jueves, 23 de diciembre de 2021

El Zumbido de Bristol

Hace algún tiempo que se viene detectando en diversos lugares del planeta un fenómeno que se conoce como el Hum, el Zumbido de Bristol o también las Trompetas del Apocalipsis. Se trata de un sonido persistente de baja frecuencia que parece venir de lo alto del cielo, que no todo el mundo es capaz de percibir y que los que han podido escucharlo califican en ocasiones como molesto y en otras como bonito o incluso armonioso.

Este fenómeno, hasta ahora sin explicación, puede producir cierto desasosiego, sobre todo cuando coincide con otros avatares como una pandemia que obliga a la gente a recluirse en sus casas y deja las calles de las ciudades desiertas. Y, en tales circunstancias, después de escucharlo, cualquiera pensaría que solo cabe esperar que un platillo volante descienda sobre la plaza del ayuntamiento y de su interior surja un alienígena de aspecto poco amistoso instando al alcalde a deponer cualquier actitud beligerante, entregarle las llaves de la ciudad y decretar un toque de queda permanente so pena de recurrir a medidas más expeditivas para hacer valer un nuevo orden en el que el confinamiento domiciliario sería la menor de nuestras preocupaciones; o que aparezca una cohorte celestial soplando trompetas que todo el mundo pueda escuchar nítidamente y llamando a los ciudadanos a comparecer a un juicio con todos los medios de prueba de que pretendan valerse porque no admite apelaciones ni segundas instancias.

Sin embargo, transcurridos unos minutos, el zumbido cesa de improviso de la misma forma que se inició, el ladrido de los perros se va apagando poco a poco. la quietud se apodera nuevamente de calles y plazas y todo vuelve a la normalidad, dejando estupefactos a aquellos que han logrado escucharlo o sumidos en sus ensoñaciones a quienes ya no son capaces de captar determinadas frecuencias y a los que probablemente una nave alienígena o un ángel pregonero provocaría un sobresalto mayúsculo y algún que otro disgusto en caso de no haber puesto en orden sus asuntos terrenales.

La situación epidemiológica actual, en la que las olas de la pandemia se van sucediendo con diversa incidencia sobre la población en función del área geográfica en la que nos encontremos y de parámetros como el nivel de vacunación, la fortaleza del sistema sanitario, la dispersión del hábitat humano o las características de la pirámide poblacional, ha sido calificada por un prestigioso rotativo estadounidense como un apocalipsis aburrido, para referirse al hastío que provoca en la población el anuncio de un nuevo tsunami de contagios, que se empieza a percibir como un zumbido molesto que nos asalta mientras estamos paseando al perro si es que todavía somos capaces de escucharlo. Y es que, acostumbrados a las películas de los superhéroes de Marvel, al ajetreo de los videojuegos y a la inmediatez de las comunicaciones, cualquier acontecimiento que se prolongue en el tiempo más de una semana se vuelve insoportablemente tedioso, aunque se trate de la misma boca del averno vomitando rocas fundidas en las entrañas de la tierra.

Pero tal vez este apocalipsis más que aburrido sea un apocalipsis a cámara lenta, porque esta pandemia y las otras que puedan estar por venir o las superbacterias inmunes a los antibióticos y el cambio climático no parece que vayan a exterminar a la especie humana en un Armagedón vertiginoso sino que nos van a dar tiempo de reflexionar sobre los errores cometidos y las decisiones equivocadas, la fata de previsión y el orden desacertado  de nuestras prioridades.

Es algo así como la muerte del universo tal y como lo conocemos (es decir, del universo conocido), que en un ocaso lento pero imparable parece que se encamina a su extinción porque ya no es capaz de generar suficientes estrellas, o por lo menos no al mismo ritmo que cuando era un universo joven e impetuoso, y por esta causa podría desaparecer, dando paso en apenas unos cuantos miles de millones de años a otro mucho más oscuro y hostil, dominado por los agujeros negros y la materia oscura.

Sea como fuere, la verdad es que no estábamos preparados para esto. Creíamos que la ciencia médica nos haría inmunes, que en cuestión de meses recuperaríamos nuestras vidas y podríamos abrazar de nuevo la libertad. Pero el oleaje pandémico no cesa y nos obliga a permanecer alerta para no ser arrastrados mar adentro a un lugar oscuro en el que resulta difícil respirar. Por eso, tal vez, para sobrevivir tengamos que acostumbrarnos a convivir con la fiera y aprender a respetar su territorio, aceptar nuestra vulnerabilidad y también el hecho de que nuestro lento declive empezó hace tiempo, cuando huyendo de una amenaza invisible y recluidos en nuestras casas escuchamos por primera vez aquel sonido extraño y armonioso, el inesperado recordatorio de nuestra fragilida

domingo, 21 de noviembre de 2021

Posthumanidad

 

            Hace unos cuantos fines de semana salí a correr al parque. Era una soleada mañana de domingo y, como todavía no había empezado a hacer frío,  elegí una camiseta de una edición pasada de la carrera nocturna en la que participé mucho antes de que se declarara la pandemia, que es de color naranja y tiene estampada una enorme mancha azul sobre la que aparece impresionado el nombre comercial de un potente quitagrasas y principal patrocinador de la prueba.

            Todavía no había llegado al parque cuando, al pasar por delante de un semáforo, vi a un anciano esperando en la acera a que se pusiera verde para cruzar y que llevaba puesta una camiseta idéntica a la mía. Como iba acompañado, pensé que estaría dando un paseo y que seguramente habríamos coincidido en aquella carrera, y quién sabe si en alguna otra, aunque separados por un buen número de corredores y sin ser conscientes el uno de la existencia del otro.

            Después de un par de kilómetros, cuando ya se me había olvidado aquel encuentro fugaz y estaba a punto de entrar en el parque, aproximándose a la misma entrada, pero en dirección opuesta a la mía, vi aparecer la figura delgada pero todavía robusta del anciano que venía corriendo a mi encuentro. Justo antes de atravesar el umbral, se volvió hacía mí y, levantando la voz, me preguntó si iba a preparar el maratón. Negué con la cabeza y, ya dentro del parque, lo adelanté antes de la primera curva. Entonces me habló otra vez animándome a que lo hiciera, diciéndome que todavía era joven. Me volví para contestarle que ya no era tan joven. A lo que me respondió preguntándome si tenía 70 años y, cuando le dije que no tantos, sin dejar de correr detrás de mí, me informó de que él había corrido cuatro maratones y tres triatlones. Extendí la mano y le mostré tres dedos, informándole a mí vez de que yo había disputado tres maratones. ‘¿En qué tiempo?’ quiso saber. ‘Tres cuarenta y ocho’, respondí. ‘Yo llegué a correrlo en tres veinte’, me dijo antes de quedarse definitivamente atrás.

            No he vuelto a coincidir con ese corredor veterano, y he llegado a pensar que podría ser yo mismo dentro de quince años, si es que para entonces todavía conservo la misma camiseta. Pero luego me ha dado por pensar que, en ese tiempo, tendría que mejorar mi mejor marca de maratón en casi media hora y disputar tres triatlones, lo cual me parece un desafío mayúsculo y digamos que, dado que yo también soy un corredor veterano, algo poco probable, salvo que alguien descubra un remedio contra el envejecimiento realmente eficaz y decida comercializarlo a precios populares.

            No obstante, parece ser que hay un puñado de multimillonarios muy interesados en dar con esa fórmula capaz, no solo de detener el deterioro físico, sino de abrirnos las puertas de la inmortalidad. De hecho, en determinados círculos se habla del envejecimiento como de una enfermedad y no como de un proceso natural que afecta a todos los seres vivos, que no por envejecer y deteriorarse enferman necesariamente.

Pero encontrar ese remedio que pueda convertirnos en seres inmunes a las enfermedades, preparados para superar cualquier traumatismo, tal vez dotados de capacidades excepcionales y, potencialmente, capaces también de trascender los límites de lo que hoy conocemos como existencia humana, requeriría de una enorme inversión económica y, una vez hallado, no podría aplicarse de forma indiscriminada so riesgo de esquilmar definitivamente los recursos finitos de un planeta incapaz de regenerarse a una velocidad suficiente para saciar el apetito de una raza inmortal de superhombres o, por utilizar la terminología transhumanista, de posthumanos.

Y esto inevitablemente plantea un dilema moral de enorme trascendencia que consiste en decidir quiénes merecen perpetuarse y quiénes deben resignarse a morir cuando su tiempo se haya cumplido. Eso en el supuesto de que, los que hayan encontrado la fuente de la eterna juventud no opten por resolver ese dilema por sí mismos en el convencimiento de que su condición de descubridores les hace automáticamente acreedores de tal merecimiento, y decidan compartir sus aguas cristalinas con el resto de sus semejantes y no sólo con quienes puedan pagar el precio impuesto por la ley de la oferta y la demanda.

