La
semana pasada mi hija mayor vino a nuestro dormitorio y me despertó en plena
noche llamándome en voz baja: ‘Papu, ha entrado un bicho en mi cuarto, es negro
y grande’. Sin esperar más especificaciones, me levanté de un salto, me puse
las gafas casi antes de abrir los ojos y me fui decididamente en busca del
intruso ataviado con el pantalón del pijama y una zapatilla en la mano derecha
a modo de arma contundente, encendí la luz de su habitación, cerré la puerta y
la ventana para evitar que el invasor huyera por la primera sembrando el pánico
a su paso o algún secuaz suyo entrara por la segunda con la intención de
prestarle algún tipo de ayuda, y acto seguido se inició una cacería que me hizo
sudar copiosamente durante media hora, arrastrando muebles y volteando
colchones hasta que, después de un rosario de golpes fallidos y una buena rociada
de gas venenoso, pude dar cuenta de la funesta criatura que se había atrevido a
allanar mi morada.
Me
habría gustado hacerme una foto con el cadáver de mi enemigo abatido a mis pies
y abrazando el arma todavía humeante, pero seguramente luego no me habría
animado a subirla a Instagram. Después de culminar ciertas hazañas, uno no siempre
puede presumir de ser un cazador experimentado, pero he de decir que tengo una
imaginación muy viva, así que en los pocos segundos que transcurren entre el
momento de despertarme de madrugada y el de enfrentarme a algo desconocido que
solo sé que es grande y negro, me da tiempo de recrear la imagen de un
murciélago, cuya familia lleva setenta años en contacto con un virus letal,
batiendo silenciosamente sus alas por el pasillo de mi casa.
Por
otra parte, me alegro de no disponer de un rifle o una escopeta en casa, porque
la experiencia demuestra que, con independencia de la distancia a la que se
encuentre o la velocidad con la que sea capaz de desplazarse, suelo fallar
cuatro de cada cinco intentos de acertar a un blanco en movimiento, así que me
resulta fácil imaginar los destrozos que podría ocasionar utilizando munición
de cierto calibre. Será por esa razón que siempre he dudado de que fuese capaz
de un buen desempeño en el campo de batalla como no fuera recurriendo a la
guerra química, algo que hice sin muchos escrúpulos la otra noche, aunque luego
no me atreviera a hacerme una foto que ilustrara mi comportamiento poco
deportivo. Como castigo, tuve que respirar las emanaciones que mataron a mi
enemigo durante un rato hasta que conseguí hallar su cadáver. La próxima vez
tengo que acordarme de ponerme la mascarilla.
Además
de nuestro visitante nocturno, este verano por la misma ventana entró un mirlo
y hace unos meses en el salón se coló una salamanquesa. Aunque en ambos casos pude
capturarlos pacíficamente con ayuda de un trapo y desalojarlos sin hacer uso de
la violencia. A pesar de ello, a la salamanquesa parecía que le había dado un
infarto. Espero que se estuviese haciendo la muerta porque las salamanquesas me
caen simpáticas y, además, compartimos intereses como cazadores. De hecho, en
la casa de la playa hace años que convivimos con una que siempre que vemos una
película en la terraza, sale a pasear bordeando la imagen proyectada en la
pared. En cuanto a nuestro visitante nocturno, espero que a sus congéneres les
haya quedado claro que cuando se trata de determinados especímenes, no nos
interesa hacer prisioneros.
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