirme entre alguno de los libros del primer montón, esto es, de los que dejaron de interesarme mucho antes de disponer del tiempo necesario para leerlos, y otro del segundo montón, compuesto por los que alguien me regaló cuando, presuntamente, me interesaban la temática o el autor. Así que, seguramente, terminaré decantándome por algún clásico, y así, cuando surja la ocasión, podré presumir de haberlo leído, aunque me abstendré de confesar que fue la semana anterior. Además, seguramente, dejaré boquiabiertos a mis amigos y conocidos, recordando detalles de esa obra magna que ellos olvidaron hace lustros.
Claro que siempre está la posibilidad de releer algunos de los títulos que me dejaron huella en el pasado. Esas novelas que, muchas veces fruto del azar, cayeron en mis manos cuando tenía más tiempo y el sosiego suficiente como para adentrarme en sus capítulos sin prisas ni prejuicios, dejándome llevar por el relato, paladeando las palabras, queriendo o desdeñando a sus personajes, temiendo por la suerte de los más queridos, presintiendo el final de sus aventuras y lamentando que acabaran súbitamente. Esos libros que te dejan pasando la última página con una sonrisa o con un nudo en la garganta, que querías que no terminasen nunca, aunque cabalgabas sobre sus páginas a toda velocidad, inconsciente de que esa sería la única y la última ocasión que los leerías por primera vez y que, si alguna vez volvías a leerlos, tú ya no serías el mismo y, precisamente por eso, ellos habrían cambiado.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Una apuesta interesante


            Llevo varios días sin salir a correr por culpa de un dolor muscular que empieza en la cintura y me llega hasta las pantorrillas, provocado por un enfriamiento que he cogido una de esas noches de verano en que te vas a la cama sin camiseta y terminas tapándote hasta el cuello. Solo que, cuando habría tenido que tirar de la sábana, estaba demasiado dormido como para ser consciente de la necesidad de hacerlo.
El resultado es que voy paseándome por los juzgados más tieso de lo habitual, como tratando de demostrar la inflexibilidad de los argumentos de mi defensa. Y la vedad es que me encantaría inclinarme hacia adelante para saludar a mis colegas con una reverencia, pero solo pensar en el dolor asociado a ese gesto de cortesía me hace ponerme derecho como un palo sobre cuyo extremo superior reposara todo el ordenamiento jurídico, sabiendo que, si se me ocurriera doblarme, aunque sólo fuera mínimamente, todos los compendios legislativos promulgados desde el Código de Justiniano caerían sobre mi espalda súbitamente, haciéndome ver las estrellas más remotas del universo conocido.
Por otra parte, pronto empezará a amanecer más tarde y oscurecerá antes, volverán los madrugones y habrá que establecer una hora límite para irse a la cama. Así que, estas últimas semanas me estoy haciendo un poco el remolón y busco cualquier excusa para no salir a correr al parque y aprovechar así el tiempo libre que todavía podemos compartir antes de que empiece el curso.
Además, estos días, mi hija pequeña ha estado haciendo las pruebas para ingresar en el conservatorio. Y eso le ha exigido exprimirse al máximo durante las últimas semanas. Solo espero que su esfuerzo se vea recompensado, porque, aunque haya sido por decisión propia, la apuesta ha sido importante, teniendo en cuenta que su teclado se lo trajeron los Reyes Magos la Navidad pasada y que empezó a dar clases de piano en abril, y porque siempre es difícil enfrentarse a un tribunal sin más escudo que el propio temple ni más argumentos que el talento que uno sea capaz de atesorar dentro de sí, sobre todo cuando sólo se tienen quince años.
A los quince años, ya no eres un niño. Hay cosas que la gente ya no está dispuesta a tolerarte. Pero tampoco eres un adulto. Te falta el bagaje necesario para comprender el mundo que te rodea y, probablemente, el desparpajo necesario para saber reaccionar ante determinadas situaciones. Pero, a pesar de todo, a esa edad temprana todavía no has aprendido lo suficiente como para dudar de ti mismo. Tal vez porque saber demasiado, paradójicamente, nos hace conscientes de todo lo que desconocemos y la duda, cuando ya hemos crecido, nos vuelve precavidos pero también nos paraliza.
Será porque solo a ciertas edades somos capaces de algunos esfuerzos realmente generosos que merece la pena intentar ciertas empresas antes de que el tiempo nos haga más sabios pero menos decididos, más inclinados a la reflexión y menos a actuar, más expertos en las cosas de la vida pero menos convencidos de nuestras propias posibilidades de afrontarla con éxito.