Por otra parte, nuestro sistema de pensiones está empezando a sufrir las consecuencias de la jubilación de los babyboomers y amenaza con colapsar salvo que se tomen medidas drásticas e inmediatas, entre las que cobra cada vez más fuerza la de seguir retrasando la edad de jubilación. De hecho, en el pasado, la viabilidad de los primeros sistemas de seguros sociales estaba garantizada porque parece ser que la esperanza de vida de los potenciales beneficiarios era muy inferior a la edad a la que podían jubilarse, con lo que, de facto, la mayor parte de ellos se moría antes de alcanzar dicha edad, lo que algunos analistas parecen apuntar como solución a la crisis del actual sistema de pensiones.

Y es que, si incrementamos suficientemente la edad de jubilación, no será necesario que una pandemia se cebe con los ancianos para evitar un incremento desproporcionado del número de pensionistas, sino que los beneficiarios del sistema se morirían por causas naturales antes de alcanzar la edad de jubilación.

Pero si triunfan las tesis transhumanistas, una legión de posthumanos dispuestos a contribuir con su esfuerzo al sostenimiento del sistema de pensiones podría garantizar su viabilidad futura, siempre que la fórmula de la inmortalidad no se aplicase simultáneamente a los ya jubilados, en cuyo caso los sujetos cotizantes se verían obligados a trabajar toda la eternidad para satisfacer las necesidades de sus ancestros.

            A propósito de lo anterior, esta semana mi hija mayor se ha encontrado con su profesora de derecho civil del curso pasado, que despojada de su atuendo habitual en el aula, que consistía en una bata y unos guantes, además de una doble mascarilla, lucía un cuerpo adolescente, de una delgadez extrema, sobre el que se asentaba la cabeza de una mujer madura de pelo entrecano y expresión adusta, lo que me ha hecho recordar a uno de los personajes de la novela de Manuel Mújica Láinez ‘El escarabajo’, una anciana multimillonaria con el aspecto de una joven seductora cuya edad solo delatan las arrugas del cuello y de las manos que oculta cuidadosamente con pañuelos y guantes en cualquier época del año.

            Es posible que la fórmula de la inmortalidad adolezca de algún defecto semejante y que los posthumanos tengan que ocultar alguna parte de su cuerpo o alguna porción de su piel para no delatar su pertenencia a una especie distinta y evitar que sobre ellos se desencadene la ira de los enfermos, los tullidos y los viejos, encadenados a una existencia terrenal, expuestos a las pandemias, indefensos frente a los efectos del cambio climático, diezmados como consecuencia de la ineficacia de los antibióticos contra las superbacterias, condenados a morir antes de alcanzar la edad de jubilación, teletrabajadores atrapados en un metaverso que les impida conocer la identidad de sus semejantes mientras un ciberataque perpetrado por Neo no les libere de Matix.

            Recurriendo a otro símil cinematográfico, tal vez en un futuro no demasiado remoto, los humanos podríamos convertirnos en los replicantes de un mundo gobernado por los posthumanos, que nos considerarían enfermos en cuanto abocados a morir en un también breve plazo de tiempo. Pero, comparando a Roy con su creador, sin duda Eldon Tyrrel, con sus enormes lentes oculares, su batín de seda y su aspecto macilento parece el enfermo y Roy, aunque condenado a una muerte inminente, está poseído por el ansia de vivir. Así que, parafraseando a Gaff, el personaje interpretado por Edward James Olmos, es una pena que todos nosotros, como Rachael, tengamos que morir, pero después de todo, ¿quién vive?

domingo, 31 de octubre de 2021

Fundido a negro

 

Me he enterado hace poco de que el suministro de materias primas, componentes electrónicos y de productos elaborados de la más diversa índole se está viendo seriamente comprometido como consecuencia del colapso logístico de los puertos de China y de la costa oeste de Estados Unidos. También he oído en las noticias que hasta 21 de las 31 provincias de la China continental se han visto obligadas a imponer medidas de racionamiento del consumo de electricidad para evitar que se produzca una oleada de apagones como consecuencia del incremento de la demanda que han experimentado el sector industrial y el manufacturero derivada de la recuperación de la pandemia y la escasez y subida de precios del carbón, así como el intento desesperado de algunas provincias de alcanzar los objetivos anuales de recorte de consumo energético, con las consabidas consecuencias para los países que necesitamos que la producción externalizada no decaiga para poder abastecernos de toda clase de bienes.

Además, tras la ruptura de relaciones diplomáticas entre Argelia y Marruecos, el primero de estos países y proveedor clave en el suministro de gas natural a España ha anunciado que dejará de exportar gas a nuestro país a través del gaseoducto Magreb-Europa. 

Por otra parte, el gobierno austriaco insta a sus ciudadanos a prepararse para un apagón eléctrico por tiempo indefinido y para concienciar a la población ha desplegado una abundante cartelería que incluye consejos prácticos que van desde el acopio de reservas de combustible, velas, conservas y agua potable equivalente a dos semanas de camping, hasta pactar puntos de encuentro con amigos y familiares y crear redes de cooperación vecinal. 

Pero es que, hoy sin ir más lejos, he leído una entrevista con un científico y analista político checo que pronostica que en un plazo de cinco años habrá escasez de agua y alimentos. Claro que los ingleses, que siempre han sido unos adelantados, tienen problemas de desabastecimiento ahora mismo y han decidido colocar en los expositores de los supermercados fotografías de los productos que no están a disposición de sus clientes. 

Por si fuera poco, en 2020 la concentración de CO2 en la atmósfera ha marcado un nuevo record, a pesar de la ralentización económica ocasionada por la pandemia. Angustiado por esta deriva, he leído las recomendaciones de Bill Gates para combatir individualmente el cambio climático y me he dado cuenta de que no cumplo ninguna. 

Así que he pensado que, mientras me decido a postularme para un cargo público o lanzarme a escribir misivas a los mandatarios a mi alcance para concienciarles sobre la necesidad de tomar medidas urgentemente para reducir la emisión de gases de efecto invernadero, tal vez podría empezar por comprar unas cuantas velas y, de paso, hacerme con un buen número de latas de sardinas, antes de que la falta de materia primas impida meterlas en conserva. También he pensado que debería confraternizar más con mis vecinos, por si se me acaba el agua potable, así que le voy a decir a mi hija que deje de tocar el piano a la hora de la siesta por lo menos hasta que pase el apagón. 

Por otro lado, estoy considerando que estas Navidades deberíamos decorar el árbol con velas (ya que vamos a comprar por lo del apagón) y además así contribuimos a reducir el consumo de electricidad, a lo mejor evitamos el fundido a negro y seguro que reducimos la factura de la luz. Ahora bien, lo que no sé cómo vamos a solucionar es el desabastecimiento de bebidas alcohólicas, especialmente de ginebra y whisky escocés. Yo, de momento, les he hecho fotografías a las botellas medio vacías que todavía tengo en casa, las he recortado y las he colocado estratégicamente detrás del cristal del mueble botellero, para que no cunda el pánico cuando venga alguna visita. 

Y lo peor va a ser lo de los Reyes Magos, porque el stock de productos tecnológicos puede agotarse en cuestión de semanas y he leído que la escasez de materias primas también está provocando retrasos en el lanzamiento de títulos y un encarecimiento del coste de impresión que podría repercutir sobre el precio de venta al público de los libros en papel, con lo cual también se desvanece la esperanza de que la gente, ante la imposibilidad de renovar sus dispositivos móviles o sus consolas, se refugiase en la lectura. Claro que, con lo del apagón, a lo peor tampoco iba a servir de mucho eso de tener lectura pendiente en casa, salvo que uno utilice las velas para alumbrarse, lo que a corto plazo le obligaría a cenar a oscuras y ya bastante difícil resulta abrir algunas latas de conserva viendo uno lo que se hace como para arriesgarse a ponerlo todo perdido de aceite y a un resbalón que puede dejarte encamado y sin posibilidad de acudir por tu propio pie a los puntos de encuentro con vecinos y familiares.

domingo, 17 de octubre de 2021

El Terminator está ahí fuera

 

A lo largo de mi trayectoria en la administración me he encontrado haciendo indagaciones para resolver un recurso, motivar una denuncia o dictar una resolución que no habrían sido necesarias si hubiera tenido a mi disposición datos que obraban en poder de la propia administración pero a los que no tenía acceso. Y día a día soy testigo de cómo las administraciones públicas o incluso los órganos de una misma administración trabajan de espaldas los unos a los otros, a pesar de las implicaciones evidentes de una y otra gestión paralelas, y de cómo no disponer de determinada información conduce a la concesión de autorizaciones, subvenciones y subsidios, a la elusión de responsabilidades y al reconocimiento de derechos en fallos judiciales que más que apoyarse en evidencias, se soportan en la falta de ellas.

De hecho, ocasionalmente, me he topado con administrados que, haciendo una interpretación sui generis del principio de presunción de inocencia, en lugar de acreditar los requisitos para el reconocimiento de un derecho, defendían que debía ser la administración la que demostrase su no concurrencia o en otro caso concederlos, sabedores de que esa información no estaba a disposición de la administración encargada de tal reconocimiento.

Pero también he visto como cruzar la información de tan solo dos bases de datos permitía disponer de esa u otra información en un parpadeo. Y con frecuencia me he preguntado si sería legítimo que la administración tuviera un acceso menos limitado a los datos de sus ciudadanos.

