sábado, 23 de mayo de 2020

Las carencias del sistema


            El confinamiento ha puesto en evidencia las carencias de nuestro sistema de producción, basado muchas veces en la deslocalización, que por esta razón nos ha dejado a merced de un virus letal sin mascarillas que llevarnos a la cara o ha permitido que nos estafasen con material defectuoso adquirido con el objetivo de prevenir o evitar los contagios; y también de un sistema de salud que se suponía el mejor del mundo, pero que no disponía de camas ni recursos suficientes para atender a la población infectada. Además, de la noche a la mañana, hemos descubierto que la administración de justicia solo necesitaba un par de meses de inactividad para pasar, si alguien no lo remedia, de una situación de atasco crónico al colapso total.
Pero sobre todo estas semanas hemos aprendido que los populistas, cuando están en el gobierno, son los que peor gestionan las emergencias sanitarias, aunque estando en la oposición colaboran muy poco y hacen muchísimo ruido, lo cual pone en duda sus capacidades, y probablemente su voluntad, de implicarse en cuestiones que no tengan que ver con la economía o más bien con el enriquecimiento a corto plazo.
            El periodo de cuarentena también ha sacado a la luz otros aspectos de la realidad que habían permanecido ocultos hasta ahora. Así, los vídeos subidos a redes sociales, las videoconferencias y las historias de Instagram nos han permitido comparar nuestras casas con las de los demás. Y estos días resulta obsceno ver como algunos deportistas famosos se exhiben haciendo ejercicio en los gimnasios de sus casas mientras profesores universitarios tienen que buscar una habitación en las suyas a la que llegue la señal wifi para poder dar clase a sus alumnos.
            Y es que otro damnificado por la pandemia ha sido sin duda el sistema educativo. Solo ha hecho falta mandar a los alumnos a sus casas para poner en evidencia las carencias tanto de estos como del profesorado. Empezando por este último, después de toda una vida echándole la culpa al sistema y a las sucesivas reformas educativas de las deficiencias de la educación en nuestro país, de repente hemos descubierto que un buen puñado de los maestros y profesores que dan clase a nuestros hijos son unos vagos o unos docentes mediocres, incapaces de transmitir conocimiento y/o con pocas ganas de ejercer su magisterio.
Coincidiendo con la declaración del Estado de Alarma, algunos desaparecieron literalmente de la faz de la tierra y han tardado semanas en dar señales de vida, hasta el punto de hacer temer por su vida a sus discípulos. Eso sí, recién despertados de su letargo primaveral, la mayor parte de los profesores de mi hija pequeña han empezado a dar señales de no haber muerto, pero solo para mandarles tareas y deberes como si temieran no ser capaces de superar un rebrote de la pandemia, algunos de ellos en plan creativo del tipo, hazme un vídeo en francés en el que describas tu rutina diaria o mándame una fotografía tuya emulando el gesto de algún deportista célebre.
            Lo de la universidad merece un capítulo aparte. A día de hoy, mi hija mayor no sabe cómo ni cuándo van a evaluarla algunos de sus profesores que, incitados por el decano de la facultad de derecho, han estado especulando con la posibilidad de realizar exámenes presenciales en junio, julio o, incluso, septiembre, fiándolo todo a la, según ellos, previsible evolución de la pandemia y so pretexto de que si había selectividad, podía convocarse masivamente a los alumnos para examinarse en el aulario de la universidad.
            Se da además la circunstancia de que algunos de los profesores empeñados en realizar exámenes presenciales no han dado ni una sola clase virtual, limitándose a remitir apuntes o reenviar al manual recomendado a sus alumnos; mostrándose mucho más preocupados por la posibilidad de que estos puedan hacer trampas en una prueba telemática de aptitud que por transmitir algún conocimiento; cuando lo cierto es que existen sistemas de evaluación, como por ejemplo exámenes tipo ‘libro abierto’ en los que el alumno dispone de su material de estudio para realizarlos, que permiten evaluar con garantías suficientes, aunque exigen a los profesores trabajar mucho más tanto en su elaboración como en su corrección y obligan a los alumnos a estudiar de manera concienzuda la materia de la que se van a examinar.
            Claro que una buena parte del alumnado se ha tomado la pandemia como unas vacaciones anticipadas, fantaseando desde el minuto uno con la posibilidad de un aprobado general y, una vez desvanecida la ilusión, protestando por las modificaciones de las guías docentes para adaptar el sistema de evaluación a las circunstancias actuales; tratando denodadamente de encontrar la manera de burlar cualquier control para superar las pruebas de aptitud, ya sea copiando, pasándose las preguntas del examen o recurriendo a familiares o alumnos de cursos superiores para realizar los exámenes suplantando su identidad; llegando a presentar una demanda judicial contra su universidad por presunta vulneración del derecho a la intimidad.
            Aun así, no faltan algunos pedagogos que elogian el desparpajo de estos muchachos, en cuanto demuestran ser capaces de desarrollar destrezas y soluciones imaginativas que les ayuden a superar los desafíos que les plantea la situación actual; lo cual, desde mi punto de vista, no es sino un elogio de la vagancia, el oportunismo y la falta de honestidad, y también una invitación a buscar cualquier atajo, en cuanto se relajen los controles, para llegar el primero a la línea de meta. Claro que, a lo mejor, me equivoco, aunque, no sé por qué, esto me recuerda los pedidos de mascarillas defectuosos, a los profesores perdidos en la bruma del coronavirus, y a los líderes populistas haciendo campaña a favor de la economía y a costa de la salud y la vida de sus semejantes.

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