El
confinamiento ha puesto en evidencia las carencias de nuestro sistema de
producción, basado muchas veces en la deslocalización, que por esta razón nos
ha dejado a merced de un virus letal sin mascarillas que llevarnos a la cara o
ha permitido que nos estafasen con material defectuoso adquirido con el
objetivo de prevenir o evitar los contagios; y también de un sistema de salud
que se suponía el mejor del mundo, pero que no disponía de camas ni recursos
suficientes para atender a la población infectada. Además, de la noche a la
mañana, hemos descubierto que la administración de justicia solo necesitaba un
par de meses de inactividad para pasar, si alguien no lo remedia, de una
situación de atasco crónico al colapso total.
Pero sobre todo estas
semanas hemos aprendido que los populistas, cuando están en el gobierno, son
los que peor gestionan las emergencias sanitarias, aunque estando en la
oposición colaboran muy poco y hacen muchísimo ruido, lo cual pone en duda sus
capacidades, y probablemente su voluntad, de implicarse en cuestiones que no tengan
que ver con la economía o más bien con el enriquecimiento a corto plazo.
El
periodo de cuarentena también ha sacado a la luz otros aspectos de la realidad
que habían permanecido ocultos hasta ahora. Así, los vídeos subidos a redes
sociales, las videoconferencias y las historias de Instagram nos han permitido
comparar nuestras casas con las de los demás. Y estos días resulta obsceno ver
como algunos deportistas famosos se exhiben haciendo ejercicio en los gimnasios
de sus casas mientras profesores universitarios tienen que buscar una
habitación en las suyas a la que llegue la señal wifi para poder dar clase a
sus alumnos.
Y
es que otro damnificado por la pandemia ha sido sin duda el sistema educativo.
Solo ha hecho falta mandar a los alumnos a sus casas para poner en evidencia
las carencias tanto de estos como del profesorado. Empezando por este último, después
de toda una vida echándole la culpa al sistema y a las sucesivas reformas
educativas de las deficiencias de la educación en nuestro país, de repente
hemos descubierto que un buen puñado de los maestros y profesores que dan clase
a nuestros hijos son unos vagos o unos docentes mediocres, incapaces de
transmitir conocimiento y/o con pocas ganas de ejercer su magisterio.
Coincidiendo con la declaración
del Estado de Alarma, algunos desaparecieron literalmente de la faz de la
tierra y han tardado semanas en dar señales de vida, hasta el punto de hacer
temer por su vida a sus discípulos. Eso sí, recién despertados de su letargo
primaveral, la mayor parte de los profesores de mi hija pequeña han empezado a
dar señales de no haber muerto, pero solo para mandarles tareas y deberes como
si temieran no ser capaces de superar un rebrote de la pandemia, algunos de
ellos en plan creativo del tipo, hazme un vídeo en francés en el que describas
tu rutina diaria o mándame una fotografía tuya emulando el gesto de algún
deportista célebre.
Lo
de la universidad merece un capítulo aparte. A día de hoy, mi hija mayor no
sabe cómo ni cuándo van a evaluarla algunos de sus profesores que, incitados
por el decano de la facultad de derecho, han estado especulando con la
posibilidad de realizar exámenes presenciales en junio, julio o, incluso,
septiembre, fiándolo todo a la, según ellos, previsible evolución de la pandemia
y so pretexto de que si había selectividad, podía convocarse masivamente a los
alumnos para examinarse en el aulario de la universidad.
Se
da además la circunstancia de que algunos de los profesores empeñados en
realizar exámenes presenciales no han dado ni una sola clase virtual,
limitándose a remitir apuntes o reenviar al manual recomendado a sus alumnos;
mostrándose mucho más preocupados por la posibilidad de que estos puedan hacer
trampas en una prueba telemática de aptitud que por transmitir algún
conocimiento; cuando lo cierto es que existen sistemas de evaluación, como por
ejemplo exámenes tipo ‘libro abierto’ en los que el alumno dispone de su
material de estudio para realizarlos, que permiten evaluar con garantías
suficientes, aunque exigen a los profesores trabajar mucho más tanto en su
elaboración como en su corrección y obligan a los alumnos a estudiar de manera
concienzuda la materia de la que se van a examinar.
Claro
que una buena parte del alumnado se ha tomado la pandemia como unas vacaciones
anticipadas, fantaseando desde el minuto uno con la posibilidad de un aprobado
general y, una vez desvanecida la ilusión, protestando por las modificaciones
de las guías docentes para adaptar el sistema de evaluación a las circunstancias
actuales; tratando denodadamente de encontrar la manera de burlar cualquier
control para superar las pruebas de aptitud, ya sea copiando, pasándose las
preguntas del examen o recurriendo a familiares o alumnos de cursos superiores
para realizar los exámenes suplantando su identidad; llegando a presentar una
demanda judicial contra su universidad por presunta vulneración del derecho a
la intimidad.
Aun
así, no faltan algunos pedagogos que elogian el desparpajo de estos muchachos, en
cuanto demuestran ser capaces de desarrollar destrezas y soluciones
imaginativas que les ayuden a superar los desafíos que les plantea la situación
actual; lo cual, desde mi punto de vista, no es sino un elogio de la vagancia,
el oportunismo y la falta de honestidad, y también una invitación a buscar
cualquier atajo, en cuanto se relajen los controles, para llegar el primero a
la línea de meta. Claro que, a lo mejor, me equivoco, aunque, no sé por qué, esto
me recuerda los pedidos de mascarillas defectuosos, a los profesores perdidos
en la bruma del coronavirus, y a los líderes populistas haciendo campaña a
favor de la economía y a costa de la salud y la vida de sus semejantes.
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