Todavía recuerdo la primera vez que me puse la
toga y subí al estrado. Ha pasado mucho tiempo, pero uno siempre se acuerda de
las primeras veces. No era un caso complicado y mi antagonista tampoco opuso
demasiada resistencia. Era un letrado joven, como yo en aquella época, hablaba
en un tono de voz apagado y tenía una expresión triste, cercana al abatimiento.
Pero lo que más recuerdo es que mientras se ratificaba en sus pretensiones, sin
levantar apenas la vista del papel, sobre el escrito de la demanda apoyaba
pesadamente la mano derecha, oculta parcialmente por la manga de la toga, con
el pulgar algo separado y dejando juntos el resto de los dedos. Primero me
llamó la atención su rigidez y luego el ligero tono verdoso de aquella piel
lisa y de un brillo mate. Cuando terminó el juicio, recogió sus papeles con la
mano izquierda y se metió la cartera debajo del brazo derecho, con un gesto
casi rutinario, como un soldado herido en combate y ya licenciado, que acabara
de incorporarse a la vida civil.
Después de aquel, vinieron otros muchos pleitos y
tuve ocasión de medirme con letrados de distintos pelajes. Algunos de trato
cordial fuera de la sala pero beligerantes en el estrado. Otros de tono
conciliador, a veces rayano en la condescendencia, pero sin ningún escrúpulo a
la hora de utilizar argumentos torticeros para decantar a su favor la siempre
inestable balanza de la justicia. También, ocasionalmente, me he topado con
tipos faltones, individuos desagradables, o abogados bravucones a los que, ante
la pasividad de su señoría, en alguna ocasión, tuve que pararles los pies.
Otros, sin embargo, pecaban de lo contrario, parecía que quisieran convencerme
más a mí que al magistrado que tenía que juzgar sus pretensiones. De estos
últimos trataba de escabullirme como fuera antes de entrar en la sala de
vistas, porque, cuando llevaba un rato hablando con ellos, conseguían que se
aplacara mi instinto asesino, ese mismo que les faltaba a ellos y del que a
veces hay que echar mano para no sucumbir cuando tu rival pone encima de la
mesa la artillería pesada.
Hace un par de semanas, y por primera vez después
de todo este tiempo, volví a coincidir con aquel letrado. Al principio, no lo
reconocí. Y es que su aspecto ya no era el de un joven abogado inexperto, el
escaso pelo que conservaba se había vuelto canoso, y se dirigía a una de las
funcionarias de la oficina judicial con gesto de desaprobación, ante la
pretensión de esta de que redactase de puño y letra el acuerdo al que había
llegado con su contendiente para poner fin al litigio que les enfrentaba.
Finalmente, se dio por vencido y apoyando pesadamente la mano derecha sobre el
papel e, inclinándose sobre la mesa, empezó a escribir
trabajosamente con la izquierda.
A lo largo de todo este tiempo, aunque no siempre sea
consciente de ello, yo también he ido cambiado. He perdido mucho pelo y tal vez
un poco de arrogancia, esa que hizo que me ganase algunas antipatías en aquella
primera época. Me he vuelto más flexible y, aunque no siempre las comparta, he llegado
a entender otras razones. Ya no estoy tan seguro de mis propios argumentos y a
veces pienso que se puede tener una razón y al mismo tiempo estar equivocado.
Otras veces, con el juicio ya concluido y encontrándome en el uso de la palabra para formular mis conclusiones, cuando ya sabía que dijera lo que dijese no conseguiría inclinar la balanza a mi favor, pero convencido de lo inicuo de los argumentos de mis oponentes, en alguna ocasión me han dado ganas de decir aquello de ‘venceréis pero no convenceréis’, aunque me he abstenido de hacerlo, quizá porque, aunque vencido, parecía el único en la sala al que no había convencido la retórica ampulosa de quienes se saben a salvo escondiendo la verdad entre los pliegues de la ley. Pero, a pesar de que no creo en la justicia poética, también he visto que, en algunas ocasiones aunque no muy a menudo, la justicia llega por caminos insospechados.
Como en los juegos de rol, es imposible no recibir algún dardo cuando desempeñas determinados oficios, sobre todo si no puedes elegir las armas ni las causas por las que te toca luchar. Hay batallas que no se pueden escoger, pero siempre se puede decidir la manera de entrar en combate, aunque sea con una sola mano, y la forma de poner fin a la contienda, en el momento más oscuro, cuando todo está perdido y ya no se puede vencer, pero todavía es posible perder convenciendo.
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