Sería fácil dejarse seducir por la infalibilidad de un sistema capaz de manejar toda la información que pudiera ponerse a su disposición, considerando que ello garantizaría que no se malgastasen los recursos públicos, evitaría fraudes, permitiría tomar medidas de carácter preventivo o coercitivo y, en último extremo, asegurarse de que los malos fuesen castigados. Pero siempre existe la posibilidad de que esa información sea utilizada de forma sesgada o para fines ilegítimos y consiguientemente surge el miedo a que se produzca un acceso ilegítimo a datos que, en principio, solo conciernen a la persona a la que se refieren.

Hasta ahora ha sido relativamente fácil controlar esos accesos e identificar a quien haya podido llevarlos a cabo, pero cada vez más los procesos de gestión de datos se automatizan y pronto los sistemas que utilizan organizaciones tanto públicas como privadas no necesitaran acceder a esos datos, sino que sencillamente los tendrán a su disposición. Y el inevitable paso siguiente sería utilizar todas esas variables en la toma de decisiones que afectan a ciudadanos concretos.

Todos hemos escuchado que muchos empleos están llamados a desaparecer porque pronto los realizaran robots capaces de trabajar veinticuatro horas, inmunes a los accidentes de trabajo o, más bien, a las bajas laborales, y también poco dados a secundar una huelga. Y, cuando oímos este tipo de predicciones, tendemos a pensar sistemáticamente en obreros, repartidores y limpiadoras. Pero la inteligencia artificial puede terminar sustituyendo a los humanos también en la realización de trabajos que consideramos intelectuales porque somos demasiado lentos manejando información y, consiguientemente, tomando decisiones. Y, además, puede resultar mucho más barato adquirir e instalar programas capaces de manejar información y proponer una actuación concreta, que invertir en una sofisticada maquinaria que pueda realizar tareas rutinarias como las que debe llevar a cabo un humilde repartidor de pizzas. Desde este punto de vista puede ser mucho más fácil prescindir de un oficinista que de un repartidor.

Recientemente, el uso de la inteligencia artificial ha permitido identificar a los agresores de Samuel Luiz, volviendo nítidas unas imágenes grabadas por las cámaras instaladas en la vía pública en cuya oscuridad y falta de definición trataban de ocultarse quiénes lo persiguieron y golpearon de forma despiadada durante 150 metros y continuaron golpeándolo cuando cayó al suelo para no volver a levantarse. La mayor parte de ellos no tenían antecedentes y, hasta ahora, eran ciudadanos anónimos, pero cuyo grado de violencia y ensañamiento con la víctima ha impresionado a los propios investigadores.

Para apuntalar la acusación, se encuentra pendiente una comisión rogatoria enviada por el juzgado de instrucción número ocho de La Coruña para que Facebook dé acceso a los mensajes de WhatsApp e Instagram que borraron los agresores.

Pero, por otra parte, también estos días, el Parlamento Europeo, con objeto de poner freno a los avances del reconocimiento facial ha pedido a la Comisión Europea una "prohibición de cualquier tratamiento de datos biométricos con fines policiales que conduzcan a la vigilancia masiva en espacios de acceso público".

Estas dos noticias ponen encima de la mesa una vez más el viejo conflicto entre libertad y seguridad, y llevan a cuestionarse si la eficacia de los sistemas de reconocimiento facial y, en general, el deslumbrante e incontenible avance de la inteligencia artificial no implican un evidente riesgo de sacrificar nuestra intimidad y nuestra libertad personal y, al margen de los posibles fallos del sistema, de quedar a merced de un Gran Hermano, infalible en su vigilancia e inmisericorde en su veredicto.

No me extrañaría que las defensas de los acusados en el juicio por el asesinato de Samuel, perdida toda esperanza de absolución, pudieran llegar a invocar la falta de legitimidad de los medios empleados para su identificación. No sería la primera vez que la invalidación de una prueba de cargo condujera a la absolución del acusado o incluso a la inhabilitación de un juez por una presunta vulneración de derechos.

Cuando reflexiono sobre estas cuestiones, siempre me acuerdo de RoboCop, un poderoso ciborg dotado de un sistema de reconocimiento que le permite analizar la potencial peligrosidad de los ciudadanos con los que se tropieza patrullando las calles y, en función de ella, tomar determinadas decisiones; y también de la legendaria frase de Kyle Reese, tratando de convencer a Sarah Connor de que le siga para salvar su vida, ‘El Terminator está ahí fuera. No se puede razonar con él. Es un exterminador. No siente lástima, ni remordimiento, ni miedo y no se detendrá ante nada’.

Todos somos ciudadanos anónimos, y también potenciales delincuentes. Nuestros datos e información que nos concierne y se refiere a aspectos tan variados de nuestra vida como experiencia laboral, expediente académico, enfermedades y dolencias están almacenados en servidores y bases de datos. Cámaras de seguridad y sistemas de videograbación registran a diario nuestros movimientos y lo que decimos y cualquier sistema medianamente sofisticado podría rastrearnos y saber de nuestras andanzas en redes sociales y hacer un diagnóstico de nuestros gustos y preferencias. Una unidad de la fuerza policial de Detroit podría juzgarnos cómo ciudadanos inofensivos, pero, de tener algún tipo de antecedente, podría juzgarnos también como potencialmente peligrosos y detenernos o dispararnos. Y un gobierno totalitario, aun surgido de unas elecciones democráticas, podría vigilarnos, complicarnos la existencia, discriminarnos, perseguirnos, encarcelarnos y vulnerar nuestros derechos de cualquier otra forma que podamos imaginar, además de utilizar esa información para perpetuarse en el poder.

Y todos tenemos derecho al anonimato, a la confidencialidad, a pasar desapercibidos, a ocultarnos de la vista de los demás si nos apetece y a transitar por la vida sin darnos a conocer más que a aquellos a quienes nos apetece que nos conozcan. Solo cuando pretendemos acreditar un mérito o que se nos reconozca un derecho,  y cuando con nuestro comportamiento ponemos en riesgo la vida, la integridad física o patrimonial de los demás debemos quedar sujetos a controles o mostrar nuestras credenciales. Todos los demás intentos de saber quiénes somos, a qué nos dedicamos en nuestro tiempo libre, el estado de salud de nuestro organismo, o si somos propensos a la euforia o a la depresión, deben considerarse ilegítimos y cualquier software, sistema o algoritmo que, con cualquier pretexto, trate de sacar conclusiones a propósito de nosotros y nuestra existencia es potencialmente peligroso y, por ello, debe ser neutralizado.

viernes, 8 de octubre de 2021

Bajo el voncán

 

            Hace un par de semanas la tierra se quebró en la isla de La Palma y desde entonces no ha dejado de expulsar toneladas de lava que se deslizan lentamente formando lenguas de más de diez metros de altura, engullendo todo a su paso, hasta precipitarse en el mar desde un hermoso acantilado entre nubes de humo tóxico que vuelven el aire irrespirable.

            Dejando a un lado las consecuencias dramáticas para la vida de quien ha construido la suya en las faldas de un volcán, las imágenes que nos ha dejado la erupción son de una belleza fascinadora que hace imposible apartar la mirada de la pantalla del móvil o del televisor cuando nos muestran una panorámica a vista de pájaro del cono volcánico o de una isla que parece arder en la noche como una ciudad que hubiera sido atacada súbitamente por dragones.

            Pudiendo elegir, no todo el mundo sería capaz de vivir a la sombra de un volcán. Tenemos unos amigos que estuvieron residiendo algunos años en Tenerife, allí se conocieron y se casaron, pero después de algún tiempo trasladaron su residencia a la península. Fuimos a visitarlos cuando hacía tiempo que su experiencia ultramarina había quedado atrás y, estando en su casa, una noche Ana nos confesó que, entre otros motivos por los que decidieron abandonar la isla, estaba la constante presencia del Teide, que, algunas noches, como la de aquella apacible velada, rugía suavemente, y que ese poderoso ronroneo subterráneo era como un sutil recordatorio de la amenaza latente que se cobijaba bajo la tierra al que no consiguió acostumbrarse.

            Hace dos años estuvimos en Pompeya, la ciudad sepultada por el Vesubio. En aquella ocasión nadie pudo prevenir a sus habitantes de las dimensiones de la amenaza que se cernía sobre ellos, lo que nos ha permitido rastrear sus vidas o al menos sus últimos momentos, congelados por el fuego y una capa de ceniza abrasadora. Me pregunto si ellos también se fueron a la cama pensando que el rugido del volcán era solo una amenaza y no el anuncio de su inminente devastación.

Pero tal vez fue mejor despertar en la noche y sucumbir en un instante que huir hasta la playa y ser alcanzado en la fría arena por una nube mortal, como sus vecinos de Herculano, de los que sólo pudieron recuperarse siglos más tarde sus huesos y sus joyas. Trato de imaginar cómo transcurrieron sus últimas horas, implorando la clemencia de los dioses enfurecidos, en su huida hacia un mar que esa noche no les proporcionó refugio. Los imagino tomando en brazos a sus hijos, medio vestidos, algunos descalzos, acarreando sus posesiones más preciosas, derramando sus últimas lágrimas, desamparados frente a un mar oscuro, intuyendo el rumor de las olas, sofocado bajo el estruendo de las explosiones.

