Hace
unos cuantos fines de semana salí a correr al parque. Era una soleada mañana de
domingo y, como todavía no había empezado a hacer frío, elegí una camiseta de una edición pasada de la
carrera nocturna en la que participé mucho antes de que se declarara la pandemia,
que es de color naranja y tiene estampada una enorme mancha azul sobre la que
aparece impresionado el nombre comercial de un potente quitagrasas y principal
patrocinador de la prueba.
Todavía
no había llegado al parque cuando, al pasar por delante de un semáforo, vi a un
anciano esperando en la acera a que se pusiera verde para cruzar y que llevaba
puesta una camiseta idéntica a la mía. Como iba acompañado, pensé que estaría
dando un paseo y que seguramente habríamos coincidido en aquella carrera, y
quién sabe si en alguna otra, aunque separados por un buen número de corredores
y sin ser conscientes el uno de la existencia del otro.
Después
de un par de kilómetros, cuando ya se me había olvidado aquel encuentro fugaz y
estaba a punto de entrar en el parque, aproximándose a la misma entrada, pero
en dirección opuesta a la mía, vi aparecer la figura delgada pero todavía
robusta del anciano que venía corriendo a mi encuentro. Justo antes de atravesar
el umbral, se volvió hacía mí y, levantando la voz, me preguntó si iba a
preparar el maratón. Negué con la cabeza y, ya dentro del parque, lo adelanté
antes de la primera curva. Entonces me habló otra vez animándome a que lo
hiciera, diciéndome que todavía era joven. Me volví para contestarle que ya no
era tan joven. A lo que me respondió preguntándome si tenía 70 años y, cuando
le dije que no tantos, sin dejar de correr detrás de mí, me informó de que él
había corrido cuatro maratones y tres triatlones. Extendí la mano y le mostré
tres dedos, informándole a mí vez de que yo había disputado tres maratones. ‘¿En
qué tiempo?’ quiso saber. ‘Tres cuarenta y ocho’, respondí. ‘Yo llegué a
correrlo en tres veinte’, me dijo antes de quedarse definitivamente atrás.
No
he vuelto a coincidir con ese corredor veterano, y he llegado a pensar que
podría ser yo mismo dentro de quince años, si es que para entonces todavía
conservo la misma camiseta. Pero luego me ha dado por pensar que, en ese tiempo,
tendría que mejorar mi mejor marca de maratón en casi media hora y disputar
tres triatlones, lo cual me parece un desafío mayúsculo y digamos que, dado que
yo también soy un corredor veterano, algo poco probable, salvo que alguien
descubra un remedio contra el envejecimiento realmente eficaz y decida
comercializarlo a precios populares.
No
obstante, parece ser que hay un puñado de multimillonarios muy interesados en
dar con esa fórmula capaz, no solo de detener el deterioro físico, sino de
abrirnos las puertas de la inmortalidad. De hecho, en determinados círculos se
habla del envejecimiento como de una enfermedad y no como de un proceso natural
que afecta a todos los seres vivos, que no por envejecer y deteriorarse
enferman necesariamente.
Pero encontrar ese
remedio que pueda convertirnos en seres inmunes a las enfermedades, preparados para
superar cualquier traumatismo, tal vez dotados de capacidades excepcionales y,
potencialmente, capaces también de trascender los límites de lo que hoy
conocemos como existencia humana, requeriría de una enorme inversión económica y,
una vez hallado, no podría aplicarse de forma indiscriminada so riesgo de
esquilmar definitivamente los recursos finitos de un planeta incapaz de
regenerarse a una velocidad suficiente para saciar el apetito de una raza
inmortal de superhombres o, por utilizar la terminología transhumanista, de posthumanos.
