Hace
un par de semanas me aventuraba a imaginar cómo sería una sociedad distópica,
en la que las fábricas tuvieran que cerrar, en la que el patio de los colegios se
quedara desierto y silencioso, en la que las aulas de los institutos y las universidades
permanecieran vacíos, estuviese prohibido ir al cine o salir a comer a un
restaurante y tomar café en una terraza al aire libre, en la que los ciudadanos
tuvieran que permanecer confinados en sus domicilios, a su pesar, sin bajar a
la calle más que para recoger los suministros estrictamente necesarios para
garantizar su supervivencia. Ahora, casi todo eso forma parte de nuestra
realidad cotidiana, pero no terminamos de creerlo porque, a pesar de que,
superando fronteras y sobrevolando océanos, la pandemia se extiende
silenciosamente pero sin parar, sigue seleccionando a sus víctimas mortales a
partir de unos patrones que, a la mayoría, nos hacen sentir a salvo.
Por
eso es imposible asomarse a la ventana sin ver a alguien paseando
despaciosamente con un perro que olisquea la acera a pocos metros de distancia;
empujando el carro de la compra medio vacío a cualquier hora de la mañana o de
la tarde rumbo a un establecimiento lejano; caminando con gesto indolente, balanceando
una bolsa en una mano y radiando el parte de guerra por el móvil en la otra o
subiéndose en su coche con propósito ignorado y destino a ninguna parte; y por
eso también, cuando llega el fin de semana, esos mismos automóviles colapsan
las salidas de las ciudades. Es como si para muchos esto no fuera con ellos y
cumplieran de mala gana las recomendaciones de las autoridades, haciéndose los
remolones y tratando de burlar la cuarentena.
Cuando
trato de buscarle una explicación a ese comportamiento inconsciente y
caprichoso, la única que se me ocurre, aparte de la estupidez humana, es que
quienes desoyen las recomendaciones sienten que, en el escenario actual, y probablemente
en el que se avecina, no tienen nada que perder. En este sentido, supongo que
los que tengan padres ancianos serán más cautos a la hora de conducirse en su
día a día, que esos mismos ancianos tratarán de protegerse permaneciendo en sus
casas (aunque de todo hay, conozco casos de octogenarios intrépidos que salen a
la calle a diario, a los que esta pandemia comparada con la posguerra debe
parecerles un juego de niños asustados de su propia sombra), que los
trabajadores de los servicios de salud, los policías, los empleados de los
supermercados y todos los que estén expuestos permanentemente al virus y sus
familias se tomarán esto mucho más en serio. Pero, tal vez, el resto no valore
que lo que se le pide es realmente poco, tan solo que se quede en su casa, sino
que esté pensando en lo que se le ofrece a cambio de observar ese
comportamiento.
En
este sentido, si alguien no pertenece a un grupo de riesgo, si puede seguir
acudiendo a su despacho o a su centro de trabajo sin peligro aparente y piensa
que, a medio plazo, su empleo tampoco peligra, o tiene su sustento garantizado
porque no necesita trabajar, si tan solo ha tenido que dejar de ir a clase y
puede dedicarse a holgazanear en su habitación o ya disponía de todo el tiempo
del mundo porque se encontraba desempleado, puede pensar que quedarse en su
casa no le ofrece ninguna contrapartida y es tan solo un fastidio. Y si a eso
se le suman una serie de circunstancias aparentemente menos relevantes, como que
la liga de fútbol está suspendida, que los realitys televisivos han dejado de
emitirse, que no se puede ir al gimnasio, que tampoco se puede viajar al extranjero, ni irse
a la playa el fin de semana, que la mayoría de la población no tiene el hábito
de leer ni cultiva otras aficiones, uno empieza a vislumbrar las razones por
las que la gente no ha sido capaz de quedarse tranquilamente en su casa.
El
razonamiento es simple, si no pertenezco a un grupo de riesgo y, por lo tanto,
aunque me contagie, no me voy a morir de esto y en el peor de los casos voy a
tener los síntomas de la gripe, y pienso que la pandemia no compromete mi futuro
inmediato, quedarme en casa no me reporta ningún beneficio y puesto que la
sociedad no está haciendo nada por mí, yo no tengo porque hacer o, mejor dicho,
dejar de hacer nada por la sociedad en la que vivo. No se trata por tanto del
sacrificio que yo tengo que hacer sino de lo que puedo perder si no lo hago. Si
no tengo nada que perder o ya había perdido lo que ahora otros ven en riesgo,
sencillamente, esto no va conmigo.
Hay
quien dice que esta prueba puede ser una oportunidad para replantearnos nuestra
compulsiva forma de vivir, que tal vez a partir de esta experiencia desdichada podamos
reordenar nuestras prioridades, reencontrarnos con nuestros semejantes, hallar
el tiempo y el sosiego necesarios para escucharnos los unos a los otros y además
detener el deterioro de nuestro planeta. Pero yo creo que esta experiencia
también está aireando nuestras miserias, nuestra incapacidad para ponernos de
acuerdo y aunar esfuerzos, nuestra forma egoísta de afrontar los problemas,
nuestra insolidaridad y frívola despreocupación, la indiferencia con la que
miramos a nuestro alrededor y lo poco dispuestos que estamos a sacrificarnos
sin obtener una contrapartida inmediata.
Temo que, hoy por
hoy, tal vez sea necesaria una prueba mucho más difícil para hacernos
reaccionar, pero, ¿quién sabe? Quizás solo estamos empezando a adentrarnos en
un territorio desconocido, por un camino que nadie conoce, hacia un destino que
nos obligue a dar lo mejor de cada uno para no terminar pereciendo.
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