Lo
que tenía que pasar ha sucedido. Una alternativa al partido de la derecha
tradicional ha irrumpido en las últimas elecciones andaluzas, conquistando el
espacio disponible, que todo el mundo pensaba que se había abierto al otro
lado, es decir, en el centro del espectro político. Parece que ni los analistas
más conspicuos habían previsto que los votantes de derechas, desencantados por
la corrupción galopante y los desmanes cometidos por los gobiernos
conservadores en distintos ámbitos territoriales o, tal vez, irritados por la
falta de contundencia del Estado frente a los secesionistas catalanes, pudieran
dar su voto a otro partido capaz de llevar los postulados de la derecha
española a sus últimas consecuencias, y no fuesen a decantarse necesariamente
por posiciones más moderadas.
Y
dichos analistas parecen asombrados todavía de que el partido de derechas
mayoritario, a pesar de haber obtenido el peor resultado de su historia en la
comunidad autónoma, aparezca pletórico, dé por buenos los resultados de los
comicios y esté dispuesto a pactar con quien haga falta para formar gobierno. Por
otra parte, periodistas, y medios de comunicación en general, se muestran
desconcertados y se preguntan de dónde ha salido ese ingente número de votantes
radicales. Y, por último, al día siguiente de las elecciones, se convocan
protestas y manifestaciones y se habla de la necesidad de acuerdos para cerrar
el paso a la extrema derecha.
Parece
que nadie se haya dado cuenta de que los votantes de esa nueva formación son aquellos
que, antes de estas elecciones, votaban al partido conservador mayoritario;
partido que, hasta hace poco, aglutinaba a todos los votantes de derechas.
Desde los más moderados, hasta los más extremistas. Los más moderados supongo
que hace tiempo que empezaron a migrar hacia otras formaciones. Pero los
extremistas parecían estar desorientados y resistirse a cambiar su voto. Hasta
ahora.
Si
el partido conservador mayoritario da por buenos esos resultados es porque los
votantes de esa nueva formación eran, hasta hace poco, sus propios votantes.
Así que se muestra más que dispuesto a llegar a acuerdos, con la esperanza de
recuperar, algún día, esos votos y, en el peor de los casos, obtener la
indulgencia que le permita reconquistar el poder. Y parece que esa indulgencia
ya le ha sido otorgada porque, para acabar con la corrupción socialista, la
nueva formación, al tiempo que clama contra esa corrupción ‘de izquierdas’,
encomienda las labores del gobierno autonómico al partido más corrupto de la
historia de la democracia española.
Y
todo esto, a la izquierda, la ha cogido fuera de juego o durmiendo la siesta.
Con un partido noqueado por la constatación de su financiación irregular y los
escándalos de corrupción, con la plana mayor de su primer presidente del
gobierno en la cárcel o dando cuenta de sus fechorías ante los tribunales y un
líder nacional con un discurso rancio, heredero de la línea dura del partido,
¿quién iba a prever que la reacción de la derecha iba a venir de la mano de un
partido aún más reaccionario? Un partido al que no le pesa ninguno de esos
lastres, y al que, por eso, los votantes de derechas pueden votar con la
conciencia tranquila.
Paradójicamente,
este vuelco electoral y la fragmentación creciente de las formaciones políticas
se produce coincidiendo con el cuadragésimo aniversario de la Constitución
española y del nacimiento de un régimen democrático que algunos consideran
tardofranquista. Y, hasta cierto punto, parece que nos encontramos en un
escenario político parecido al que teníamos hace cuarenta años.
Sin embargo, hay algunas
sutiles diferencias, porque el Congreso de los Diputados, que en aquel momento,
cuarenta años después de que terminara una guerra civil que dejó las cunetas
llenas de cadáveres y las cárceles llenas de presos políticos, fue el escenario
de consensos históricos y transacciones cruciales, entre fuerzas políticas
antagónicas, para garantizar la convivencia en este país, se ha convertido en
una especie de tertulia televisiva, en la que personajes de dudosa formación
cívica y política muestran una conducta poco respetuosa, hacen uso de un
lenguaje censurable en cualquier ámbito, recurren sistemáticamente a la
descalificación y al insulto, y se muestran incapaces de dialogar y, mucho
menos, de llegar a acuerdos.
Soy de los que piensan
que, después de cuarenta años, algunas de nuestras normas necesitan una
revisión a fondo; que la libre elección de nuestros representantes, incluido el
Jefe del Estado, es la única forma de garantizar la legitimidad de un sistema
de gobierno, pero que también es necesario decidir qué sistema de gobierno queremos;
que, sin negar su valor, es necesario renovar acuerdos entre fuerzas políticas,
sociales y económicas, entre otras cosas porque sin salarios dignos es
imposible financiar un sistema de Seguridad Social, pero tampoco se puede mantener,
a largo plazo, un sistema de producción basado en el consumo; que hace falta evaluar
el saldo de una política económica que, en los últimos tiempos, ha enriquecido
a algunos pero ha empobrecido a otros muchos; que la deriva de nuestro sistema
de organización territorial ha hecho posible que la corrupción campe a sus
anchas en ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas, además de
habernos vuelto menos solidarios y más ineficaces; que, después de episodios
como la sentencia del impuesto de las hipotecas o la ‘designación’ del
presidente del Consejo General del Poder Judicial, la independencia de ese
Poder Judicial ha quedado seriamente en entredicho; que la inmigración es un
fenómeno global que no se resuelve con muros ni concertinas, pero tampoco
abriendo de par en par las fronteras, sino garantizando unas condiciones de
vida dignas en sus países de procedencia a los que huyen de la miseria, la guerra
y el terror.
Pero también creo que
todas estas cuestiones no se pueden abordar seriamente alimentando la
confrontación desde las instituciones y los partidos políticos, enarbolando
banderas o tocando arrebato después de haber sido incapaz de movilizar a la
ciudadanía para que acuda a su colegio electoral el día de las elecciones. En
el momento político actual, nadie va a barrer mañana a sus rivales del
escenario parlamentario, ninguna fuerza se va a imponer como no sea,
precisamente, por la fuerza. Y, por eso, es necesario descender algunos peldaños
desde la atalaya en la que cada uno ha estado defendiendo sus principios e
ideas, para transigir y llegar a acuerdos. Pero, para eso, es necesario primero
recuperar la consideración y el respeto por el otro. De lo contrario estamos
condenados al fracaso y a la proliferación de los discursos intolerantes y,
también, a medio plazo, a un conflicto que nos empobrecerá como sociedad y
acentuará las desigualdades y el odio. Y que, a largo plazo, puede llegar a
destruirnos.