El médico y psiquiatra
suizo Carl Gustav Jung definió la sincronicidad como la simultaneidad de dos
sucesos vinculados por el sentido, pero de una manera no causal, y se refiere a
la ocurrencia de eventos que están conectados por significado pero no por causa.
Cualquiera ha podido experimentar ese
fenómeno, por ejemplo cuando está pensando en una canción y, un minuto más
tarde, reconoce la melodía por la radio o escucha cómo alguien se pone a
tatarearla. O cuando nos acordamos de un amigo del que no teníamos noticias
desde hacía tiempo y, al día siguiente, nos llama por teléfono.
Para Jung, detrás de muchas de estas
coincidencias se ocultaba una causalidad sin descubrir y no necesariamente un
orden oculto que podría dar algún sentido al desenvolvimiento azaroso de los
acontecimientos que conforman nuestra existencia.
Y a todos nosotros nos gusta especular
de vez en cuando sobre esa causalidad por descubrir, aunque más frecuentemente
nos da por pensar eso de que nada sucede por casualidad, sino por un designio
divino o porque Mercurio se había alineado con Venus y los signos del zodiaco
pronosticaban que esa semana conoceríamos a alguien que iba a impulsar nuestras
vidas en una dirección insospechada.
Recuerdo una película de espías en la
que el antagonista, un agente secreto escurridizo y sin escrúpulos, confesaba
que no creía en las casualidades. Y, por eso, cuando, por ejemplo, se
encontraba dos veces a la misma persona, en días consecutivos y en escenarios
aparentemente inconexos, no dudaba en tomar medidas drásticas para evitar
nuevos encuentros fruto del azar.
La cuestión es que podría haberse
dirigido al sujeto encontradizo y haberle propuesto que se hicieran amigos,
pero en vez de tratar de descubrir la causa oculta tras esos encuentros
fortuitos, preferiría arrojar el cuerpo de su no amigo por el hueco de la
escalera más próxima o empujarlo bruscamente a las vías del metro.
Pero hay mucha más gente incapaz de
tomar iniciativas de este tipo, pero perfectamente capaz de ver señales del
destino detrás de cada esquina. Y creerse a pies juntillas que la mala suerte
le persigue cada vez que un gato o un pájaro negro se pasean por el alféizar de
su ventana o de pensar que si hace esto o aquello, cualquier noche de luna
llena, los astros le recompensarán generosamente.
A mí, sin ir más lejos, me gusta pensar que, mientras acudo a la oficina envuelto en mis tribulaciones cualquier lunes por la mañana, antes del amanecer, a miles de kilómetros de distancia, en las profundidades de un lago, algo se mueve en el fondo limoso, ascendiendo lentamente hasta la superficie para llamar a la puerta de una casa aislada en medio del páramo, y que todas mis acciones están vinculadas secretamente con una criatura ancestral que me impele a actuar al margen de mi capacidad de raciocinio, cuyas motivaciones escapan a mi entendimiento, pero tienen un significado que se me escapa y que, al mismo tiempo, guía y da sentido a todo lo que hago.
Y la verdad es que, a veces, en nuestro
comportamiento no hay nada personal. Es sólo que la gente, también a veces, se
cae por el hueco del ascensor. Y sólo hace falta que ese día esté un poco
distraída y que la superficie de un lago, a miles de kilómetros, amanezca menos
apacible que de costumbre.
Al fin y al cabo, todos vivimos en una
casa en medio del páramo y cualquiera puede llamar a la puerta o ser nosotros
mismos los que decidamos visitar a los vecinos antes del amanecer.
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