Hay un parque cerca de casa donde voy a correr siempre que
puedo. Lo prefiero a las rutas urbanas, que me obligan a transitar por la acera
y a esperar en los semáforos, siempre flanqueado por coches y autobuses que
rugen cuando pasan a mi lado o ronronean en esos mismos semáforos, cuando es a
ellos a los que les toca esperar, y que, con su ruido incesante, me recuerdan
la heterogénea mezcla de gases que aspiro con cada bocanada de aire, y el
dudoso beneficio que eso le reporta a mi sistema respiratorio.
Muchas veces, en esta época del año, cuando salgo de casa,
está empezando a atardecer y se me hace de noche a mitad de recorrido. Pero,
aun así, siempre intento pasar por el parque, aunque haya oscurecido. Si es muy
tarde, apenas corro unos cientos de metros, por el camino de grava que flanquea
el perímetro exterior, y vuelvo a mi ruta urbana, dejando atrás el arrullo de
las copas de los árboles mecidas por el viento nocturno. Pero, si no es muy
tarde, me adentro en las sendas que discurren entre la vegetación, por una de
las cancelas que permanecen abiertas horas más tarde de que se haya hecho
completamente de noche.
En esas ocasiones, llega un momento en el que la luz se
vuelve incierta y las sombras empiezan a envolver las formas y el contorno de
las cosas. El paisaje se difumina poco a poco y, en algún momento, es imposible
ver con claridad el terreno que se pisa. Sobre todo si la senda está cortada y
hay que adentrarse entre los árboles buscando un camino alternativo.
Siempre que me pasa eso, antes de arriesgarme a meter el pie
en un agujero oscuro o tropezar con alguna raíz prominente, busco la salida más
cercana para volver a la seguridad del asfalto. Pero todas las salidas quedan
del mismo lado, porque por el lado opuesto cierra el paso la vía del ferrocarril,
que corre paralela al parque, aunque separada de él por una valla metálica. Por
la tarde, es fácil escuchar un tren de mercancías que pasa a media velocidad o
uno de cercanías que transita con las ventanas iluminadas camino del apeadero
que queda un poco más allá, y también, a veces, una locomotora herrumbrosa que
parece haber perdido los vagones con la carga que transportaba. Pero, a partir
de cierta hora, dejan de circular trenes y la vía se queda silenciosa.
Una tarde, en que el cielo estaba plomizo y amenazaba lluvia,
la oscuridad cayó sobre el parque de improviso y me sorprendió lejos de
cualquier salida. Estuve trotando un rato, extremando las precauciones, hasta
que metí el pie en una grieta y se me dobló el tobillo, produciéndome un fogonazo
de dolor intenso. No es la primera vez que me tuerzo un tobillo corriendo,
pero, en esta ocasión, me pareció que, sí seguía haciéndolo en la oscuridad,
asumía el riesgo de hacerme daño de verdad. Así que me paré y puse una rodilla
en tierra para palparme el pie. Fue entonces cuando, al levantar la cabeza, vi
una sombra que se deslizaba a mi derecha, unos metros más adelante de donde yo
me encontraba.
En ocasiones, corriendo en la penumbra del parque, me he
cruzado con otros corredores que trataban de alumbrarse penosamente con la luz
de sus teléfonos móviles, o con gente que paseaba a sus perros, a los que habían
colocado un collar con luces de colores, para poder localizarlos en la
oscuridad. Pero, en esta ocasión, lo que quiera que fuese aquello no llevaba
ninguna luz. Era una figura apenas visible, que pude identificar por un
movimiento fugaz, antes de que desapareciera de mi vista. Me incorporé y camine
unos pasos, sintiendo un rescoldo de leve dolor en la articulación y, al llegar
al punto en que había desaparecido sigilosamente, vi que la valla metálica que
separa el parque de la vía del tren en ese tramo estaba doblada hacia el
exterior. Me acerque, tratando de no resbalar en la hierba húmeda que crece
sobre el desnivel que conduce hasta la cerca, y me asome al otro lado.
Al principio, sólo vi unas luces a lo lejos, que parecían
delimitar alguna parcela de un polígono industrial, más allá del terraplén
sobre el que transcurre la vía férrea. Pero luego, a un metro de distancia,
pude distinguir una forma oscura que, al asomarme, se movió ligeramente rozando
los arbustos que crecían junto a la valla. Luego escuché un leve jadeo y el chasquear
de una lengua, al que siguió un gruñido sordo. Me sobresalté y perdí el
equilibrio. El cuerpo se me fue hacia adelante y volví a poner la rodilla en
tierra, pero esta vez contra mi voluntad. Entonces sentí un aliento pesado
cerca de la cara y, otra vez, el mismo gruñido sordo. Me incorporé lentamente y
la forma se movió cerrándome el paso hacia la valla. Di unos pasos hacia atrás,
tratando de alejarme en la dirección opuesta, y el talón de mi pie izquierdo
chocó con algo duro y frío, al tiempo que las suelas de mis zapatillas resbalaban
sobre una especie de grava gruesa. En ese instante, me di cuenta de que estaba
sobre la vía del tren y un pensamiento sombrío me nubló el entendimiento.
Hay carreras que es imposible ganar, por muy deprisa que uno
pueda llegar a correr. Y, sí eso es así, correr de noche por la vía del tren
después de torcerse un tobillo, anula cualquier posibilidad de derrotar a un
rival evolutivamente mejor dotado para la carrera. Pero cuando la otra alternativa
a una mancha oscura llena de dientes es tirarse por un terraplén de longitud
incierta sin saber si esa negra amenaza te seguirá hasta un lugar no menos
oscuro, tal vez sembrado de otras formas hirientes e invisibles, la más
descabellada de las opciones puede parecer razonable.
Además, correr por la vía del tren tiene una dificultad
añadida, porque es fácil tropezar con las traviesas. Eso te obliga a medir tus
pasos para hacer coincidir la longitud de la zancada con la distancia entre
ellas. Pero si pones demasiada atención en la pisada puedes no correr lo
bastante rápido. Por eso, a veces, es mejor no pensar, dejar que el cuerpo actúe
y que tu cerebro inconsciente tome las riendas. Mi cerebro sabe que la
distancia entre las traviesas es siempre la misma. No hace falta que yo se lo
recuerde a cada paso. Si dejó que él se ocupe de eso, tal vez pueda pensar en
otra cosa o darme cuenta de algo. Tal vez pueda escuchar como ese jadeo se va
acercando. Tal vez pueda decidir saltar al precipicio que, al cabo de unos
cuantos metros, se abre a ambos lados de la vía. Tal vez pueda ver esa luz que
se intuye en la lejanía. Tal vez pueda sentir la leve trepidación que sacude
los raíles.
Pero, aunque pueda ser consciente de todo eso, puede que siga
corriendo en la oscuridad por esa senda angosta, mientras escucho unas pisadas
furtivas que se acercan, imaginando unos ojos amarillos que me acechan en la
oscuridad, sintiendo el viento húmedo que acaricia el pelaje de la bestia.
Hasta que sea demasiado tarde, y la luz esté lo bastante cerca. Entonces, quizá
distinga con claridad su forma espeluznante, pueda verla resoplar al tiempo que
se abalanza sobre mí. Solo entonces saltaré al vacío y la escucharé pasar sobre
mi cabeza, haciendo temblar la tierra a su paso, inundando el aire con su olor
a óxido, llenando con su estruendo metálico la noche sin estrellas.
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