viernes, 31 de agosto de 2018

Al final de la escapada


            Últimamente estoy leyendo en el periódico noticias sobre hallazgos que tienen que ver con el cambio climático y la subida de la temperatura del planeta, que dejan al descubierto cuerpos atrapados en el hielo durante décadas, inscripciones antiguas en la roca, que se muestran a la luz como consecuencia de la disminución del cauce de un río, o especies sin catalogar que vivían bajo el hielo polar sin que los científicos hubieran tenido, hasta ahora, oportunidad de examinarlas o conocer siquiera de su existencia.
            A veces, el hallazgo en cuestión sirve para desvelar el enigma que rodeaba una desaparición, como la de aquel joven funcionario del Ministerio de Finanzas francés que abandonó su hotel hace 64 años para irse a esquiar entre las nieves perpetuas y los hielos del monte Cervino, con sus lentes de concha, su reloj Omega, de un modelo que solía venderse en las colonias francesas del norte de África, y un equipo de esquí que revelaba su elevada posición social; o la pareja formada por la maestra y un zapatero de una pequeña aldea que cayeron en la grieta de un glaciar, cuando iban a ordeñar su modesto rebaño de vacas, y permanecieron allí abrazados durante 75 años, dejando huérfanos a sus siete hijos, desperdigados después a los cuatro vientos, pero capaces de reunirse cada 15 de agosto para subir hasta el glaciar y pasear entre los campos de hielo.
            Otras veces, el descubrimiento avisa de la inminencia de una catástrofe. Es el caso de las ‘piedras del hambre’, que este verano han aparecido en el cauce del río Elba, a su paso por la localidad checa de Decín. Las piedras del hambre son rocas situadas en los cauces de ríos o lagos labradas en la Edad Media con inscripciones que avisan del advenimiento de una sequía y, con ella, de malas cosechas, hambrunas, enfermedades y muerte. La advertencia se plasma en forma de sentencias del estilo de “Cuando me veas, llora” o “Antes lloramos. Ahora lloramos. Tú también llorarás”.
            La ruptura de capas de hielo en el Antártico ha permitido descubrir nuevas especies de lirios de mar, erizos de aguas profundas, gambas gigantes, anémonas o esponjas vítreas. En este caso, sin embargo, aunque su descubrimiento no tenga una semblanza tan siniestra como la de las piedras del hambre, podrían estar anunciando una catástrofe de dimensiones mucho mayores.
            No obstante, a pesar de lo fascinante de cualquiera de estos hallazgos, para mí, ninguno supera el de Ötzi, un hombre de cuarenta y cinco años, que fue encontrado por una pareja de montañeros en los Alpes austriacos, muerto de un flechazo que había recibido por la espalda cinco mil años antes. Cuando fue alcanzado por esa flecha, Ötzi, que se vestía con cinco tipos de pieles diferentes, llevaba consigo una daga con el filo muy gastado, dos puntas para catorce flechas que no había podido terminar de montar, un hacha de cobre y un arco también sin terminar. Además, los estudios realizados por expertos revelan que huía, y todo apunta a que llevaba tiempo haciéndolo; y que, antes de su última ascensión hasta los 3.000 metros de altura, donde le alcanzó la muerte, había descendido al valle, y que tuvo un enfrentamiento que le dejó la mano derecha herida. Así que todo apunta a que Ötzi tenía motivos para huir y que su o sus perseguidores debían tener también razones muy poderosas para perseguirle con esa tenacidad.
            He oído que los osos polares, los pingüinos y otras especies se están desplazando desde su hábitat natural en busca de regiones más frías. En su caso, puede que nadie les persiga, pero parece que igualmente se trata de una cuestión de supervivencia y que no necesitan que las piedras les adviertan del peligro que les acecha. Pero también he leído que, bajo el hielo del Ártico, crece un bosque de fitoplancton y que puede ser debido al cambio climático, pues las bajas temperaturas no permitían el crecimiento de especies vegetales, y que las especies se adaptan al entorno mientras tengan recursos que les permitan sobrevivir. Y creo que la lucha por la supervivencia nos caracteriza por igual a todos los seres vivos y, en particular, a nosotros como especie, lo que me permite albergar todavía una cierta esperanza, salvo que la imprudencia nos conduzca a una profunda grieta en el hielo de la que no podamos escapar por nuestros propios medios, o que hayamos hecho algo tan malo que sus consecuencias nos persigan hasta darnos muerte al final de la escapada.

