viernes, 24 de enero de 2020

La oficina siniestra


         Salvo mi breve estancia en la universidad, siempre he trabajado en una oficina. Y, aun cuando daba clases, pasaba mis horas de tutoría en un despacho cuyas reducidísimas dimensiones impedían que los alumnos que venían a visitarme pudiesen tomar asiento sin cerrar previamente la puerta, lo que liberaba el espacio suficiente para acomodar una silla a la distancia  imprescindible de la mesa para no pelarse las rodillas mientras trataban de resolver sus dudas sobre la materia o revisaban las calificaciones de sus exámenes.
         En mi puesto de trabajo actual dispongo de un despacho bastante más amplio que, no obstante, da a un húmedo patio interior en el que, en verano, incuban sus huevos unas mosquitas que con su vuelo lento pero escurridizo ponen a prueba mi paciencia transitando por delante de la pantalla del ordenador. Las moscas no son los únicos seres vivos que moran en el patio. También hay un perro cuyos ladridos estridentes delatan la presencia de cualquier intruso, incluido yo mismo hasta que el animal se acostumbró a oírme subir enérgicamente las persianas a primera hora de la mañana. Todos los días, a una hora indeterminada, la propietaria del bajo lo deja salir al patio mientras lo apremia a hacer sus necesidades, al estimulante grito de “¡Venga, a hacer pipí!”.
         Pero en mi oficina hay también otros animales, que se dejan ver únicamente cuando suben las temperaturas, de cuya presencia debió hacerme sospechar una extraña cajita de cartón abierta por los laterales que me encontré debajo de la mesa cuando entré en mi despacho por primera vez y que, inconscientemente, estuve a punto de tirar a la papelera. El último verano tuve dos encuentros inesperados con estos animalillos, que, por alguna extraña razón, se me aproximaron de manera espontánea. Durante nuestro primer encuentro, una cucaracha de considerables dimensiones estuvo a punto de deslizarse por el cuello de mi camisa, después de precipitarse desde las alturas. Y, durante el segundo, rascándome el tobillo, conseguí frustrar por poco el intento de otro espécimen de trepar entre el calcetín y la pernera del pantalón.
         El suelo de mi despacho está cubierto por una moqueta raída de un desvaído color marrón que estoy convencido de que alguien puso para ocultar algo. Todavía no sé si un crimen o un tesoro. También estoy seguro de que otro u otros individuos han tratado de descubrir una cosa o la otra, levantando la moqueta y picando sobre el piso. Y esto último lo sé porque justo debajo de mi silla hay un socavón que la moqueta no consigue disimular, en el que las ruedas de la silla se quedan trabadas cuando me arrimo o me separo de la mesa, por ejemplo, sí de repente me apremia la necesidad de ir al servicio cuando el perro de la vecina de abajo se hace el remolón y la obliga a repetir insistentemente sus exhortaciones.
         Aunque esto pueda resultar extraño, sospecho que si me quedo en esta habitación el tiempo suficiente, tal vez, todavía pueda descubrir algo más extraordinario. El anterior inquilino de mi despacho me contó que, al abrir la puerta de lo que yo creía que era un armario empotrado y que resultó ser un habitáculo irregular cuya utilidad se reduce a albergar lo que parece el tiro de una chimenea o el conducto de la calefacción, una gruesa rama leñosa estuvo a punto de golpearle en la cara, y que solo con gran esfuerzo consiguió desarraigarla y deshacerse de ella. Así que, de vez en cuando, abro el armario y examino su interior con el vago temor de encontrarme una selva incipiente brotando de las paredes.
         En invierno, cuando llego a la oficina por la mañana, todavía es de noche. Frecuentemente, soy el primero en llegar. Entonces, abro la cerradura doble de la cancela y avanzo por el pasillo a oscuras con el faro de la bicicleta desvaneciendo las sombras a medida que me dirijo al cuarto de la fotocopiadora. Allí dejo la bici y empiezo a subir las escaleras mientras me quito los guantes, aunque me dejo puesto el casco y me cierro el cuello de la camisa, por si se cae algo desde el techo. Voy encendiendo luces a mi paso, primero las de la escalera, luego las del pasillo del piso de arriba y, después de doblar un recodo a la derecha, las de mi despacho. Y, un segundo antes de accionar el interruptor o mientras las luces parpadean un instante, al tiempo que unos ladridos quiebran súbitamente el silencio, a veces me ha parecido ver la moqueta levantada, un pico apoyado en la pared o el armario abierto de par en par y una soga pendiendo de la gruesa rama de un árbol.

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