Hace poco he
leído un artículo que hablaba sobre el llamado mecanismo de Anticitera. Se
trata de un mecanismo de 2.000 años de antigüedad del que han llegado
hasta nosotros 82 fragmentos que representan aproximadamente un tercio del
dispositivo, y que fueron hallados a comienzos del siglo pasado por unos
pescadores de esponjas griegos cerca de la isla mediterránea del mismo nombre.
Dicho dispositivo constaría de un complejo sistema de engranajes de bronce que
permitía predecir eventos astronómicos, como eclipses, fases de la luna y la
posición relativa de los planetas.
Habiendo sido
objeto de estudio durante más de un siglo, sólo recientemente, un equipo de
investigadores del University College London ha pubicado un estudio que,
utilizando un método matemático griego antiguo descrito por el filósofo
Parménides, ha permitido avanzar en la comprensión del sistema de engranajes de
la parte frontal del dispositivo, explicando los ciclos de todos los planetas.
Personalmente,
todo lo que rodea este hallazgo me parece fascinante. Desde la asombrosa
complejidad de un mecanismo tan antiguo, a su desaparición durante un naufragio
en la era romana y su hallazgo por parte de unos buzos de esponjas en el año
1901. Pero lo que me resulta más asombroso es el hecho de que hace dos mil años
existieran hombres capaces de rastrear el movimiento de los planetas durante
largos periodos de tiempo para predecir sus posiciones y trasladar los
resultados de dicha observación al diseño de un mecanismo de precisión que
otros contemporáneos suyos podrían utilizar para llevar a cabo una predicción
sumamente exacta. Todo lo cual demuestra que en aquella época existía un saber
compartido que debió transmitirse a través de un sistema de enseñanza, aunque
este no se encontrara al alcance de todo el mundo.
Recientemente,
me he enterado también de que algunos museos han decidido prescindir de las
cifras romanas, sustituyéndolas por la numeración arábiga, por la sencilla
razón de que algunos visitantes no entienden los números romanos y so pretexto
de que esta circunstancia constituye un obstáculo para la comprensión. Y esto
también me parece algo asombroso, aunque por diferentes razones.
Siguiendo
este mismo razonamiento, cuando algunos visitantes no entiendan que el número
dieciséis tras el nombre de un rey llamado Luis significa que hubo otros quince
reyes que se llamaron Luis antes que él, corriendo el riesgo de atribuir a los
números que acompañan ese nombre en un texto el mismo significado que si lo
acompañaran en la camiseta de un equipo de fútbol (lo cual permite intuir sin
esfuerzo que Felipe 2 jugaba de lateral derecho en la selección del imperio
español), podríamos prescindir absolutamente de la numeración y llamar a todos
los reyes por su nombre de pila, explicando si acaso que, a lo largo de la
historia, los nombres de los reyes suelen repetirse con frecuencia, para
evitar, por ejemplo, que se relacione al actual monarca con la batalla de
Lepanto (dejemos que Francia juegue su papel frente a Turquía en el conflicto
geopolítico del Mediterráneo, que ahora no nos toca a nosotros).
Así las
cosas, no es de extrañar que cuando alguien escribe un guión cinematográfico
inspirado en un hallazgo como el del Mecanismo de Anticitera, termine
atribuyendo la autoría de tan sofisticado artilugio a una civilización
extraterrestre que ya nos visitó hace dos mil años. Aunque me parece más
verosímil que esos visitantes, asombrados ante tan brillante instrumento
astronómico, para evitar que nos convirtiéramos en una amenaza en el futuro,
decidiera hundir la galera romana en la que viajaba el dispositivo, rompiéndolo
en cientos de pedazos, entregándonos a cambio una pelota y un sistema de
numeración a base de letras, que resultara incomprensible para las generaciones
futuras. Además, en el colmo de la iniquidad, nos instruyeron para que, en la
medida de lo posible, llamáramos a nuestros monarcas con el mismo nombre,
sembrando así las bases de la confusión que hoy nos gobierna.
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