jueves, 16 de agosto de 2018

Calor humano


            Hemos regresado de nuestro segundo periodo vacacional y, afortunadamente, aunque hace calor, luego refresca y se puede conciliar el sueño. Aun así, alguna noche hemos tenido que tomar medidas excepcionales y mis dos hijas han emigrado al salón desde sus cuartos, recalentados por el sol que da en esa pared de la casa desde primeras horas de la tarde.
            De todas formas, solo un niño duerme mejor que un adolescente. Será por eso que, con quince y diecisiete años recién cumplidos, mis hijas no tardan mucho en quedarse dormidas y casi nunca se levantan motu proprio. Excepcionalmente, la otra noche estuvieron porfiando sobre cuál de las dos debía ocupar el sofá y cuál el colchón traído desde uno de sus humeantes dormitorios. Y cómo no parecían estar dispuestas a avenirse, hubo que amenazarlas con mandarlas de regreso a sus cuartos para que cesara la discusión. A los cinco minutos estaban las dos dormidas.
            Claro que las discusiones a la hora de irse a dormir por causa del calor no son patrimonio de nadie. Cuando llega esta época, mi mujer suele quejarse del inconveniente añadido que supone compartir el lecho conmigo. La primera cuestión que se plantea es la razón por la que yo duermo al lado de la ventana, lo cual supone una ventaja indudable porque el aire, aunque sea un soplo de aire abrasador, me llega a mí primero, que, además, como suelo dormir de costado, con mi postura insolidaria provoco lo que se conoce como ‘efecto muro’; lo cual hace que mi cónyuge no pueda beneficiarse ni de esa miserable brisa.
            La segunda cuestión tiene que ver con una propiedad que mi cuerpo tiene desde hace tiempo pero de la que no era consciente, y es la de producir un calor semejante al de una estufa en combustión, que calienta rápidamente cualquier superficie, tejido u objeto que entre en contacto con él. Dicho así, me hace parecer una especie de superhéroe, algo parecido a la Antorcha Humana, pero con todos sus inconvenientes y ninguna de sus ventajas. Es decir, el resto de la humanidad, y mi pareja en particular, me considera un mutante, un bicho raro víctima de algún experimento científico que se salió de madre y que deambula tristemente por la ciudad utilizando su superpoder para martirizar a su pareja por la noche y para calentar la taza de café que un camarero con sus mismos prejuicios me pueda servir en alguna miserable cafetería en la que se me ocurra detenerme por la mañana antes de llegar a la oficina.
            Lo que nadie parece comprender es el tormento que puede llegar a sufrir alguien con esa cualidad. Pero, imaginemos por un momento cómo debe sentirse un ser vivo (no una estrella lejana, un trozo de carbón, o la brasa de un cigarrillo) capaz de emitir calor con esa intensidad, teniendo en cuenta además que no hace falta que se enfade o su estado de ánimo se vea alterado por algún hecho excepcional, de manera espontánea. Lo cual me recuerda que, en algún lugar de las praderas del Oeste americano, existe una raza canina cuya elevada temperatura corporal hacía que los indios utilizaran a estos perros colocándolos a los pies del lecho. Prefiero no pensar lo que hacían con ellos en verano, después de que los animalitos se hubieran acostumbrado a ser admitidos en el tipee durante las frías noches de invierno.
            Bueno, pues a mí me pasa algo parecido. En verano soy un incordio cuya proximidad resulta difícil de soportar, que, al parecer, va dejando un rastro de lava ardiente en los lugares en los que se sienta a descansar. Pero, ¡ah, en invierno! Cuando empieza a hacer frío de verdad, a todos los miembros de mi familia les encanta darme la mano o cogerme del brazo. Y, por la noche, cuando estoy desprevenido, tratando de conciliar el sueño después de haber logrado que los pies se me calienten por fin (nadie ha dicho que el efecto térmico sea inmediato) Icewoman pone, de improviso, los suyos encima de los míos, y un frío letal me sube por las piernas, revertiendo el proceso por la vía rápida. Además, sucede que ese contacto, que hace entrar en calor a quien tan sibilinamente se me aproxima en las más crudas noches de invierno, puede dejarme helado, neutralizando mis superpoderes durante un buen rato.
            Así que, visto lo visto, y ante la incomprensión de mis semejantes, he decidido renunciar a mis superpoderes y comprarme un perro de esos que usaban los indios de las praderas como bolsa de agua caliente. De esa manera, mis semejantes dejarán de apartarse de mí en verano y el camarero empezará a servirme el café caliente y también dejará de mirarme de soslayo mientras sujeto la taza con las dos manos. Y, en invierno, pues bueno, espero que Icewoman no le provoque al perro una hipotermia. Pero, llegado el caso, mejor el perro que yo.