Quién pudiera aplacar la furia del volcán, aún a costa de una ofrenda dolorosa,  como la de Luana, la protagonista de Ave del paraíso, de King Vidor, arrojándose al cráter de otro volcán en una isla remota del Pacífico para sofocar la ira del monstruo que vive en su interior y salvar así a sus congéneres del dolor y de la muerte.

Y ahora que el monstruo ha abandonado el inframundo y se alza en pie en medio de nuestra isla solitaria, rugiendo poderosamente y lanzando zarpazos a diestra y siniestra, ahora que cualquier otra isla habitable se encuentra fuera del alcance de nuestras naves ¿seremos nosotros capaces de algún  sacrificio para apaciguarlo y contener la devastación que amenaza con destruirnos? ¿O acudiremos a la orilla la última noche para perecer entre lamentos abrazando a nuestros hijos frente al mar?

domingo, 12 de septiembre de 2021

Juristas de salón

 

            Hace unas semanas, el Tribunal Constitucional ha dictaminado que el confinamiento adoptado durante la vigencia del primer estado de alarma fue contrario a la Constitución y que, para restringir los derechos fundamentales afectados por una medida de tanta gravedad, debería haberse declarado el estado de excepción, que sólo puede aplicarse previa autorización del Congreso de los Diputados, prorrogarse una sola vez y durar un máximo de 60 días.

            Rápidamente, determinados partidos, medios de comunicación y numerosos leguleyos y otros tantos legos en derecho han venido a hacerse eco del dictamen adoptado, con un muy estrecho margen, por tan alto tribunal para lanzar toda clase de diatribas sobre la vulneración de derechos fundamentales y la desmesura de la acción gubernamental, y ello a pesar de que la medida adoptada contó inicialmente con el apoyo unánime de todos los grupos parlamentarios, fue prorrogado en varias ocasiones, también con el apoyo explícito del Congreso de los Diputados y de que algunos de los que ahora hablan de desmesura se rasgaron las vestiduras ante el levantamiento de ese mismo estado de alarma del que ahora abominan con todas sus energías.

            He de reconocer que, en su momento, me pareció una ocurrencia eso de dejar en manos de los Tribunales Superiores de Justicia el aval a las medidas restrictivas de derechos y libertades que, una vez levantado el estado de alarma, pretendieran adoptar las comunidades autónomas para prevenir o contrarrestar los efectos de la pandemia, así como un mal disimulado intento de eludir la responsabilidad inherente a la adopción de determinadas decisiones que, a mi juicio, corresponden exclusivamente a la autoridad gubernamental, que goza para ello de todas las prerrogativas necesarias y tiene a su disposición una gigantesca maquinaria administrativa; pero, visto lo visto, ahora mismo ya no me parece tan descabellado.

            He reflexionado sobre todo esto últimamente y me parece que, salvando las distancias, este pronunciamiento viene a poner de manifiesto la tendencia de los jueces y tribunales de justicia a buscar cobijo en la interpretación literal de las normas que tienen que aplicar. Y no es que yo no esté de acuerdo con que las leyes hayan de interpretarse primeramente conforme al significado que puede extraerse de su dicción literal (in claris non fit interpretatio). Así lo prescribe el artículo 3 del Código Civil, de conformidad con el cual las normas han de interpretase según el sentido propio de sus palabras, pero también en relación con el contexto y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente a su espíritu y finalidad.

            A pesar de la sensatez de este precepto decimonónico, el órgano encargado de interpretar una constitución redactada en 1978 y la Ley Orgánica que la desarrolla de 1981, en un momento en el que el constituyente difícilmente podía tener en la cabeza la necesidad de confinar a toda la población en sus domicilios durante más de tres meses, ha preferido acogerse a una interpretación estrictamente literal de la norma, sin atender al hecho de que la adopción del estado de excepción obedece a situaciones cuya excepcionalidad radica no tanto en la restricción de determinados derechos como en el hecho de afectar al normal funcionamiento de las instituciones democráticas y de los servicios públicos esenciales, así como por suponer una grave alteración del orden público que no pueda restablecerse con el ejercicio ordinario de las potestades públicas.

            En la primera redacción de su voto particular discrepante, uno de los magistrados del alto tribunal calificó a los que apoyaron el fallo de la sentencia como ‘legos en derecho’ y ‘juristas de salón’, lo que escoció mucho a sus compañeros que exigieron una rápida rectificación, que no tardó en producirse, aunque probablemente Cándido Conde-Pumpido sigue pensando lo mismo, que es, por otro lado, lo mismo que pienso yo. Pero el problema persiste y los legos siguen desempeñando sus altas magistraturas, con más que dudosa legitimidad dicho sea de paso, así que corremos el riesgo de que sigan ejerciendo su función de garantes de la Constitución con parecido criterio.

            Con todo, como digo, la cosa no me sorprende demasiado, porque con frecuencia soy testigo de esa manera indolente de aplicar las normas, tratando de dirimir cualquier conflicto sin hacer el menor alarde interpretativo, en sentencias que, cuanto más extensas menos razonan en derecho, limitándose a copiar y pegar el pronunciamiento de cualquier otro docto tribunal, sin separarse ni una coma de sus postulados, obviando cualquier detalle que pueda obligar a replantearse los términos del debate y aunque ese pronunciamiento al que se aferran para no tener que devanarse la sesera proceda de un órgano jurisdiccional compuesto de magistrados igualmente ajenos a la realidad social del tiempo en que han de ejercer su función de intérpretes de las leyes.

viernes, 27 de agosto de 2021

El Expreso de Leningrado y la Flecha de Jarrow

 

            Este verano, por primera vez en mucho tiempo, he estado siguiendo las olimpiadas, si bien de forma dispersa y sin andar muy pendiente de los horarios de retransmisión de las distintas competiciones. Cuando por la mañana me levantaba de la cama y antes de desayunar, al volver de la playa con el bañador todavía mojado o a la hora de comer si hacía mucho calor para quedarse en la terraza, ponía la televisión y me pasaba un rato viendo distraídamente el desarrollo de cualquier evento, que lo mismo podía ser un partido de waterpolo femenino, que una competición de gimnasia deportiva o un combate de boxeo.

            En los veranos de mi infancia y también de mi adolescencia, solía interesarme por el desarrollo de los juegos olímpicos y otras competiciones deportivas y, a falta de una propuesta más interesante, podía pasarme toda la tarde siguiendo una retrasmisión en blanco y negro de los campeonatos del mundo de natación o del campeonato de Europa de atletismo en pista cubierta. En aquella época ponía mayor interés y acababa familiarizándome con el nombre de los competidores y sabiendo qué potencias dominaban en cada disciplina.

El recuerdo más remoto que tengo data de las olimpiadas de Montreal de 1976, que siempre quedará asociado en mi memoria a la imagen de una niña de gesto serio, casi enfurruñado, una jovencísima gimnasta rumana llamada Nadia Comăneci; y también a la piragua del equipo español de K4, deslizándose como un cuchillo sobre el agua cristalina de un lago canadiense sin nombre para conseguir la medalla de plata en un final apretadísimo, sólo superada en la última palada por la tripulación de la entonces todopoderosa CCCP.

            De aquellos años me acuerdo de nombres míticos como Vladímir Sálnikov, un poderoso nadador soviético, al que apodaban el ‘Expreso de Leningrado’, que en la prueba de 1.500 metros libres le sacaba media piscina al segundo clasificado, o Rafael Escalas, que en esa distancia durante las olimpiadas de Moscú de 1980, conquistaron la medalla de oro y un meritorio sexto puesto, respectivamente. También recuerdo gimnastas como Yuri Korolev, Li Ning (último portador de la antorcha en las olimpiadas de Pekín de 2008) o Fei Tong, capaces de acrobacias imposibles levitando sobre el caballo con arcos, de hipnotizar a la audiencia con sus evoluciones a una sola mano en la barra fija o de parar el tiempo en el ejercicio de anillas.

            Pero, de todos esos eventos, el que me dejó más huella fue la final atlética de 1.500 metros de la olimpiada de Los Ángeles de 1984, en la que José Manuel Abascal, con un cambio de ritmo demoledor a 400 metros de la meta, consiguió la medalla de bronce, superado tan sólo por los corredores británicos Stephen Cram (la ‘Flecha de Jarrow’) y el legendario Sebastian Coe. En aquella final también participó Steve Ovett, otro atleta británico legendario y el máximo rival de Coe sobre la pista. Después de ver aquella carrera, y mucho antes de que se estrenara Carros de Fuego, me quedé fascinado por la estética del atletismo, las formas elegantes de los mediofondistas ingleses y el extenuante sabor de la gloria conquistada dolorosamente sobre el tartán por aquellos atletas extraordinarios.

            Por aquel entonces mi padre decía que las olimpiadas eran un circo en el que los participantes, en lugar de exhibir cuerpos atléticos, no eran más que un hatajo de seres deformados por la práctica abusiva de una disciplina que les había llevado a desarrollarse de forma antinatural. Y que, para ilustrar sus afirmaciones, ponía como ejemplo a los corpulentos lanzadores de peso, los patilargos saltadores de altura o las nadadoras de la Alemania del Este.

