Salvo mi breve estancia en la
universidad, siempre he trabajado en una oficina. Y, aun cuando daba clases,
pasaba mis horas de tutoría en un despacho cuyas reducidísimas dimensiones impedían
que los alumnos que venían a visitarme pudiesen tomar asiento sin cerrar
previamente la puerta, lo que liberaba el espacio suficiente para acomodar una
silla a la distancia imprescindible de
la mesa para no pelarse las rodillas mientras trataban de resolver sus dudas
sobre la materia o revisaban las calificaciones de sus exámenes.
En mi puesto de trabajo actual dispongo
de un despacho bastante más amplio que, no obstante, da a un húmedo patio
interior en el que, en verano, incuban sus huevos unas mosquitas que con su vuelo
lento pero escurridizo ponen a prueba mi paciencia transitando por delante de
la pantalla del ordenador. Las moscas no son los únicos seres vivos que moran
en el patio. También hay un perro cuyos ladridos estridentes delatan la
presencia de cualquier intruso, incluido yo mismo hasta que el animal se
acostumbró a oírme subir enérgicamente las persianas a primera hora de la
mañana. Todos los días, a una hora indeterminada, la propietaria del bajo lo
deja salir al patio mientras lo apremia a hacer sus necesidades, al estimulante
grito de “¡Venga, a hacer pipí!”.
Pero en mi oficina hay también otros
animales, que se dejan ver únicamente cuando suben las temperaturas, de cuya
presencia debió hacerme sospechar una extraña cajita de cartón abierta por los
laterales que me encontré debajo de la mesa cuando entré en mi despacho por primera
vez y que, inconscientemente, estuve a punto de tirar a la papelera. El último
verano tuve dos encuentros inesperados con estos animalillos, que, por alguna
extraña razón, se me aproximaron de manera espontánea. Durante nuestro primer
encuentro, una cucaracha de considerables dimensiones estuvo a punto de
deslizarse por el cuello de mi camisa, después de precipitarse desde las
alturas. Y, durante el segundo, rascándome el tobillo, conseguí frustrar por
poco el intento de otro espécimen de trepar entre el calcetín y la pernera del pantalón.
El suelo de mi despacho está cubierto
por una moqueta raída de un desvaído color marrón que estoy convencido de que alguien
puso para ocultar algo. Todavía no sé si un crimen o un tesoro. También estoy
seguro de que otro u otros individuos han tratado de descubrir una cosa o la
otra, levantando la moqueta y picando sobre el piso. Y esto último lo sé porque
justo debajo de mi silla hay un socavón que la moqueta no consigue disimular,
en el que las ruedas de la silla se quedan trabadas cuando me arrimo o me
separo de la mesa, por ejemplo, sí de repente me apremia la necesidad de ir al
servicio cuando el perro de la vecina de abajo se hace el remolón y la obliga a
repetir insistentemente sus exhortaciones.
Aunque esto pueda resultar extraño, sospecho
que si me quedo en esta habitación el tiempo suficiente, tal vez, todavía pueda
descubrir algo más extraordinario. El anterior inquilino de mi despacho me contó
que, al abrir la puerta de lo que yo creía que era un armario empotrado y que
resultó ser un habitáculo irregular cuya utilidad se reduce a albergar lo que
parece el tiro de una chimenea o el conducto de la calefacción, una gruesa rama
leñosa estuvo a punto de golpearle en la cara, y que solo con gran esfuerzo consiguió
desarraigarla y deshacerse de ella. Así que, de vez en cuando, abro el armario
y examino su interior con el vago temor de encontrarme una selva incipiente
brotando de las paredes.
En invierno, cuando llego a la oficina por
la mañana, todavía es de noche. Frecuentemente, soy el primero en llegar.
Entonces, abro la cerradura doble de la cancela y avanzo por el pasillo a
oscuras con el faro de la bicicleta desvaneciendo las sombras a medida que me
dirijo al cuarto de la fotocopiadora. Allí dejo la bici y empiezo a subir las
escaleras mientras me quito los guantes, aunque me dejo puesto el casco y me
cierro el cuello de la camisa, por si se cae algo desde el techo. Voy
encendiendo luces a mi paso, primero las de la escalera, luego las del pasillo
del piso de arriba y, después de doblar un recodo a la derecha, las de mi
despacho. Y, un segundo antes de accionar el interruptor o mientras las luces
parpadean un instante, al tiempo que unos ladridos quiebran súbitamente el
silencio, a veces me ha parecido ver la moqueta levantada, un pico apoyado en
la pared o el armario abierto de par en par y una soga pendiendo de la gruesa
rama de un árbol.
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