sábado, 21 de julio de 2018

De noticias y relatos


            Normalmente, cuando leo el periódico, no veo noticias que me llamen la atención y, para encontrar algo interesante, tengo que rastrear entre los titulares o buscar directamente en la letra pequeña. También es verdad que las noticias que suelen interesarme casi nunca ocupan la primera plana, sino más bien alguna esquinita del diario.
Hablan de un transatlántico de lujo varado en la playa de una isla durante años, cuyo armazón fue carcomido poco a poco por las mareas, mientras los habitantes de la isla iban despojando los salones bajo la cubierta de todos sus oropeles que, ahora que del casco solo quedan unos restos apenas visibles durante la bajamar, adornan restaurantes y casas de las localidades más próximas a la costa donde terminó su singladura.
O de un reptil de dimensiones formidables que habría merodeando durante años por los pantanos de una remota región de Australia, eludiendo sistemáticamente cualquier intento de capturarlo con vida y que, finalmente, habría quedado atrapado en una jaula que apenas podía albergarlo, con un ejemplar menor al que me gusta pensar que adiestraba sobre la manera de evitar la trampa que finalmente le privó de su libertad.
O, por último, de gestas deportivas como la de aquel atleta mongol, y único representante de su país, que, en la olimpiada de Barcelona, fue el último corredor de la maratón en cruzar la línea de meta, cuando faltaba poco para que se iniciara la ceremonia de clausura, en una pista de calentamiento anexa al estadio, sin público ni gradas, en penumbra y dos horas después de que llegara el vencedor. Tuul, que así se llamaba, era ciego y se había sometido a un trasplante de córnea seis meses antes. Las fotografías que acompañaban el reportaje muestran la imagen entrañable de un hombre exhausto pero con gesto sonriente, que lleva unas gafas pegadas con celo (se le habían roto esa misma mañana) y que preguntado por un periodista sobre si ese era el día más feliz de su vida, contestó que no, que el día más feliz de su vida fue el día en que recuperó la visión y pudo ver a su mujer y a sus dos hijas y comprobar que eran realmente hermosas.
Sin embargo, el otro día, hojeando la prensa digital en la playa, me tropecé en titulares con tres noticias diferentes, a cada cual más sugerente. La que abría la edición contaba que, en una isla escocesa de apenas 120 kilómetros cuadrados y con una población de poco más de 7.000 habitantes, una niña de seis años había sido hallada muerta en un bosque a escasos metros de la vivienda de sus abuelos. Y que la policía había advertido a los vecinos que cerraran con llave sus casas mientras hacía sus pesquisas puerta a puerta en busca de algún sospechoso.
            Esa misma mañana, la prensa informaba del hallazgo, en Tailandia, de doce niños de un equipo de fútbol y su entrenador, desaparecidos desde hacía más de diez días, y que estaban atrapados a cuatro kilómetros de la entrada de una cueva que habían ido a visitar después de disputar un partido, cuando se vieron sorprendidos por las fuertes lluvias que azotan la región durante el monzón, que anegaron rápidamente la gruta, impidiéndoles salir al exterior, donde todavía permanecían sus bicicletas. A pesar del tiempo transcurrido, habían sobrevivido bebiendo el agua que se filtraba dentro de la cueva y, ahora, sus rescatadores se afanaban en enseñarles a nadar y a bucear para que pudieran emerger antes de que las lluvias torrenciales inundasen todavía más la cueva.
            Y, finalmente, el periódico también hablaba de las instrucciones impartidas por el Ministro de Asuntos Exteriores de España a todas las embajadas para replicar a los ataques contra la nación por parte de líderes y políticos independentistas, a las que habría acompañado la intervención íntegra del embajador de España en Washington en su réplica al presidente de la Generalitat de Catalunya, durante una recepción privada ofrecida por el Instituto Smithsonian.
            Cuando leo este tipo de noticias, me imagino a sus protagonistas moviéndose por el escenario en que transcurría su existencia en el momento de acontecer los hechos que, a veces contra su voluntad, los convirtieron en noticia. Y veo a una niña pequeña, de seis años, saliendo de la bonita casa de sus abuelos y dirigiéndose con pasitos cortos y, tal vez, un juguete entre las manos, hasta un bosque oscuro en el que le aguarda un asesino sin rostro. O escucho el eco de las voces y las risas de otros niños adentrándose en una gruta húmeda de dimensiones jurásicas mientras la lluvia empieza a caer torrencialmente en el exterior arrastrando lodo, hojas y ramas de los árboles hasta taponar la salida, e inundando las galerías por las que habían estado transitando sin ser conscientes del peligro que los acechaba.
También me imagino al embajador español tomando la palabra durante la cena ofrecida por la institución anfitriona y rebatiendo las afirmaciones hechas por el presidente autonómico durante su discurso, y a este abandonando el salón durante la intervención del diplomático.
Puedo vislumbrar un barco encallado en la costa, azotado día y noche por el temporal, al que, cuando hace buen tiempo, se acercan los lugareños en barcas de remos, e imagino cómo se introducen en el casco por las escotillas abiertas o las grietas del armazón y sacan de su interior enormes espejos de marcos dorados e imponentes lámparas de cristal, para transportarlas penosamente y con gran cuidado hasta sus casas tierra adentro. O veo la cola de un saurio dibujando lentamente una curva en el agua espejada de un pantano, sembrando la inquietud en cuantos adivinan su forma bajo la superficie. Y también me imagino al atleta mongol cruzando la línea de meta en solitario bajo el cielo vespertino con una mezcla de orgullo e infinito cansancio.
Algún día, no muy lejano, tengo que ponerme a escribir esas u otras historias, si es posible antes de que sucedan realmente y los periódicos se hagan eco de ellas, y convertirlas en relatos de aventuras, novelas negras o de espías, o cuentos ilustrados para niños y adolescentes.