De estas últimas, no sé porqué, me viene a la mente Ulrike Richter, una nadadora portentosa, que, en mi memoria y con independencia del estilo y de la distancia, aparece siempre en las calles centrales de la piscina, con su cuerpo de valkiria propulsándose a toda velocidad y obligando a sus competidoras a debatirse infructuosamente en la estela que iba dejando a su paso; que, cuando después de completar el último largo, tocaba el muro, se daba la vuelta y se quitaba el gorro y las gafas, con el agua a la altura de los hombros, mostraba un rostro aniñado y una sonrisa angelical.

            A pesar de la visión alternativa que me mostró mi padre sobre los deportistas olímpicos y aún a riesgo de desarrollar desmesuradamente los músculos dorsales de mi espalda, mucho tiempo después de dejar de ver las olimpiadas, quise mejorar mi estilo cómo bañista apuntándome a un curso de natación en horario nocturno en una piscina cubierta que no quedaba demasiado lejos de mi casa. Aunque, al poco tiempo y viendo que, pese a mis esfuerzos, no conseguía emular al Expreso de Leningrado, terminé guardando mi gorro de goma y el bañador de competición en el fondo de un cajón, y no volví a visitar una piscina hasta que decidimos llevar a mis hijas para que desde niñas aprendieran a nadar. Tampoco en su caso, la experiencia duró demasiado, a pesar de que ellas no podían sentirse intimidadas por figuras comparables a Vladimir Salnikov, cómo las portentosas nadadoras de la República Democrática Alemana, a las que, por otro lado, sólo se parecían en la forma de sonreir cuando las recogía cada tarde después de terminar la clase y venían corriendo a mi encuentro dando saltitos con sus bañadores de lycra y sus gorros de colorines.

            Algún tiempo después de salir de la piscina, las apuntamos a clases de gimnasia rítmica, disciplina que se les daba bastante bien y en la que conquistaron varias medallas, fruto de su participación en campeonatos infantiles. Me acuerdo de la elegancia natural con la que se movía mi hija mayor, de su gesto concentrado durante el ejercicio, y de la extraordinaria elasticidad de mi hija pequeña y su sonrisa mellada sujetando la medalla y enseñándosela a la cámara fotográfica de su orgulloso padre. Y algo más tarde los tres aprendimos a montar a caballo y a jugar al horseball. Pero, en todos los casos, pasado un tiempo, perdieron interés y terminaron arrumbando sus bonitos mallots de gimnasia y también las botas y los cascos de equitación, que reposan en algún otro cajón junto con los gorros de silicona y las gafas de natación.

            Supongo que su interés por estas actividades duró el tiempo en que les pareció algo divertido, un juego al que les apetecía jugar. Y es que, probablemente, el juego es la mejor manera de iniciarse en cualquier actividad deportiva. Por el contrario, a veces, cuando la diversión deja paso a la obsesión por ganar y el afán competitivo se lleva demasiado lejos, los resultados que se consiguen son lo contrario de los que se supone que debe reportarnos una actividad física saludable.

            No obstante, recientemente he leído un consejo para no aburrirse de hacer ejercicio y claudicar ante el sacrificio que supone vencer nuestra tendencia natural a la holganza. Consistiría en regocijarse ante la capacidad que tiene nuestro cuerpo para hacer cosas extraordinarias y aparentemente tan sencillas como saltar, correr o nadar. Y la verdad es que ver las evoluciones en la pista, en el tapiz o en la piscina de aquellos hombres y mujeres jóvenes impulsados por una energía y una fuerza casi sobrenaturales, me producía verdadero asombro. También me acuerdo de que, en aquella época, quería parecerme a ellos, imitarlos, ser como ellos.

Pero tuvo que pasar mucho tiempo para que un día, antes del amanecer, yo empezase otra vez a correr trabajosamente. La semana anterior me había puesto a prueba lanzándome a recorrer desbocadamente una distancia que no excedería de los 800 metros. Cuando le había dado una vuelta al parque que hay enfrente de mi casa, el corazón se me salía del pecho y, probablemente, mi aspecto distaba mucho del de un elegante mediofondista inglés. Aquella experiencia no fue divertida ni satisfactoria a ningún nivel, pero me hizo acordarme de la primera vez que intenté hacer deporte después de dejar el instituto. Le dije a mi madre que me despertara temprano, me puse un pantalón corto y una camiseta y salí a correr por el barrio, que a esa hora parecía desolado. Estaba nublado, hacía frío y corría deprisa para entrar cuanto antes en calor. Me cansé de recorrer las calles solitarias teniendo que pararme en cada semáforo, así que terminé transitando por una zona despoblada, en la que los árboles flanqueaban una carretera secundaria. Pasé junto a un viejo que llevaba un atijo en la mano, y caminaba despaciosamente acompañado por un perro pequeño y cascarrabias. Al llegar a su altura, el perro ladró furiosamente y se vino detrás de mí un trecho. Volví a casa al cabo de un rato, no muy cansado pero tampoco demasiado satisfecho con la experiencia y, aun así, con la intención de repetir al día siguiente, pero me faltó la voluntad.

Tardé todavía más en recobrar esa voluntad, y si lo hice fue después de encontrar mis propias razones para correr, que ya no tienen que ver con el juego, pero tal vez sí con el hecho de que, cuando corro y he superado los primeros kilómetros, dejándome llevar por la inercia del camino aprendido, de vez en cuando, tal vez no muy a menudo, el leve asombro de la ingravidez reconquistada se sobrepone a la fatiga y todavía es capaz de hacer que quiera correr más lejos, batir la tierra con más fuerza en cada zancada, tratar de volar más alto, como la Flecha de Jarrow.

domingo, 20 de junio de 2021

Ryuk

 

            El miércoles pasado el Ministerio sufrió un ciberataque que ha dejado inoperativos todos los sistemas. Como consecuencia de ello, llevamos diez días sin acceso a las aplicaciones corporativas ni posibilidad de conectarnos a internet y con los equipos apagados. No obstante, pasada una semana, desde los servicios centrales de mi organismo, para evitar males mayores, se ha tomado la decisión de prohibir el teletrabajo, sin perjuicio de la obligación de todo el personal de permanecer en sus puestos de trabajo hasta nueva orden. Todo lo cual nos ha dejado aislados en una especie de trinchera, a la espera de que se restablezcan las comunicaciones, ya que hasta los teléfonos han dejado de funcionar. Además, los expertos informáticos del Ministerio y del Centro Criptológico Nacional han calificado la situación como ‘incidente crítico’, lo cual significa, poco más o menos, que pueden pasar varias semanas antes de que se restablezca la normalidad.

            Parece ser que el virus en cuestión podría ser el mismo que colapsó hace tres meses el sistema informático del Servicio Público de Empleo, un ransomware (secuestrador de datos) que, después de traspasar nuestras líneas, se habría instalado en algún escondrijo a la espera de instrucciones, permaneciendo desde entonces en estado latente, activándose exactamente a los tres meses de producirse el primer ataque informático.

            Aunque nada se sabe en relación a su autoría, en su momento, alguien puso nombre al secuestrador responsable de este desaguisado, que se llama Ryuk, lo cual, analizando el asunto con cierta perspectiva, no deja de resultar revelador. Y es que, en la serie de manga Death Note, Ryuk es un Shinigami, una especie de ser sobrenatural o dios de la muerte que un día, por puro aburrimiento, decide arrojar al mundo de los humanos un cuaderno en el que se contienen unas instrucciones con arreglo a las cuales, escribiendo en sus páginas el nombre completo de una persona mientras se visualiza su rostro, es posible provocarle la muerte de manera instantánea.

Naturalmente, no pasa mucho tiempo antes de que un humano encuentre el cuaderno, lea las instrucciones y se plantee la posibilidad de seguirlas con los efectos consiguientes. No obstante, Ryuk no interfiere en las decisiones del portador del cuaderno, pero lo acompaña permanentemente y se muestra proclive a colaborar con él solo en el caso de que las consecuencias de sus actos le parezcan divertidas. Así pues, Ryuk no mata a nadie, solo deja que la naturaleza humana determine las decisiones del poseedor del cuaderno que es quien decide sobre la vida y la muerte de sus semejantes.

            Visto así, el ransomware tampoco ha matado el sistema informático del Ministerio, sino que han sido los funcionarios que decidieron abrir algún enlace sospechoso los que, por puro aburrimiento, sin saberlo, arrojaron al mundo de los vivos un cuaderno de instrucciones capaz de colapsar ese sistema informático que servía de soporte a la actividad que su administración tiene encomendada.

            En la serie del Death Note, hay un sagaz detective, llamado ‘L’, cuya inteligencia le lleva a intuir la existencia de un asesino en serie que puede eliminar a cualquier persona sin ni siquiera ponerle un dedo encima y que, con su tesón, conseguirá averiguar la identidad del autor de un rosario de muertes sin conexión aparente pero igualmente inexplicables.

