Hace
un par de semanas la tierra se quebró en la isla de La Palma y desde entonces
no ha dejado de expulsar toneladas de lava que se deslizan lentamente formando
lenguas de más de diez metros de altura, engullendo todo a su paso, hasta
precipitarse en el mar desde un hermoso acantilado entre nubes de humo tóxico
que vuelven el aire irrespirable.
Dejando
a un lado las consecuencias dramáticas para la vida de quien ha construido la
suya en las faldas de un volcán, las imágenes que nos ha dejado la erupción son
de una belleza fascinadora que hace imposible apartar la mirada de la pantalla
del móvil o del televisor cuando nos muestran una panorámica a vista de pájaro
del cono volcánico o de una isla que parece arder en la noche como una ciudad
que hubiera sido atacada súbitamente por dragones.
Pudiendo
elegir, no todo el mundo sería capaz de vivir a la sombra de un volcán. Tenemos
unos amigos que estuvieron residiendo algunos años en Tenerife, allí se
conocieron y se casaron, pero después de algún tiempo trasladaron su residencia
a la península. Fuimos a visitarlos cuando hacía tiempo que su experiencia
ultramarina había quedado atrás y, estando en su casa, una noche Ana nos confesó
que, entre otros motivos por los que decidieron abandonar la isla, estaba la constante
presencia del Teide, que, algunas noches, como la de aquella apacible velada,
rugía suavemente, y que ese poderoso ronroneo subterráneo era como un sutil
recordatorio de la amenaza latente que se cobijaba bajo la tierra al que no
consiguió acostumbrarse.
Hace
dos años estuvimos en Pompeya, la ciudad sepultada por el Vesubio. En aquella
ocasión nadie pudo prevenir a sus habitantes de las dimensiones de la amenaza
que se cernía sobre ellos, lo que nos ha permitido rastrear sus vidas o al
menos sus últimos momentos, congelados por el fuego y una capa de ceniza abrasadora.
Me pregunto si ellos también se fueron a la cama pensando que el rugido del
volcán era solo una amenaza y no el anuncio de su inminente devastación.
Pero tal vez fue
mejor despertar en la noche y sucumbir en un instante que huir hasta la playa y
ser alcanzado en la fría arena por una nube mortal, como sus vecinos de
Herculano, de los que sólo pudieron recuperarse siglos más tarde sus huesos y sus
joyas. Trato de imaginar cómo transcurrieron sus últimas horas, implorando la
clemencia de los dioses enfurecidos, en su huida hacia un mar que esa noche no
les proporcionó refugio. Los imagino tomando en brazos a sus hijos, medio
vestidos, algunos descalzos, acarreando sus posesiones más preciosas, derramando
sus últimas lágrimas, desamparados frente a un mar oscuro, intuyendo el rumor
de las olas, sofocado bajo el estruendo de las explosiones.
Quién pudiera aplacar
la furia del volcán, aún a costa de una ofrenda dolorosa, como la de Luana, la protagonista de Ave del paraíso, de King Vidor, arrojándose
al cráter de otro volcán en una isla remota del Pacífico para sofocar la ira
del monstruo que vive en su interior y salvar así a sus congéneres del dolor y
de la muerte.
Y ahora que el
monstruo ha abandonado el inframundo y se alza en pie en medio de nuestra isla
solitaria, rugiendo poderosamente y lanzando zarpazos a diestra y siniestra, ahora
que cualquier otra isla habitable se encuentra fuera del alcance de nuestras
naves ¿seremos nosotros capaces de algún sacrificio para apaciguarlo y contener la
devastación que amenaza con destruirnos? ¿O acudiremos a la orilla la última
noche para perecer entre lamentos abrazando a nuestros hijos frente al mar?
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