sábado, 9 de junio de 2018

Transitando por la vida


            A veces, transitando por el carril bici se descubren cosas interesantes. A primera hora de la mañana, me cruzo todos los días con una chica que, con independencia de la temperatura y del grado de humedad, viste siempre un mallot de color negro que le deja los hombros al aire y que luce un generoso escote; indumentaria a la que se suma una chichonera blanca y negra con reflejos metálicos. Y, cuando observo su gesto concentrado y el cuerpo semiacostado sobre el manillar de su bicicleta, por un momento, me parece que me he colado en un velódromo mientras se disputaba una competición femenina de persecución. Solo que a ella no la persigue nadie. A mí, a veces sí.
A pesar de que, a esa hora, empieza a clarear, cuando me detengo en alguno de los semáforos que van jalonando el recorrido, siempre me da alcance algún ciclista que se ha aproximado silenciosamente sobre su bicicleta de carreras y que, en cuanto la luz verde nos da paso, se levanta del sillín y sale disparado dejándome clavado en la línea de salida. Otras veces escucho el ruido de la cadena de su bicicleta aproximándose y, al cabo de un momento, pasa por mi lado como el adelantado de un pelotón invisible que acaba de cobrarse otra víctima. El primer rezagado de una escapada que ha durado menos de diez minutos.
Luego, veo venir de frente un patinador solitario que ha optado por los patines en línea, en lugar de la bicicleta, para desplazarse por el carril bici. Se desliza a izquierda y derecha, impulsándose con movimientos enérgicos, aunque su rostro permanece sereno, sin apenas inclinarse hacia adelante, y que lleva una luz roja intermitente y una chichonera. Normalmente nos encontramos en el mismo semáforo y aguardamos en lados opuestos de una avenida de intenso tráfico. Cuando nos cruzamos antes del semáforo sé que voy con retraso y, sí me lo encuentro después de cruzar la avenida, supongo que él pensará lo mismo.
Cuando llegó al centro de la ciudad, empiezan a aparecer patinetes eléctricos de ruedas diminutas, cuyos ocupantes se sientan con las piernas juntas y aspecto de estar rezando en silencio, pidiéndole a algún dios desconocido que detenga aquel artefacto que parece desplazarse a gran velocidad al margen de su voluntad, mientras se aferran al manillar y aprietan las rodillas, una contra otra, sin atreverse a hacer un solo gesto que pueda soliviantar todavía más al patinete ya desbocado.
A la vuelta, el paisaje cambia por completo. Cuando empieza a despuntar el día, recorren las avenidas, todavía grises y azules, y apenas transitadas, empleados que acuden a sus puestos de trabajo con paso apresurado y, si es invierno, ropas de abrigo. Las cafeterías empiezan a abrir y se pueden distinguir sin esfuerzo las conversaciones de transeúntes y camareros. A las tres de la tarde, el centro está plagado de turistas que se desplazan en grandes grupos siguiendo un paraguas o un banderín de colores llamativos y se detienen para hacerse selfies en medio del carril bici, que ahora se ha convertido en una pista de ciencia ficción, por la que circulan toda clase de vehículos.
A medida que me voy alejando del centro, las calles se despejan y empiezo a cruzarme con otros conocidos, como un hombre de rostro enjuto que lleva unas gafas de montura ligera y un extraño casco que le da el aspecto de un viejo soldado de la Wehrmacht, que hubiera cambiado su moto por una bicicleta raquítica, lo que le hace parecer menos peligroso y algo desentendido de cualquier conflicto.
Otras veces, el camino de regreso me depara alguna sorpresa, no siempre agradable. En cierta ocasión, me encontré con un anciano que pedaleaba con la correa de su perro sujeta al manillar y el chucho corriendo a su lado con la lengua fuera, mientras su dueño le iba dando instrucciones sobre la conveniencia de desplazarse a derecha o izquierda que su destinatario podría entender perfectamente si no perteneciera a la raza canina. Cómo preveía que me podía poner en algún aprieto, decidí rebasarlo a la primera oportunidad. Pero el perro, impulsado por un súbito espíritu competitivo salió disparado detrás de mí, me dio alcance, seguido de cerca por su amo, y después de rebasarme, a los dos metros, atravesó el carril y se detuvo al tiempo que el viejo le daba carrete suficiente para improvisar una meta volante con la correa que estuve a punto de atravesar en primer lugar sin necesidad de sprintar.
A esa hora, también me encuentro con algún chulangano que viene exhibiendo sus dotes de rodador y me adelanta haciendo alarde de su potente pedalada. Normalmente le dejo pasar. Supongo que eso de rebasar una bicicleta eléctrica tirando de desarrollo debe aumentar notablemente la autoestima. Pero, otras veces, veo que se detiene en un cruce o, tal vez porque el calor empieza a hacerle mella, baja el desarrollo o, sencillamente, decide tomárselo con calma. Entonces, si estoy de humor, soy yo el que cambia de velocidad y se acerca sigilosamente, me coloco a su altura en el semáforo o paso por su lado con la americana abierta y la corbata revoloteando al viento, mientras, para no despertar malos instintos en mi oponente, trato de poner la misma cara que los amedrentados usuarios de patinetes de la mañana.

domingo, 3 de junio de 2018

Saber perder


            No es fácil aguantar a pie firme cuando vienen mal dadas. Lo que apetece es quitarse de en medio, esperar que remita el temporal, darse media vuelta y salir corriendo y, si acaso, mirar hacia atrás y murmurar entre dientes algo en descargo de uno mismo, antes de abandonar el campo de batalla, el ring o la tribuna, que solo puedan escuchar los más allegados y, si no hay más remedio, los más cercanos testigos de la derrota.
            Y es que la derrota es un plato amargo, y da lo mismo que se sirva frío o caliente, a la hora del desayudo, de la comida o de la cena. Nadie quiere perder, pero todo el que juega sabe que puede hacerlo; debiera ser consciente de que alguna vez perderá, al principio o al final, o a mitad de la partida. Puedes vender cara tu derrota, pero, cuando termine la cuenta, no serás tú el que permanezca en pie y el resultado será inapelable.
            Aun así, siempre puede uno retirarse ordenadamente, sin perder los papeles, sin ceder terreno si no es obligado por las circunstancias, sin bajar la guardia ni la cabeza, sin cerrar los ojos ni negarse a escuchar los abucheos. Duele, porque la lluvia de golpes arrecia y siempre hay quien aprovecha para escupir en la dirección del viento, para tomarse cumplida venganza de un agravio pasado, mostrar su desdén o regodearse en la suerte adversa del enemigo caído.
Cuando suspendí el segundo ejercicio de la última convocatoria de las oposiciones a juez a la que me presenté, después de cuatro años de preparación, tuve que ir a trabajar al día siguiente. No tenía muchas ganas, porque sabía que mi aventura había terminado y mi futuro profesional se me antojaba incierto. Cuando cesé como director provincial, tuve que quedarme dos largos meses, en un despachito, sin expectativa alguna de ocupar otro puesto ni a corto ni a medio plazo, rodeado de empleados que, ya siendo director, me habían mostrado su hostilidad, que ahora lo hacían abiertamente, que no me saludaban cuando se cruzaban conmigo por el pasillo o en la escalera. Y son solo dos ejemplos. No es fácil perder y difícil lidiar con las consecuencias de la derrota.
            Quedarse hasta el final de la partida, aguantar en el campo cuando se va por debajo en el marcador y el tiempo juega en contra de uno, no tirar la toalla y esperar el veredicto de los jueces, seguir corriendo cuando ya no se puede ganar, cuesta mucho y, cuando todo ha acabado, es difícil encontrar consuelo. Pero, a la mañana siguiente, cuándo van pasando las horas, aunque todavía el humo escape dolorosamente de las cenizas, con el transcurso de los días, a veces, de las semanas, los meses o los años,  también se recuerda a los que supieron mantener la dignidad en las horas más amargas.
            A la arrogancia del vencedor siempre se puede oponer la dignidad de los vencidos. Permanecer de pie esperando el golpe postrero es siempre mejor que caer de bruces alcanzado por la espalda mientras se huía desordenadamente.
Además, cuando declinan los imperios, cuando caen las ciudades después de un asedio prolongado, cuando los ejércitos abandonan el campo de batalla, los que se quedan atrás para sofocar las llamas, guardar la retaguardia o tratar de contener a la horda invasora, merecen siempre un reconocimiento, aunque su sacrificio haya sido en vano.

