Generalmente,
nuestra capacidad de observación nos da la posibilidad de anticiparnos a
determinados sucesos y así evitar que nos pillen por sorpresa. Aunque uno no
siempre quiere ni probablemente necesita saber lo que va a pasar y a veces
incluso preferiría no saberlo, aun a riesgo de que los acontecimientos le
puedan pillar desprevenido. Por ejemplo, conocer la identidad del asesino hace
que cualquier trama detectivesca pierda interés y no es estrictamente necesario
salvo que sea la vida de uno la que se encuentra en peligro, naturalmente.
Desde
luego, tratándose de fenómenos naturales, yo personalmente prefiero consultar
el pronóstico del tiempo para pertrecharme con un paraguas y una gabardina
antes que arriesgarme a volver a casa chorreando, aunque reconozco que eso no
me preocupaba tanto cuando era más joven y me parecía que verse sorprendido por
la lluvia dando un paseo por la ciudad o por el parque podía convertirse en una
experiencia inspiradora, sobre todo si uno se encontraba en la compañía
adecuada.
Pero
estaba pensando más bien en el comportamiento humano, y es que, aun sin decir
una palabra, con un gesto o una actitud determinada, todos somos capaces de
expresar de manera inconsciente, y a veces a nuestro pesar, lo que nos está
pasando por la cabeza o lo que tenemos intención de hacer o no hacer, ante la
manifestación de una opinión, la expresión de un deseo o la formulación de un
requerimiento concreto por parte de nuestros interlocutores. Supongo que por
eso los buenos jugadores de póker permanecen hieráticos, mientras escrutan los
rostros del resto de jugadores de la partida.
Por otra parte hay
profesiones o actividades en las que las dotes de observación resultan
cruciales para el éxito de una empresa. Policías y ladrones de bancos, por
ejemplo, comparten esa capacidad de observación porque su libertad, su integridad
física e incluso su vida pueden verse seriamente comprometidas si no permanecen
atentos a los mensajes no verbales de aquellos con los que han de tratar en el
ejercicio de sus oficios respectivos.
No
obstante, me resulta sorprendente que algunos jueces se muestren tan poco
precavidos a la hora de mantener una actitud neutra durante el desarrollo de
las vistas orales. Aunque probablemente esto se deba a que, cómo regla general,
ni su vida, ni su integridad física ni tampoco su patrimonio corren riesgo
alguno por el hecho de que alguien pueda adivinar sus intenciones. Y, a
propósito de ello, esta semana estuve comentando con un colega hasta qué punto
era posible adivinar el sentido del fallo de sus resoluciones tan sólo
atendiendo a determinados gestos y a su expresión corporal durante el
entrecruce de alegaciones.
Por ejemplo, hace
algún tiempo, en un Juzgado de lo Social servía una magistrada que, cuando se
había formado un criterio para resolver el litigio, tenía por costumbre dejar
de escribir la minuta, soltar el bolígrafo, apoyar la mano izquierda sobre la
mesa y, a continuación, la mano derecha sobre la izquierda, permaneciendo en
actitud ausente durante el resto del debate y, si este se prolongaba más de lo
necesario, hacer algún gesto distraído, como rascarse el brazo por encima de la
toga, lo que informaba al letrado que estaba en el uso de la palabra que cualquier
cosa que pudiera añadir a su alegato, además de provocarle urticaria, iba a
tener escasa repercusión sobre el sentido de un fallo previsiblemente contrario
a sus pretensiones.
Con una actitud similar,
otra jueza tiene por costumbre aporrear el teclado de su ordenador portátil mientras
los letrados ratifican la demanda o se oponen a ella, hasta que ha llegado a un
veredicto fundado en derecho, momento en el que baja la pantalla dando a
entender que el asunto ha quedado visto para sentencia y, de paso, tratando de disuadir
al letrado interviniente de insistir en sus argumentos para modificar el signo
de la sentencia, que especulábamos con la posibilidad de que hubiera quedado
redactada antes de que a las partes les diese tiempo de formular sus
conclusiones. Claro que hay otro Juzgado en el que quien preside la vista, con
un gesto todavía más ostensible, hace uso de unos post-it de colores que
durante el desarrollo del juicio pega en el legajo de los autos, escribiendo
acto seguido en la hojita de papel autoadhesivo la suerte favorable o adversa
de la demanda iniciadora del procedimiento, dando además la posibilidad a
aquellos letrados con suficiente agudeza visual de que puedan ir preparando el
recurso correspondiente en cuanto regresen a sus despachos.
En otro juzgado, su
señoría, cuando no se siente en sintonía con el razonamiento de la defensa o
discrepa de la argumentación empleada, levanta las cejas y pone la vista en
blanco antes de dejar caer la mirada hasta una profundidad insondable en la que,
arrastrando sus pesadas cadenas, moran los condenados por su ignorancia inexcusable
de los más elementales principios generales del derecho, poniendo asimismo en
antecedentes al abogado que, no sólo está errado en sus argumentos, sino que también
está socavando peligrosamente la paciencia del juzgador y, de persistir en sus
digresiones, se arriesga a ser llamado a la cuestión objeto del debate y, en
caso no cambiar su actitud, ser arrojado a esa misma fosa con una gruesa cadena
sujeta a los tobillos.
Algo más sutil era el
gesto recurrente de otro magistrado que, cuando no compartía el punto de vista
de la defensa o se sentía particularmente alterado por la falta de rigor
jurídico del argumento empleado por la representación letrada de una de las
partes, pestañeaba repetidamente, ajustándose las gafas, tomándolas por la
patilla y encajándoselas en la cuenca ocular, cómo tratando se sujetar las
lentes graduadas tan sólo con la ayuda de sus cejas y sus pómulos, expresando
su incredulidad ante el hecho de que tamaño desafuero pudiera sostenerse ante
su vista.
En todos estos casos,
un abogado con la experiencia suficiente o, incluso, con unas mínimas dotes de
observación es capaz de anticipar el contenido de la resolución que ha de poner
fin al litigio y puede ahorrarse el esfuerzo de persistir en una línea de
defensa que está condenada al fracaso. Claro que, a veces, hay letrados que,
sin razón o utilidad que lo justifique, sienten la necesidad de persistir en su
argumentación aun a riesgo de enervar seriamente a su señoría, especialmente
cuando resulta manifiesto que el juzgador no sólo no tiene interés, sino que
tampoco quiere oír lo que el letrado tenga que decir sobre el particular. En cierta
ocasión coincidí con una letrada que, antes de oponerse a la demanda, cuestionó
la competencia del juzgado para conocer de la pretensión sostenida de
contrario, momento a partir del cual su señoría, un magistrado de carácter
afable, empezó a garabatear enérgicamente al tiempo que su expresión se iba nublando
de forma progresiva. Concluida la fase de alegaciones, el magistrado expresó en
voz alta su parecer, afirmando su competencia plena para conocer del asunto, lo
que no impidió que, ya en fase de conclusiones, mi colega volviese sobre la
cuestión para ratificarse en la excepción planteada, haciendo caso omiso de las
llamadas al orden del juez. Lo más sorprendente fue que, concluido el juicio,
siguió insistiendo en sus argumentos hasta que el magistrado terminó por
echarla de la sala de vistas, aunque creo que debió faltar poco para que la
arrojase al pozo profundo de los litigantes temerarios, en el que alguna vez he
de reconocer que he estado a punto de aterrizar yo mismo cargado de cadenas.
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