Hace meses que el comedor de nuestra
casa, única habitación a la que llega nítidamente la señal wifi, se ha
convertido en una especie de sala de usos múltiples que a duras penas cumple
con su función original, cuando los fines de semana nos sentamos alrededor de
la mesa para comer.
De esta suerte, el viernes, a las
tres de la tarde, encima de esa misma mesa es fácil encontrar una lámpara y
tres ordenadores portátiles, además de libretas, manuales, apuntes de clase,
partituras y demandas por despido, entre grapadoras y subrayadores.
Así
que, antes de poner vasos, platos, cubiertos y servilletas, es necesario desmantelar
el puesto de mando de un campamento en el que, a lo largo de la semana, se han
recibido clases de derecho penal o de piano, han tenido lugar pruebas de
aptitud de asignaturas de lengua y literatura o historia del derecho, se ha
supervisado la realización de exámenes de macroeconomía y, últimamente, se han empezado
a celebrar juicios orales por videoconferencia.
No
obstante, a veces, las actividades académicas de mis hijas se inician a horas
poco o nada compatibles con nuestra vida doméstica. Así que, dos días a la
semana, comemos en la cocina con el profesor de derecho romano de mi hija mayor,
que se dedica a ilustrar a toda la familia sobre la diferencia entre res nullius y res derelictae, mientras nos tomamos un buen plato de lentem frixum cicer. Otras veces,
nuestras actividades se solapan entre sí. De forma que, por ejemplo, cuando
todavía no ha terminado la clase de piano de mi hija pequeña, empieza la clase
de derecho penal de mi otra hija.
Pero
las tareas que desarrollamos los distintos miembros de la familia a lo largo de
la semana no son siempre compatibles entre sí. Es entonces cuando el que tiene
que examinarse, o ha convocado un examen, o ha sido emplazado para comparecer
en una vista oral, o, en su caso, tiene que interpretar una pieza de Bach
durante su clase de piano, reclama el puesto de mando, obligando a los demás a
emigrar a otras dependencias de la casa.
Por lo tanto, cabe la posibilidad de que,
en los próximos días, pueda coincidir, por ejemplo, la celebración de un juicio
por despido con un examen de filosofía del derecho. Eso sin contar con el
riesgo de que, teniendo en cuenta el cúmulo de asuntos que pesan sobre mi
jurisdicción, empiecen a señalarse juicios por la tarde, y, dada la frecuencia
con la que se retrasan las vistas orales, termine oponiéndome a una pretensión fundada
en derecho mientras comparto con mi familia una tortilla de patatas.
Trabajar en casa tiene sus ventajas, ¿qué duda cabe? Aunque también es indudable que resulta conveniente delimitar adecuadamente actividad
profesional de vida privada. De lo contrario puede suceder, y de hecho ha
sucedido, que durante una clase o un examen se quede algún micrófono abierto,
sacando a la luz la opinión de un padre sobre la aptitud del profesor de su
hijo para impartir clase, o desenmascarando las argucias de los alumnos para compartir
información privilegiada que les permita salir bien librados de una prueba para
la que no estaban suficientemente preparados.
Yo mismo, cuando estoy con amigos o compañeros de trabajo
puedo mostrarme ingenioso o dicharachero, pero estando en casa me gusta llevar
las bromas a otro nivel. Imitar voces, poner carazas o perseguir a mi hija
pequeña por el pasillo con la espalda encorvada y dejando caer los brazos a los
lados del cuerpo, con la mirada perdida y la mandíbula desencajada, son algunas
de mis especialidades. Pero no se me ocurriría hacer esas mismas cosas cuando
estoy fuera de casa. Y el problema es que, ahora puedo estar en plena
transformación zombie cuando me llamen por la aplicación del juzgado para
oponerme telemáticamente a una demanda de reclamación de cantidad. Así que, en
hipótesis, en el momento de pedirle la venia a su señoría para tomar la
palabra, me puede salir la voz impostada de Gollum reclamando su tessssoro.
Así las cosas, en tanto no mejore la conectividad de
nuestra red inalámbrica y ante la posibilidad de que esta pandemia nos obligue
a permanecer confinados nuevamente durante otra larga temporada, espero que los
letrados sigamos dispensados de usar toga durante las vistas orales, porque, la
última vez que traje la mía a casa, no pude resistir la tentación de pedirle a
una de mis hijas su varita de Harry Potter para ensayar, sin éxito, algunos encantamientos
delante del espejo, y no descarto que se me ocurra intentarlo de nuevo mientras
espero a que me den paso desde el juzgado para incorporarme a la vista oral,
con el riesgo de espetarle a la cara (cubierta con la oportuna mascarilla) a su
señoría un ‘¡Riddikulus!’ mientras
apunto con esa misma varita a la cámara de mi ordenador.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu comentario