viernes, 25 de mayo de 2018

Al final del camino


            Más tarde o más temprano, la verdad se abre camino. Y, cuando eso sucede, solo hay una cosa que denigra más, sí cabe, a los autores de una fechoría, de un comportamiento indigno o de un crimen, y es el vano intento de ocultar lo evidente. La inútil resistencia a que la luz, que se cuela hasta el último rincón, deje de mostrar hasta la última evidencia de ese hecho ignominioso, enseñando lo que nadie se imaginaba, lo que algunos ya intuían o lo que era un secreto a voces. Y es que todo el mundo puede equivocarse, pasarse de listo, meter la mano en la caja, cometer un delito o encubrirlo, pero, con todo, al final del camino, cuando ya todas las cartas están sobre la mesa, boca arriba, al negligente, al tramposo, al delincuente, al criminal, les queda una última oportunidad, no para redimirse, pero sí para asumir las consecuencias de sus actos. Ese es el primer paso, necesario aunque no suficiente, para, luego, pedir perdón sinceramente y quizá, al final, obtener clemencia.
            Se puede haber distraído cremas de una tienda en un centro comercial, falseado un currículum, obtenido una titulación universitaria sin ir a clase ni superar una sola prueba de aptitud, ocultado dinero al fisco, blanqueado capitales, malversado caudales públicos, prevaricado, cobrado sistemáticamente comisiones para adjudicar contratos también públicos, financiado ilegalmente un partido político durante lustros, e incluso no haber querido enterarse durante todo ese tiempo de lo que estaba pasando alrededor de uno; pero cuando las cámaras de seguridad dan fe de lo ocurrido, cuando los sumarios se acumulan encima de la mesa, cuando los autores se encuentran en prisión preventiva desde hace meses, o años, y cuando los fallos judiciales se multiplican abundando en la constatación de los hechos, negar esos hechos convierte a sus autores, no en unos sinvergüenzas (ya lo eran antes de que empezaran a acumularse las evidencias), sino en unos cínicos.
            Aunque, bien pensado, este tipo de comportamiento empieza a resultar extrañamente familiar. Los deportistas acusados de doparse, agotarán hasta la última instancia antes de reconocer que ganaron carreras o conquistaron trofeos a partir de una ventaja ilícita. Cuando un estudiante sea sorprendido in fraganti copiando en un examen, negará la mayor. Sí un desempleado percibe prestaciones simulando una relación laboral, aunque quedé acreditado que no había centro de trabajo, que no se desarrolló actividad alguna, que no se percibió un salario, dirá que fue víctima de un engaño, pero que él no ha engañado a nadie. Sí un individuo depravado es acusado de violación, dirá que la víctima no expresó, de manera inequívoca, su falta de consentimiento.
            Y esa negativa sistemática a reconocer los hechos, esa proclamación a ultranza de la propia inocencia, aunque las presunciones hayan dejado de serlo y las pruebas en contra del reo sean abrumadoras, impide que se pueda pedir perdón, sencillamente y dejando aparte la falta de arrepentimiento, porque no hay nada por lo que disculparse. Todo son interpretaciones, palabras sacadas de contexto, tergiversaciones de los hechos, campañas mediáticas, conspiraciones, linchamientos. Y, entre tanto ruido, es imposible escuchar un simple ‘me equivoqué’, o ‘lo siento’, un reconocimiento de la propia responsabilidad, aunque sea con la boca pequeña.
            Y es que, para reconocer esos hechos que sabemos que no merecen reconocimiento alguno, para aparecer ante la opinión pública o, en general, ante los demás, y también ante uno mismo, sin máscara, despojado de la presunción de inocencia, de los laureles de una victoria conseguida en buena lid, de los ropajes de un prócer de la patria, de la indumentaria propia de un ciudadano honrado, y vestir la de un reo convicto y confeso, hace falta una especie de dignidad que, a veces, se da entre algunos delincuentes, y la honestidad de reconocer que se fue autor de un comportamiento errado o, precisamente, deshonesto.
            Pero el valor necesario para dar ese paso adelante y la honestidad, que muchas veces no es más que una forma de valor, no son, frecuentemente, cualidades compartidas y, desde luego, es difícil encontrarlas entre quienes no se han caracterizado por observar un comportamiento ejemplar. Entre estos últimos es más frecuente el engaño, la simulación y el encubrimiento, a los que se suma la vana esperanza de que, algún día, las faltas caigan en el olvido y se perdonen los delitos sin necesidad de reconocer los hechos ni, mucho menos, pedir disculpas por el comportamiento observado.

