viernes, 27 de marzo de 2020

El corredor cautivo


         Hace dos semanas que no piso la calle salvo para tirar la basura y, cuando lo hago, voy provisto de guantes y uso una mascarilla que me dan el aspecto del miembro de un equipo de desinfección que, por razones desconocidas, se ha separado de sus compañeros y patrulla en solitario buscando patógenos a los que estrangular con sus propias manos. Procuro bajar cuando calculo que no voy a encontrarme con nadie; pero, invariablemente, cuando llego al portal, se abre la puerta del ascensor y de su interior sale un vecino con uno o dos chuchos que, sin dejarse intimidar por mi aspecto, me pasan por delante empujando la bolsa de residuos orgánicos y embisten la puerta con determinación canina, como si supieran que ellos no necesitan una justificación para salir a la calle a hacer sus cosas.
         Es difícil para un corredor quedarse, de la noche a la mañana, recluido entre cuatro paredes, aunque sean las de tu propia casa, salvo que tu casa disponga de un jardín versallesco, lo que no es el caso. Cuando sales a correr, al terminar la sesión de ese día, siempre piensas en el día siguiente. Por ejemplo, si las sensaciones han sido buenas y el ritmo vivo, consideras que eso te da una excusa para tomártelo con más calma el próximo día. Y, si el fin de semana amenaza lluvia, decides aplazar la tirada larga que tenías previsto hacer el domingo (en contra de lo que pueda parecer, los corredores también procrastinamos). Pero lo que no piensas es que el próximo día puede ser dentro de ocho, diez o doce semanas, ni se te pasa por la cabeza si ese día lloverá o si después saldrá el sol invitándote a correr chapoteando sobre las aceras llenas de charcos.
Tal vez, si lo hubiera pensado, tan solo por un momento, ese día, al atardecer, le habría dado una vuelta más al parque, aun a riesgo de tropezar en la oscuridad con las raíces o golpearme la cabeza con una rama de algún árbol solitario que decidiera salirme al paso, o de toparme con un sabueso sin una bolsa de residuos orgánicos que ofrecerle para no tener que constatar hasta dónde puede llegar su determinación cuando ninguna puerta se interpone en su camino; o, esa tarde, habría corrido junto al cauce del río para fotografiar la luna sobre el agua, remansada más allá del último puente; o tal vez habría atravesado ese puente entre el tráfico rodado para explorar la otra orilla que ahora se me antoja llena de misterio.
Así pues, después de un fin de semana de tregua y temiendo las indeseables y previsibles consecuencias para nuestras siluetas y niveles de colesterol de un encierro prolongado, teniendo en cuenta además las alternativas o, mejor,  la ausencia de ellas, la semana pasada mi mujer buscó en Youtube  un tutorial apto para todas las edades y distintos estados de forma física en que nos encontramos los cuatro miembros de la familia, desplazamos las butacas y el sofá para liberar el espacio necesario y levantamos de la cama a mis dos hijas, que accedieron a sumarse a la iniciativa sin protestar demasiado.
Hemos empezado por unas rutinas sencillas y no demasiado exigentes, o eso parecía al principio, a juzgar por la locuacidad y aspecto sonriente de la monitora (como todos sabemos, Internet está poblado de gente oscura y cargada de aviesas intenciones). Afortunadamente, estoy lo suficientemente seguro de mi masculinidad como para que no me afecte mucho que todos sus tutoriales empiecen con un invariable ‘hola guapísimas’, pero seguir el ritmo de la clase haciendo gala de la adecuada coordinación no siempre se me da igual de bien, algo que se encargan de poner innecesariamente de manifiesto mis dos hijas, que aprovechan cualquier oportunidad para valorar despiadadamente las destrezas de sus progenitores
No obstante, con el paso de los días, hemos descubierto que hay músculos cuya existencia desconocíamos y también otros de nombre más conocido que protestan igualmente durante días si los hacemos trabajar más de lo habitual. Y eso está bien porque cuando alguien hace escarnio de sus mayores, sus risas van acompañadas de unas dolorosas punzadas en el abdomen que les recuerdan que la coordinación no basta para salir bien librado de cualquier desafío y que burlarse de su padre es algo detestable que merece un castigo instantáneo.

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