Y esto
inevitablemente plantea un dilema moral de enorme trascendencia que consiste en
decidir quiénes merecen perpetuarse y quiénes deben resignarse a morir cuando
su tiempo se haya cumplido. Eso en el supuesto de que, los que hayan encontrado
la fuente de la eterna juventud no opten por resolver ese dilema por sí mismos
en el convencimiento de que su condición de descubridores les hace
automáticamente acreedores de tal merecimiento, y decidan compartir sus aguas
cristalinas con el resto de sus semejantes y no sólo con quienes puedan pagar
el precio impuesto por la ley de la oferta y la demanda.
Por otra parte,
nuestro sistema de pensiones está empezando a sufrir las consecuencias de la
jubilación de los babyboomers y amenaza con colapsar salvo que se tomen medidas
drásticas e inmediatas, entre las que cobra cada vez más fuerza la de seguir
retrasando la edad de jubilación. De hecho, en el pasado, la viabilidad de los
primeros sistemas de seguros sociales estaba garantizada porque parece ser que la
esperanza de vida de los potenciales beneficiarios era muy inferior a la edad a
la que podían jubilarse, con lo que, de facto, la mayor parte de ellos se moría
antes de alcanzar dicha edad, lo que algunos analistas parecen apuntar como
solución a la crisis del actual sistema de pensiones.
Y es que, si incrementamos
suficientemente la edad de jubilación, no será necesario que una pandemia se
cebe con los ancianos para evitar un incremento desproporcionado del número de
pensionistas, sino que los beneficiarios del sistema se morirían por causas
naturales antes de alcanzar la edad de jubilación.
Pero si triunfan las
tesis transhumanistas, una legión de posthumanos dispuestos a contribuir con su
esfuerzo al sostenimiento del sistema de pensiones podría garantizar su
viabilidad futura, siempre que la fórmula de la inmortalidad no se aplicase
simultáneamente a los ya jubilados, en cuyo caso los sujetos cotizantes se
verían obligados a trabajar toda la eternidad para satisfacer las necesidades
de sus ancestros.
A
propósito de lo anterior, esta semana mi hija mayor se ha encontrado con su profesora
de derecho civil del curso pasado, que despojada de su atuendo habitual en el
aula, que consistía en una bata y unos guantes, además de una doble mascarilla,
lucía un cuerpo adolescente, de una delgadez extrema, sobre el que se asentaba
la cabeza de una mujer madura de pelo entrecano y expresión adusta, lo que me
ha hecho recordar a uno de los personajes de la novela de Manuel Mújica Láinez ‘El escarabajo’, una anciana multimillonaria
con el aspecto de una joven seductora cuya edad solo delatan las arrugas del
cuello y de las manos que oculta cuidadosamente con pañuelos y guantes en
cualquier época del año.
Es
posible que la fórmula de la inmortalidad adolezca de algún defecto semejante y
que los posthumanos tengan que ocultar alguna parte de su cuerpo o alguna
porción de su piel para no delatar su pertenencia a una especie distinta y
evitar que sobre ellos se desencadene la ira de los enfermos, los tullidos y
los viejos, encadenados a una existencia terrenal, expuestos a las pandemias, indefensos
frente a los efectos del cambio climático, diezmados como consecuencia de la
ineficacia de los antibióticos contra las superbacterias, condenados a morir
antes de alcanzar la edad de jubilación, teletrabajadores atrapados en un metaverso
que les impida conocer la identidad de sus semejantes mientras un ciberataque
perpetrado por Neo no les libere de Matix.
Recurriendo
a otro símil cinematográfico, tal vez en un futuro no demasiado remoto, los
humanos podríamos convertirnos en los replicantes de un mundo gobernado por los
posthumanos, que nos considerarían enfermos en cuanto abocados a morir en un
también breve plazo de tiempo. Pero, comparando a Roy con su creador, sin duda Eldon
Tyrrel, con sus enormes lentes oculares, su batín de seda y su aspecto
macilento parece el enfermo y Roy,
aunque condenado a una muerte inminente, está
poseído por el ansia de vivir. Así que, parafraseando a Gaff, el personaje interpretado por Edward James Olmos, es una pena
que todos nosotros, como Rachael,
tengamos que morir, pero después de todo, ¿quién vive?
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