viernes, 20 de abril de 2018

Nuestra anodina existencia


            Llevo tres semanas sin escribir una sola línea. De vez en cuando, me pasa. Los días se van sucediendo uno tras otro y no encuentro el momento para ponerme a repiquetear con los dedos sobre las teclas del ordenador. Luego, cuando pasado el tiempo, me lanzo a la tarea, lo primero que pienso es en qué he estado haciendo durante esas tres o cuatro semanas para no ser capaz de dedicarle un rato a expresar alguna idea por escrito. Y, después de repasar mi agenda, siempre encuentro la misma respuesta. ¿Qué he estado haciendo? Nada. Absolutamente nada. No me he ido de viaje, no he tenido una actividad laboral extraordinaria, no he estado haciendo un curso ni me he leído un libro o he participado en un concurso literario. Tampoco he desarrollado ninguna actividad nueva y sorprendentemente enriquecedora. No he aprendido a bailar el charlestón ni a hacer una vichyssoise Ni siquiera he estado viendo una serie de televisión compulsivamente.
            Así que el segundo desafío al que me enfrento, cuando por fin me siento un rato a escribir, es hablar de algo concreto. Naturalmente, siempre puedo recurrir a las noticias, contar algo que he leído en el periódico o escuchado en la radio. Ese es el camino más fácil, pero también el más estéril. Hablar de cosas que pasan en lugares remotos, que afectan a personas a las que no conozco, sobre las que además decenas de individuos, desde tribunas más autorizadas, han opinado ya antes que yo, puede resultar bastante anodino. Además, aunque mis hijas no suelen leerme por iniciativa propia, (en un presuntuoso afán de que mi pensamiento perdure más allá de mi tiempo en la Tierra) me da por pensar que, si algún día lo hacen, en el futuro, puedan llegar a la conclusión de que a su padre le preocupaban cosas bastante poco interesantes, y que, luego, con la perspectiva de ese tiempo, puedan parecer, lo que son, intrascendentes. Porque la verdad es que pocas veces tenemos la oportunidad de ser testigos de acontecimientos realmente relevantes, cómo una revolución, una conflagración bélica de enormes proporciones, un descubrimiento científico apabullante o, qué se yo, el primer contacto con una raza alienígena venida de más allá de los confines de la galaxia.
            Pero, hablar de lo otro, de lo que nos pasa a nosotros, es mucho más difícil. Primero porque no todo el día estamos descubriendo cosas nuevas ni nos está pasando algo interesante (verbigracia, durante las últimas tres semanas). Segundo, porque las cosas que a nosotros nos pueden parecer interesantes no siempre tienen interés para los demás (y yo, que soy un poco presuntuoso, escribo para que alguien me lea, ahora o dentro de diez años, o de cien). Y, tercero, porque rebuscar en el pozo de la memoria conduce, a veces, a hallazgos sorprendentes, para uno mismo y, también, para los demás.
            A propósito de esto último, esta Semana Santa, hablando con mi hermana mayor y mi mujer, recordábamos haber visto en casa el programa de televisión La Clave, y el debate que dirigía José Luís Balbín, sobre algún tema al que servía de introducción una película. Y, al hilo del interés que despertaba el programa en nosotros, apenas unos niños, me acordé de que hubo una época en la que mi hermano y yo, cuando nos aburríamos un poco con los comentarios de esos señores tan sesudos, nos dedicábamos a hacer caricaturas de los contertulios. En hojas de papel cuadriculado y en bolígrafo azul. Y, es curioso, porque mi hermana no se acordaba, para nada, de esa actividad nuestra, tan creativa, por otro lado, que nos obligaba a usar, a la vez, más de media docena de hojas de papel y a pasar de un retrato a otro, aprovechando los cambios de plano que se iban sucediendo al ritmo de las intervenciones.
            Hace también unas cuantas semanas, mi hermano me recordaba cómo descubrió la música de Dire Straits y me describía en nuestra habitación, con la luz apagada, y escuchando el transistor Vanguard que teníamos en casa. Al evocar ese recuerdo, inmediatamente, vino a mi memoria, además del transistor con su dial de color azul pálido, nuestra habitación, mi cama de cabecero metálico y colchón grueso de lana y también mi costumbre de recluirme en el cuarto para escuchar música con la luz apagada. No es que lo hubiera olvidado pero era un recuerdo que permanecía silencioso en algún lugar de mi memoria profunda.
            También recuerdo que mi padre me contó alguna vez que, cuando era joven, le gustaba escuchar la radio por la noche y que, en la oscuridad, sintonizaba emisoras de onda corta que ponían música que no se escuchaba en las emisoras de radio convencionales. Y me recuerdo a mí mismo rastreando infructuosamente el dial en busca de esas emisoras misteriosamente atractivas, y sintonizando tan solo radios que emitían en árabe y radiaban ritmos machaconamente tribales en los que me parecía reconocer a algún beduino tocando un darbuka con el parche de piel de cabra.
            Ahora, con frecuencia, me quejo de que mis hijas, cuando han terminado de estudiar, se queden en sus cuartos, escuchando música, dibujando o bailando (esto último lo hace mi hija menor, aunque, como cuando canta, es muy difícil observarla en plena ejecución. Pero, sí está cantando, se la puede escuchar a través de la puerta). Y me acuerdo de que, cuando tenía su edad, también yo hacía mis pinitos como bailarín, procurando ponerme a resguardo de miradas indiscretas. Y, el otro día, cuando iba a llamarla para cenar, toque con los nudillos la puerta de su habitación y, al abrirla, la música que estaba escuchando inundó el pasillo, aunque en la habitación no había ninguna luz, salvo la que emite el débil parpadeo de colores de su altavoz inalámbrico.
            Todos esos momentos, que van encadenándose unos a otros para formar nuestra rutinaria existencia, pueden parecer intrascendentes o anodinos, pero al contarlos, evocan en nosotros algo que, aunque a veces no seamos capaces de recordar por nosotros mismos, forma parte de una experiencia compartida y nos dice quiénes somos, al recordarnos de dónde hemos venido hasta aquí y qué caminos nos han conducido hasta este particular momento de nuestras vidas.

