domingo, 22 de marzo de 2020

Un horizonte lejano


            Hace un par de semanas me aventuraba a imaginar cómo sería una sociedad distópica, en la que las fábricas tuvieran que cerrar, en la que el patio de los colegios se quedara desierto y silencioso, en la que las aulas de los institutos y las universidades permanecieran vacíos, estuviese prohibido ir al cine o salir a comer a un restaurante y tomar café en una terraza al aire libre, en la que los ciudadanos tuvieran que permanecer confinados en sus domicilios, a su pesar, sin bajar a la calle más que para recoger los suministros estrictamente necesarios para garantizar su supervivencia. Ahora, casi todo eso forma parte de nuestra realidad cotidiana, pero no terminamos de creerlo porque, a pesar de que, superando fronteras y sobrevolando océanos, la pandemia se extiende silenciosamente pero sin parar, sigue seleccionando a sus víctimas mortales a partir de unos patrones que, a la mayoría, nos hacen sentir a salvo.
            Por eso es imposible asomarse a la ventana sin ver a alguien paseando despaciosamente con un perro que olisquea la acera a pocos metros de distancia; empujando el carro de la compra medio vacío a cualquier hora de la mañana o de la tarde rumbo a un establecimiento lejano; caminando con gesto indolente, balanceando una bolsa en una mano y radiando el parte de guerra por el móvil en la otra o subiéndose en su coche con propósito ignorado y destino a ninguna parte; y por eso también, cuando llega el fin de semana, esos mismos automóviles colapsan las salidas de las ciudades. Es como si para muchos esto no fuera con ellos y cumplieran de mala gana las recomendaciones de las autoridades, haciéndose los remolones y tratando de burlar la cuarentena.
            Cuando trato de buscarle una explicación a ese comportamiento inconsciente y caprichoso, la única que se me ocurre, aparte de la estupidez humana, es que quienes desoyen las recomendaciones sienten que, en el escenario actual, y probablemente en el que se avecina, no tienen nada que perder. En este sentido, supongo que los que tengan padres ancianos serán más cautos a la hora de conducirse en su día a día, que esos mismos ancianos tratarán de protegerse permaneciendo en sus casas (aunque de todo hay, conozco casos de octogenarios intrépidos que salen a la calle a diario, a los que esta pandemia comparada con la posguerra debe parecerles un juego de niños asustados de su propia sombra), que los trabajadores de los servicios de salud, los policías, los empleados de los supermercados y todos los que estén expuestos permanentemente al virus y sus familias se tomarán esto mucho más en serio. Pero, tal vez, el resto no valore que lo que se le pide es realmente poco, tan solo que se quede en su casa, sino que esté pensando en lo que se le ofrece a cambio de observar ese comportamiento.
            En este sentido, si alguien no pertenece a un grupo de riesgo, si puede seguir acudiendo a su despacho o a su centro de trabajo sin peligro aparente y piensa que, a medio plazo, su empleo tampoco peligra, o tiene su sustento garantizado porque no necesita trabajar, si tan solo ha tenido que dejar de ir a clase y puede dedicarse a holgazanear en su habitación o ya disponía de todo el tiempo del mundo porque se encontraba desempleado, puede pensar que quedarse en su casa no le ofrece ninguna contrapartida y es tan solo un fastidio. Y si a eso se le suman una serie de circunstancias aparentemente menos relevantes, como que la liga de fútbol está suspendida, que los realitys televisivos han dejado de emitirse, que no se puede ir al gimnasio, que  tampoco se puede viajar al extranjero, ni irse a la playa el fin de semana, que la mayoría de la población no tiene el hábito de leer ni cultiva otras aficiones, uno empieza a vislumbrar las razones por las que la gente no ha sido capaz de quedarse tranquilamente en su casa.
            El razonamiento es simple, si no pertenezco a un grupo de riesgo y, por lo tanto, aunque me contagie, no me voy a morir de esto y en el peor de los casos voy a tener los síntomas de la gripe, y pienso que la pandemia no compromete mi futuro inmediato, quedarme en casa no me reporta ningún beneficio y puesto que la sociedad no está haciendo nada por mí, yo no tengo porque hacer o, mejor dicho, dejar de hacer nada por la sociedad en la que vivo. No se trata por tanto del sacrificio que yo tengo que hacer sino de lo que puedo perder si no lo hago. Si no tengo nada que perder o ya había perdido lo que ahora otros ven en riesgo, sencillamente, esto no va conmigo.
            Hay quien dice que esta prueba puede ser una oportunidad para replantearnos nuestra compulsiva forma de vivir, que tal vez a partir de esta experiencia desdichada podamos reordenar nuestras prioridades, reencontrarnos con nuestros semejantes, hallar el tiempo y el sosiego necesarios para escucharnos los unos a los otros y además detener el deterioro de nuestro planeta. Pero yo creo que esta experiencia también está aireando nuestras miserias, nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo y aunar esfuerzos, nuestra forma egoísta de afrontar los problemas, nuestra insolidaridad y frívola despreocupación, la indiferencia con la que miramos a nuestro alrededor y lo poco dispuestos que estamos a sacrificarnos sin obtener una contrapartida inmediata.
Temo que, hoy por hoy, tal vez sea necesaria una prueba mucho más difícil para hacernos reaccionar, pero, ¿quién sabe? Quizás solo estamos empezando a adentrarnos en un territorio desconocido, por un camino que nadie conoce, hacia un destino que nos obligue a dar lo mejor de cada uno para no terminar pereciendo.

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