            Por desgracia, parece que por ahora no disponemos de nadie con semejantes cualidades, lo cual nos deja a expensas de la iniciativa, o falta de ella, de unos responsables de la administración miopes en su percepción y lentos de reflejos, torpes custodios de los intereses de la ciudadanía, a los que Ryuk debe estar observando divertido desde su escondrijo, esperando el momento en que alguien escriba otro nombre en el cuaderno de tapas negras al tiempo que imagina su rostro contraído bajo los efectos de un súbito ataque al corazón.

            Mientras tanto, en la trinchera, la moral de la tropa sigue alta, aunque empiezan a escasear las mascarillas y algunos miran de soslayo a los que acuden con demasiada frecuencia a la máquina de agua para saciar su sed. La provisión de folios parece suficiente por ahora, pero hace días que le cambiamos el tóner a la impresora y no quedan más cartuchos. Esperemos que no vuelva a atascarse el wáter de las chicas, aunque la última vez fue por arrojar demasiado papel higiénico a la taza y de este último tampoco queda demasiado.

viernes, 11 de junio de 2021

Vi

 

            Hace tiempo escuché una noticia sobre al avistamiento de una pantera negra en las inmediaciones de un pueblo de Granada. Al final, después de un gran despliegue por tierra y aire de patrullas del SEPRONA, el felino resultó ser un gato de pelaje oscuro y cola majestuosa. No obstante, he leído que estos avistamientos son frecuentes en distintos lugares del planeta que no constituyen precisamente el hábitat de grandes felinos y han dado lugar a un fenómeno que se conoce como alien big cats.

            También me acuerdo de que el año pasado fue avistado un cocodrilo en la confluencia del Duero y el Pisuerga. Incluso se llegaron a identificar sus huellas y lo que pudiera ser la guarida del reptil, que cabría que hubiese utilizado como nido. En este caso, pasado algún tiempo, la búsqueda se suspendió por falta de evidencias. Aunque el hecho de que no haya podido identificarse un equivalente al gato de cola luenga  supongo que hará más precavidos a los que remonten este año el curso del río.

            Es fácil predecir el desenlace de estas noticias sobre encuentros fortuitos con especies exóticas, pero supongo que siempre se piensa en la posibilidad de que a algún memo se le haya escapado la mascota o de que haya decidido deshacerse de ella, aun a riesgo de poner en peligro la vida de sus semejantes, para salvaguardar su propia integridad.

            Cuando salgo a correr, me encuentro de vez en cuando con animales silvestres. Aunque nada ni remotamente parecido a panteras o saurios de gran tamaño. Por ejemplo, en el parque al que suelo ir por las tardes hay una zona de arbustos que ha sido invadida por una colonia de conejos, algunos de los cuales, a esa hora de la tarde, se quedan inmóviles al lado del senderillo de tierra que transcurre junto a la zona de matorrales que separa el parque de la vía del tren, se me quedan mirando un instante con sus grandes ojos oscuros y vacíos, y a continuación salen disparados para ocultarse a mi vista entre los arbustos. También, en una ocasión,  me salió al paso una culebra que, dibujando con su cuerpo una espiral vertiginosa en el camino, se escabulló a una velocidad sorprendente entre la vegetación.

Aunque supongo que mi experiencia tampoco es comparable a la de los participantes de un ultramaratón que transcurría por la Sierra de Guadarrama y que fueron advertidos por efectivos de Protección Civil de la presencia de lobos en las inmediaciones, con los que podían toparse los corredores que quedasen más rezagados y culminaran los últimos kilómetros del recorrido tras la puesta de sol.

 Sin perjuicio de la posibilidad real de un encuentro vespertino con una manada de cánidos salvajes, a veces, los corredores de ultramaratones sufren alucinaciones en plena carrera, y pueden ver imágenes o ser testigos de sucesos inverosímiles, que perciben con una nitidez que les persuade de su veracidad, sólo desmentida tiempo después, cuando, terminada la carrera, reflexionan sobre lo que creían haber visto u oído.

Yo también tengo mi propia experiencia, en lo que a avistamiento de especímenes extraños se refiere. Una tarde en la que corría bajo los rayos de un sol estival que empezaba a declinar, vi en la lejanía un animal que atravesaba rápidamente la calle desierta a cierta distancia de donde yo me encontraba. Podría haber sido un perro vagabundo o un gato callejero, pero no se parecía ni a uno ni a otro. Tenía las patas muy cortas y el cuerpo alargado terminaba en una cola tan larga como su cuerpo y su cabeza juntos. Pero lo más peculiar era su manera de moverse, ágil y silenciosa, casi furtiva. Supongo que a lo que más se parecía era a una rata, pero de dimensiones comparables a las de un capibara.

Considerando que no llevaba corriendo el tiempo suficiente para ser víctima de una alucinación, y barajando en mi subconsciente la remota posibilidad de que a algún laboratorio cercano se le hubiera escapado un roedor al que alguien estaba sometiendo a un experimento secreto, decidí tomar la calle en sentido contrario al de mi avistamiento, sin dejar de mirar hacia atrás de vez en cuando para asegurarme de la ausencia de cualquier perseguidor. Aunque siempre que paso por ese lugar echo un vistazo en la misma dirección, buscando algún signo que pueda delatar su presencia, no he vuelto a ver nada parecido, pero a veces me da por pensar que, a pesar de que yo no lo vea, puede que me esté observando desde la entrada de una madriguera cuya existencia sigue pasándome igualmente inadvertida.

            Tal vez, nuestro instinto, adormecido por la naturaleza domesticada de los parques y jardines que adornan nuestras ciudades, incluso de los campos que rodean nuestros pueblos, de vez en cuando, necesita rebelarse contra la anodina previsibilidad de esos encuentros con otras especies, y busca desesperadamente algún resquicio capaz de conducirnos de nuevo, aunque sea brevemente, hasta la vida salvaje, en la que es necesario permanecer alerta para sobrevivir. Un mundo en el que las huellas de los grandes felinos, el aullido de los lobos y los ojos amarillos de los cocodrilos acechando en la oscuridad nos hagan más conscientes de nuestra vulnerabilidad, pero también nos ayuden a sentirnos vivos a la vez que vulnerables.

viernes, 7 de mayo de 2021

Elecciones en tiempos de pandemia

 

            El martes de esta semana se han celebrado las elecciones en la Comunidad de Madrid y todas las predicciones han sido puestas en evidencia por los resultados, con un triunfo apabullante del Partido Popular que incluso puede prescindir de la extrema derecha para formar gobierno, ya que Vox solo puede apoyar la investidura de la candidata del ganador o alinearse con el bloque de izquierda.

            El terremoto ha sido de tal magnitud que, en las filas del PSOE, con un candidato que ha pasado de ser el más votado en las elecciones anteriores a quedar cómo tercera fuerza política, dejándose por el camino 13 escaños y cosechando el peor resultado de su historia, han tocado a rebato y anuncian primarias en distintos territorios; Ciudadanos ha desaparecido del mapa político y ha pasado de formar parte del gobierno de la Comunidad a perder su representación parlamentaria, y Unidas Podemos se queda como tercera fuerza de la izquierda y partido como menos representación en la asamblea. Así las cosas no es extraño que su candidato haya decidido abandonar la política.

            Mientras tanto, la Presidenta en funciones ha conseguido 900.000 votos más que en las elecciones de 2019, más que doblando el número de escaños y siendo su partido el más votado en todos los municipios salvo dos, superando el 50 por ciento de los votos en 36 de esos municipios. Y todo ello con una participación del 80,73 por ciento, la mayor de la historia en unos comicios autonómicos.

            Y los analistas, que fallaron estrepitosamente en sus predicciones, deben andar devanándose la sesera y preguntándose qué diablos ha pasado. Como si lo que ha pasado no tuviera una explicación sencilla y hubiera que recurrir a los arcanos para descifrar el enigma.      Pero, en realidad, esa explicación está ahí, al alcance de cualquier mente despierta. No obstante, no faltan algunos que le echan la culpa, precisamente, a la falta de inteligencia del electorado, lo que ofende mucho a otros (a nadie le gusta que lo llamen tonto o que le digan que ha sido elegido por unos tontos). Además, meterse con la gente corriente está muy feo, porque el pueblo nunca se equivoca y son sus dirigentes los que no se explican bien (y por eso pierden las elecciones) o, después de haber sido elegidos, se desvían de la voluntad popular y hacen lo que les da la gana (lo que les lleva a perder las elecciones siguientes).

            Pero vamos a ver, ¿quién en sus cabales no votaría a un candidato que, frente a tantas restricciones, toques de queda, confinamientos perimetrales, aforos limitados y uso obligatorio de mascarillas, le prometiera algo tan básico pero tan sagrado como la ‘libertad’? Es como si el alcaide de una prisión decidiera convocar elecciones y se presentara frente a otro candidato que promete que va a abrir las puertas de la cárcel de par en par, para dejar que la gente entre y salga a su antojo. La única diferencia es que, en esta ocasión, quien convoca las elecciones es el propio alcaide y que la gente que está metida en la cárcel son ciudadanos normales y corrientes, sin más delito a sus espaldas que una tendencia natural a hacer su santa voluntad, a la que un virus inoportuno ha venido a fastidiarle los fines de semana, a impedirle viajar al extranjero, a obligarle a trabajar desde casa, a prohibirle asistir a conciertos, ir al cine y salir de fiesta.