domingo, 18 de marzo de 2018

Prohibir sin fin


Hace unas semanas, volvía del trabajo en bicicleta y, cuando ya estaba llegando a casa, tuve que detenerme porque un coche pasó a toda velocidad por la calle que atravesaba el carril bici. Puse pie a tierra e hice un gesto de fastidio, porque el conductor tendría que haberme visto y, en ese cruce normalmente los coches dejan pasar a los ciclistas, que tenemos que hacer un giro de noventa grados a la izquierda y disponemos de una visibilidad limitada respecto de los automóviles que vienen en nuestra misma dirección pero giran a la derecha. Entonces el coche que iba detrás se detuvo y me pitó. Cuando mire al parabrisas, vi que el conductor me hacía un gesto indicándome algo con el dedo. Levanté la cabeza y vi una señal de stop que me obligaba a detenerme semioculta detrás de una palmera. Así que el tipo, después de haberme indicado la señal y asegurarse de que la había visto, reinició la marcha con la satisfacción de haberme dado una lección.
            Nos encanta prohibir, retirar cosas de las exposiciones, secuestrar libros, descolgar cuadros de monarcas que no son de nuestro agrado, apear estatuas de sus pedestales, encausar a la gente por exhibir su humor negro en las redes sociales, quemar banderas, meter en la cárcel a quien las haya quemado, señalar con el dedo a quien no se vista de negro para pasearse sobre una alfombra roja, imponer géneros neutros o inventar palabros y mirar a la grada por si alguien se ha reído al escucharlos y poder condenarle al ostracismo, pitar al himno nacional o sancionar a quien haya pitado, y, si no se puede, a quien dejó que alguien introdujera un número relevante de pitos en un estadio de fútbol sin darse cuenta de sus aviesas intenciones.
Últimamente se han prohibido un montón de cosas y, seguramente, todavía habría que prohibir un montón de cosas más: la fiesta nacional, fumar en lugares públicos, beber en la calle, transitar por el carril bici sin bicicleta, pegar carteles,  etc. Pero nunca será suficiente. Siempre habrá alguna sensibilidad que exija medidas más drásticas para evitar sentirse herida o una causa que aglutine un número suficiente de seguidores y nos obligue, por ejemplo, a recluirnos en casa para beber vino o comernos una hamburguesa y así castigarnos el hígado o colapsar nuestras arterias, y a largo plazo el sistema sanitario, sin que niños inocentes corran el riesgo asociado al hecho de imitar nuestro comportamiento suicida.
El problema es que no todo el mundo tiene la misma sensibilidad ni se deja arrastrar por las mismas causas, y, consiguientemente, no todos quieren prohibir las mismas cosas. Lo más curioso es que los partidarios de despenalizar algunas, están más que dispuestos a penalizar otras. En lo único que parece haber acuerdo es en la necesidad de imponer normas a los demás. Así que en cuanto alguien está en disposición de hacerlo, se apresura a tomar medidas para corregir comportamientos que considera inadmisibles, y los mismos que se rasgan las vestiduras en nombre de la libertad de expresión se convierten rápidamente en censores de conductas ajenas y en inquisidores mediáticos cuando otro sostiene públicamente ideas o actitudes que no comparten.
El otro día, sin ir más lejos, se publicó un ‘decálogo por una escuela feminista’ que propone, entre otras cosas, prohibir la lectura de autores como Neruda, Javier Marías o Pérez-Reverte y, además, la práctica del fútbol en el patio del colegio (prohibirla, se entiende). Los mismos que se hacen cruces por la retirada de una obra de Arco-2018 alusiva a la existencia de presos políticos en nuestro país, se sienten molestos con una chirigota que ridiculiza a sus líderes independentistas en el carnaval de Cádiz. O, quienes se ofenden por la utilización de desnudos femeninos en la publicidad de productos dirigidos al público masculino, defienden sus consignas exhibiendo sus carnes al sol o ante el altar de una iglesia.
Seguramente el número de normas necesario para ordenar las conductas en sociedad podría limitarse drásticamente con un poco de buena voluntad y también de buen juicio. Por ejemplo, en materia de circulación vial, la norma básica debiera imitar las leyes de la robótica y decir algo así como que no se debe poner en riesgo la integridad de las personas ni ocasionarles molestias injustificadamente aparcando, por ejemplo, delante de la puerta de un garaje. Lo curioso es que estas normas básicas, a veces, se olvidan y prevalecen las señales de tráfico y se sobreentiende que lo que no está prohibido está permitido, aunque una conducta choque frontalmente con el sentido común.
Por desgracia, hoy la libertad parece que solo puede defenderse a base de prohibiciones. Mal asunto cuando el único camino para defender la libertad de cada individuo es el que pasa por limitar, restringir o coartar la libertad de los demás. Me pregunto sí las generaciones que hayan sido educadas en una sociedad tan propensa a tirar de normas y reglamentos para regular las conductas a base de prohibiciones, podrían vivir en una sociedad verdaderamente libre, en la que la conducta de cada uno se inspirase en un concepto más elevado de la libertad, en la dignidad del ser humano y en el respeto de nuestros semejantes.