Siempre me ha gustado
viajar de noche, pero hace mucho tiempo que no lo hago. Aunque, cuando pienso
en alguien que coge un vuelo al atardecer o espera para embarcar en un muelle
solitario a medianoche, me imagino a un fugitivo o a un espía, también hay gente
corriente que toma un tren expreso o se sube a un autobús a última hora de la
tarde.
El año que estuve
haciendo el servicio militar, cuando me daban permiso para ir a casa, cogía
siempre el primer autobús que salía, pero también el último en regresar, con
tal que me permitiera estar de vuelta en el acuartelamiento antes del toque de
diana. Eso hizo que, durante aquel año, pasara muchas noches en la carretera,
llegando al cuartel de madrugada, completamente desvelado, para tumbarme en la
litera y dejarme vencer por el sueño después de un rato, aun siendo consciente de
que, al cabo de dos horas, el brusco despertar sería particularmente doloroso. En
esos casos, si me era posible elegir, prefería sentarme en los primeros
asientos, para poder ver a través del parabrisas delantero del autocar cómo nos
adentrábamos en la oscuridad voraz, con la luz de los faros alumbrando la línea
discontinua y la noche desparramándose silenciosamente a nuestro alrededor.
Una vez, el
autobús tuvo que parar en medio del campo como consecuencia de una avería. Y recuerdo
que, mientras la mayoría de mis compañeros de armas seguía dormitando en sus
asientos, hechos un ovillo o, a merced del enemigo, con la cabeza echada hacia
atrás y la boca abierta, algunos de nosotros bajamos para estirar las piernas,
encender un cigarrillo o charlar de cualquier cosa. Era invierno y hacía frío,
así que llevábamos puestos los abrigos largos encima de la guerrera, pero,
sobre aquella oscuridad glacial en mitad de un campo yermo de difuminados
contornos, el cielo nocturno brillaba con una luz tibia salpicado por el
parpadeo de diminutas pero abundantísimas estrellas.
Después de
licenciarme, cambié el autobús por el tren, pero seguí viajando de noche, y al
empezar las vacaciones solía tomar un expreso para llegar antes a casa. Normalmente,
viajaba en compartimentos con asientos enfrentados y rogaba que el mío no se
llenara para poder sumirme en mis ensoñaciones sin tener que conversar con
extraños a los que ya no me unía la camaradería de antaño. Pero, aunque al
salir de mi estación el compartimento estuviera vacío, en la primera parada
subía siempre algún pasajero que, después de comprobar su asiento, me saludaba
con la reserva propia de los desconocidos.
En cierta ocasión, en
que todos los asientos de mi compartimento estaban ocupados, se entabló una
conversación espontánea y no sé cómo terminamos hablando del servicio militar. Entonces,
el hombre que se sentaba enfrente de mí empezó a decir que, salvo excepciones, los
soldados de remplazo eran jóvenes malintencionados, crueles y pendencieros. Protesté
por lo que consideraba una generalización injusta y traté de defender el
recuerdo de mis camaradas, pero aquel hombre, detrás de cuya opinión sospecho
que se ocultaba una mala experiencia, se mantuvo en sus trece.
También recuerdo que,
a partir de cierta hora, dejaba de subir gente al tren, que, aunque siguiera
parando en las estaciones, no tardaba en volver a ponerse lentamente en marcha
con una sucesión de pequeñas sacudidas que se producían a medida que la
tracción iba llegando a los vagones recién detenidos. Pero, algunas veces, en
mitad de la noche, la puerta del compartimento a oscuras se abría y en su
interior se deslizaban una o dos figuras grises hablando en susurros,
normalmente pasajeros que venían de los vagones de segunda clase y buscaban un
lugar que les hiciera más cómodo el largo trayecto nocturno.
Cuando empezaba a
clarear, la proximidad de su destino hacía que los viajeros se removieran en
sus asientos, empezaran a recoger maletas y bultos, y se agolparan en el
pasillo haciendo cola para bajar al andén. Todas las estaciones son frías al
amanecer pero se agradecía el aire fresco en la cara y dejar atrás el ambiente
sofocante de los vagones atestados de pasajeros. También hay siempre alguien
esperando, con los ojos ansiosos que buscan entre la multitud un rostro
conocido y añorado largo tiempo.
Salvo
algún vuelo nocturno, remontando un mar de nubes de color púrpura al atardecer
y emergiendo a un cielo pálido al que se asomaban las primeras estrellas, no he
vuelto a viajar de noche. Además, pienso que las ventanas de los aviones son
demasiado pequeñas y que en la cabina siempre hay demasiada luz. Los trayectos
en tren se han vuelto meteóricos y en los autobuses ya no viajan mis antiguos
camaradas. Y, de vez en cuando, echo de menos la sensación de desamparo que me
invadió aquella noche bajo el cielo estrellado o la, a veces incómoda, intimidad
del compartimento de los expresos de medianoche. Entonces me gustaría emprender
una nueva singladura a la hora del crepúsculo, dejarme abrazar por la tibia
oscuridad y permanecer despierto al acecho de una estrella.
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