            Bueno, en realidad, quien le ha impedido hacer todo eso y le ha obligado a hacer todo lo otro es un gobierno tiránico con ganas de fastidiar a la ciudadanía, al que parece preocuparle más la salud de cuatro viejos (claro que, a lo mejor, no somos cuatro, ya que ahora hasta a los mayores de 50 años se nos considera ancianos) que la salud de la economía y la sagrada libertad individual. Y es que, cómo dijo alguien no hace mucho, hay que huir de los confinamientos como de la peste (menos mal que el coronavirus parece una broma frente a la peste que asoló Europa, sino en vez de huir de la peste estaríamos arrojándonos en sus brazos).

            La cuestión es que, a estas alturas, empiezo a creer que muchos de los que nos hemos tomado esto en serio desde el principio, aun sin tantas restricciones, tal vez habríamos sido capaces de ponernos a salvo, aun a costa de pasar por unos paranoicos y renunciar voluntariamente a muchas cosas de las que, como a todo el mundo, nos gusta hacer. Lo que me lleva a la conclusión de que las medidas obligatorias, los confinamientos, los aforos limitados, los toques de queda, a quienes han tratado de proteger es a aquellos que, por sí mismos, son incapaces de renunciar a sus derechos y libertades, y prefieren asumir ciertos riesgos, además de no ser muy conscientes de la posibilidad de poner seriamente en riesgo a sus allegados y familiares, ya no digo al resto de sus conciudadanos.

            Pero así son las cosas y hay que asumirlo. Así que todos los líderes políticos, si aspiran a revalidar mandatos o a ganar las próximas elecciones, deberían ir tomando nota y, en primer lugar, no convocar (o convocar cuanto antes) elecciones mientras el voto pueda decidirlo el grado de rechazo de la ciudadanía al uso de la mascarilla obligatoria; en segundo lugar, aligerar cuanto antes cualquier tipo de medida de carácter restrictivo (y aquí ya no caben medias tintas, que al toque de queda le quedan dos telediarios y, más pronto que tarde, habrá que retratarse) y, si algo sale mal, echarle la culpa, por ejemplo, a la gestión de las vacunas, salvo, claro está, que la mala gestión pueda achacarse a uno mismo. Y, por último aunque no menos importante, bajo ningún concepto culpabilizar a la ciudadanía de cualquier cosa que pueda pasar porque el pueblo soberano sabe lo que quiere, tiene memoria, y, más tarde o más temprano, habrá que convocar nuevas elecciones.

viernes, 30 de abril de 2021

Ezquepliades.

 

            Esta semana he tenido que acudir al juzgado todos los días. Según mi modesta experiencia, muchas veces, las vistas orales transcurren con más pena que gloria. Frecuentemente, las pretensiones de las partes son las mismas y los argumentos de las defensas se repiten y se repiten machaconamente, la prueba resulta insustancial y el resultado del litigio más que previsible, de modo y manera que uno ya sabe lo que va a pasar antes incluso de que su oponente abra la boca. Lo sabe también la contraparte, y, por supuesto, lo sabe el juez, que a duras penas consigue evitar dar muestras del hastío que le produce escuchar, un día si y otro también, las razones de los litigantes. Si me apuráis, en algunos casos, lo sabe hasta el funcionario de auxilio judicial que asiste calladamente, día tras día, al espectáculo de la administración de justicia maniobrando (que es algo así como ver maniobrar a las legiones romanas, pero sin escudos ni lanzas) y que podría decidir el resultado del pleito sin apartarse demasiado del criterio de su señoría.

            No obstante, de vez en cuando, quizá no muy a menudo, también en ese escenario previsible, pasan cosas. Y, si uno está lo suficientemente atento, puede romper esa aburrida dinámica, propia del día de la marmota, haciendo que esas cosas sucedan.

            Hace tiempo estaba esperando a ser llamado para comparecer en uno de esos pleitos en los que un trabajador reclama los salarios correspondientes a un periodo de tiempo en el que dice haber trabajado para una empresa que no le ha hecho un contrato, ni le ha dado de alta en la Seguridad Social ni, por supuesto, pagado un céntimo, a pesar de que la relación laboral haya podido prolongarse durante meses.

Estábamos en pleno auge de la segunda ola de la pandemia y el aforo de las salas de vistas y también del vestíbulo estaba limitado. Y, como soy un tipo precavido, y dado que, debido al retraso con el que se estaban desarrollando las vistas orales, un número ingente de letrados de costumbres y hábitos dudosos se agolpaba en la antesala, salí al pasillo y estuve esperando allí, pacientemente, a que me tocase el turno. Para mi sorpresa, a pesar de haberme acreditado previamente en la secretaría y anunciado mi intención de comparecer en sala, cuando llegó el momento, no fui llamado y el juicio se desarrolló sin mi presencia.

Lo anterior me obligó a plantear un incidente de nulidad de actuaciones que ha culminado en un nuevo señalamiento y la repetición del juicio que, finalmente, se ha celebrado esta semana. No las tenía todas conmigo, porque me conozco la liturgia y lo más probable es que apareciera un testigo que ratificase punto por punto la versión de los hechos de la demanda.

En todo caso, el asunto me escamaba un poco porque la empresa en cuestión explotaba un taller mecánico que ocupaba a un solo operario y la actora decía haber sido contratada para trabajar como auxiliar administrativo a tiempo completo y haber desarrollado su actividad durante casi cuatro meses. Así que, con la suficiente antelación, pedí el interrogatorio de la trabajadora que, cuando se celebró el primer juicio, ni siquiera había aparecido por el juzgado, dejando que la representara su abogado, ese que se había introducido en la sala a hurtadillas aprovechando que su oponente no se encontraba a la vista.

El juicio transcurría por el cauce habitual hasta que llegó el momento de proponer prueba. Entonces, el letrado de la trabajadora, que ya se había remitido, al ratificar la demanda, a sus manifestaciones del juicio anterior, siendo advertido por su señoría de la necesidad de manifestar nuevamente cuanto fuera de su interés, dado que el juicio precedente había sido anulado, y teniendo en cuenta además que ella no era el magistrado que había presidido la vista, volvió a remitirse a la prueba propuesta en dicho juicio (al parecer, debía tener bastante confianza en el éxito de sus pretensiones si las cosas se hubieran quedado como estaban). Ante esta manifestación, la magistrada empezó a dar muestras de impaciencia y le espetó que no sabía cuántas veces iba a tener que repetirle que no podía remitirse a lo dicho en el juicio precedente porque este había sido anulado y, a todos los efectos, no existía. Vamos, que no había un juicio anterior al que remitirse. Entonces, mi colega argumentó, con buen criterio, que los documentos que había aportado si existían y obraban en los autos, y que por eso se remitía a ellos. A lo que la magistrada le dijo que le parecía muy bien, pero que, de todas maneras, tenía que proponer las pruebas de que pretendiera valerse. Dicho lo cual, el letrado manifestó que proponía la prueba documental que constaba en autos y que ya había sido aportada en un juicio anterior que no existía.

Con la tensión flotando en el ambiente, se inició la fase de prueba con el interrogatorio de la trabajadora, a la que formulé varias preguntas para centrar el debate, dejando clara cuál era la actividad a la que se dedicaba la empresa (taller de reparación de automóviles), cuántos trabajadores tenía en plantilla (un mecánico), dónde radicaba el centro de trabajo (no recordaba el nombre de la calle), en qué consistía la actividad de un auxiliar administrativo en una empresa de tales dimensiones que le obligara a prestar servicios durante una jornada de ocho horas diarias de lunes a viernes (al parecer consistía en recibir a los clientes y cobrarles las facturas. Lo que me hizo pensar que a ese mecánico habría que subirle el sueldo), cómo había sido contratada (el gerente de la empresa era su primo. Sólo a tu primo le trabajas durante cuatro meses sin cobrar) y sí conocía a algún otro empleado de la empresa. A lo cual, la demandante, que se había mostrado bastante desenvuelta hasta ese instante, sonriendo ampliamente (cómo queriendo decir, esta me la sé) contestó que el mecánico en cuestión se llamaba Ezquepliades. En ese momento, la magistrada, que se había limitado a tomar notas en su minuta, con gesto de extrañeza, le pidió primero que repitiera el nombre y, luego, que lo deletreara. Aunque, la cuestión es que el hombre se llamaba así y a mí me constaba porque había recabado dicha información de la Seguridad Social.

A continuación, mi colega solicitó repreguntar, con la mala fortuna de que, después de la segunda pregunta, sonó un móvil en la sala (cosa que sucede con más frecuencia de la que cabría esperar), que resultó ser el de la trabajadora, que, dándose la vuelta, abrió el bolso y, en lugar de cortar la llamada, después de mirar la pantalla, le dijo a su señoría que era para un trabajo y que si podía contestar. La magistrada, con gesto de incredulidad, le dijo que no, que se centrara y que, sin duda, volverían a llamarla (acertando plenamente en su vaticinio), con lo que el móvil volvió a su sitio, aunque para sonar por segunda vez a la tercera pregunta. En esta ocasión, la trabajadora, viendo la falta de empatía de la jueza, y después de expresar en voz alta que no podía dejar de atender la llamada, se ausentó de la sala, ante la estupefacción general. Al cabo de unos minutos, se abrió nuevamente la puerta de la sala de vistas y por ella se asomó la actora preguntando si podía volver a entrar. A lo que la magistrada, cómo una madre que considerara que no había llegado el momento de levantar el castigo impuesto a una hija desobediente, le dijo que mejor se quedará fuera.

La fase de prueba terminó con el interrogatorio del testigo sorpresa que yo había estado esperando desde el principio, que lo mismo puede ser alguien que era cliente de la empresa (y, por ejemplo, acudía a una cafetería día y noche, todos los días de la semana, cómo Frasier en el Barbosa o Joey Tribbiani y compañía en el Central Perk), o que pasaba frecuentemente por el centro de trabajo (esto puede suceder aunque se trate de trabajos nocturnos que se desarrollan en un polígono industrial), o incluso un vecino que se cruzaba con el demandante en el rellano de la escalera cuando este salía de su casa para ir a trabajar (si estas en el rellano de la escalera a la hora de trabajar y no llevas puesto el pijama, o tienes una intensa vida nocturna o es que te has levantado para ir a trabajar). Aunque, en este caso, la realidad superó todas mis expectativas, y el testigo en cuestión resultó llamarse Jacinto y no Ezquepliades. Y la primera pregunta se la hizo la magistrada, qué quiso saber de qué conocía a la demandante, a lo que Jacinto contestó sin dubitaciones que de pasear a los perros. Ante esta manifestación, realizada espontáneamente, convencido de su veracidad, decidí renunciar al contrainterrogatorio.

viernes, 23 de abril de 2021

Genoma del funcionario

 

            He leído hace poco en la prensa que la Junta de Andalucía, con motivo de la tramitación del Anteproyecto de Ley de Función Pública, se está planteando la posibilidad de utilizar un sistema de inteligencia artificial para recopilar y analizar comentarios de sus funcionarios en redes sociales o a noticias publicadas en Internet, con el loable objetivo de disponer de una base de datos que compendie los intereses e ideas de cada empleado público, para poder saber lo que le interesa, pero también lo que le preocupa, tomar conocimiento de lo que realmente sabe hacer y, de esta manera, perfilar sus intereses y poder facilitarle un puesto de trabajo acorde a sus preferencias y capacidades.

            La base de datos ha sido bautizada con el nombre de “genoma del funcionario” (no es broma) y, una vez implementada, permitiría, a la hora de resolver un concurso y antes de adjudicar la plaza correspondiente, disponer de nuevos elementos de juicio, además de los consabidos certificados de méritos que, como todos sabemos, no son muy esclarecedores en lo que al mérito y capacidad del candidato se refiere (en cada concurso, todo el mundo dispone, por lo menos, de  un par de ellos, uno para los méritos generales y otro para los específicos) y haría posible prescindir de la entrevista personal que, además de ser un engorro, sólo sirve para que la gente mienta descaradamente y se atribuya unos méritos de los que carece, cosa que por otro lado también suele hacer en las redes sociales.

            Naturalmente, una vez conocido el proyecto, se han alzado voces en contra de esta novedosa iniciativa que algunos consideran que vulneraría los principios de mérito y capacidad que, por mandato constitucional, deben presidir el acceso a la función pública y, por ende, la promoción profesional en el ámbito de la Administración.

            Y yo me pregunto, ¿acaso no tiene mérito opinar libremente, con criterio o sin él, en Facebook sobre la actualidad social y política de nuestro país, o deslizar en Twitter comentarios sarcásticos sobre la intervención del candidato del partido del Gobierno en el último debate electoral televisado, aún a riesgo de ser linchado y descuartizado en la plaza pública mediática? ¿No es acaso digno de valoración, a la hora de adjudicar por ejemplo una plaza de bombero, el peligro que algunas personas están dispuestas a correr haciéndose un selfie extremo para subirlo a su cuenta de Instagram? ¿Es que los haters no merecen que se valore adecuadamente el grado de resentimiento hacia sus semejantes antes de adjudicarles por méritos propios una plaza que implique dirección de equipos humanos?

            No sé vosotros, pero mañana mismo pienso ponerme a actualizar mis perfiles en redes sociales, no sea que un día de estos alguien tenga que valorar cuales son mis inquietudes e intereses, analizar lo que realmente me gusta y decidir para qué cometido estoy verdaderamente capacitado con objeto de adjudicarme un puesto de trabajo idóneo. Aunque estoy pensando que lo mismo dejo las cosas como están porque, a lo mejor, hay por ahí una plaza vacante en una playa semidesierta con una jornada flexible, que lo mismo obligue a dar cuenta de la hora del amanecer que del momento exacto en que el sol toca cada tarde la línea del horizonte, en el que, para cumplir adecuadamente con las prescripciones en materia de prevención de riesgos laborales, sea obligatorio lleva un sombrero de paja y una camisa de lino para protegerse de ese mismo sol y que también requiera caminar largas distancias por la arena para tomar nota del curso de la marea.

sábado, 3 de abril de 2021

El Mecanismo de Anticitera.

 

Hace poco he leído un artículo que hablaba sobre el llamado mecanismo de Anticitera. Se trata de un mecanismo  de 2.000 años de antigüedad del que han llegado hasta nosotros 82 fragmentos que representan aproximadamente un tercio del dispositivo, y que fueron hallados a comienzos del siglo pasado por unos pescadores de esponjas griegos cerca de la isla mediterránea del mismo nombre. Dicho dispositivo constaría de un complejo sistema de engranajes de bronce que permitía predecir eventos astronómicos, como eclipses, fases de la luna y la posición relativa de los planetas.

Habiendo sido objeto de estudio durante más de un siglo, sólo recientemente, un equipo de investigadores del University College London ha pubicado un estudio que, utilizando un método matemático griego antiguo descrito por el filósofo Parménides, ha permitido avanzar en la comprensión del sistema de engranajes de la parte frontal del dispositivo, explicando los ciclos de todos los planetas.

Personalmente, todo lo que rodea este hallazgo me parece fascinante. Desde la asombrosa complejidad de un mecanismo tan antiguo, a su desaparición durante un naufragio en la era romana y su hallazgo por parte de unos buzos de esponjas en el año 1901. Pero lo que me resulta más asombroso es el hecho de que hace dos mil años existieran hombres capaces de rastrear el movimiento de los planetas durante largos periodos de tiempo para predecir sus posiciones y trasladar los resultados de dicha observación al diseño de un mecanismo de precisión que otros contemporáneos suyos podrían utilizar para llevar a cabo una predicción sumamente exacta. Todo lo cual demuestra que en aquella época existía un saber compartido que debió transmitirse a través de un sistema de enseñanza, aunque este no se encontrara al alcance de todo el mundo.

Recientemente, me he enterado también de que algunos museos han decidido prescindir de las cifras romanas, sustituyéndolas por la numeración arábiga, por la sencilla razón de que algunos visitantes no entienden los números romanos y so pretexto de que esta circunstancia constituye un obstáculo para la comprensión. Y esto también me parece algo asombroso, aunque por diferentes razones.

Siguiendo este mismo razonamiento, cuando algunos visitantes no entiendan que el número dieciséis tras el nombre de un rey llamado Luis significa que hubo otros quince reyes que se llamaron Luis antes que él, corriendo el riesgo de atribuir a los números que acompañan ese nombre en un texto el mismo significado que si lo acompañaran en la camiseta de un equipo de fútbol (lo cual permite intuir sin esfuerzo que Felipe 2 jugaba de lateral derecho en la selección del imperio español), podríamos prescindir absolutamente de la numeración y llamar a todos los reyes por su nombre de pila, explicando si acaso que, a lo largo de la historia, los nombres de los reyes suelen repetirse con frecuencia, para evitar, por ejemplo, que se relacione al actual monarca con la batalla de Lepanto (dejemos que Francia juegue su papel frente a Turquía en el conflicto geopolítico del Mediterráneo, que ahora no nos toca a nosotros).

Así las cosas, no es de extrañar que cuando alguien escribe un guión cinematográfico inspirado en un hallazgo como el del Mecanismo de Anticitera, termine atribuyendo la autoría de tan sofisticado artilugio a una civilización extraterrestre que ya nos visitó hace dos mil años. Aunque me parece más verosímil que esos visitantes, asombrados ante tan brillante instrumento astronómico, para evitar que nos convirtiéramos en una amenaza en el futuro, decidiera hundir la galera romana en la que viajaba el dispositivo, rompiéndolo en cientos de pedazos, entregándonos a cambio una pelota y un sistema de numeración a base de letras, que resultara incomprensible para las generaciones futuras. Además, en el colmo de la iniquidad, nos instruyeron para que, en la medida de lo posible, llamáramos a nuestros monarcas con el mismo nombre, sembrando así las bases de la confusión que hoy nos gobierna.