jueves, 11 de diciembre de 2014

Códigos, apuntes y el testimonio de lo que hemos sido


            Estos días he estado haciendo limpieza y poniendo orden en mis papeles para tratar de aprovechar de la mejor manera posible el espacio disponible después de trasladar la librería al salón, dado que además de los libros que había en las dos estanterías, que ahora están en los cuartos de las niñas, teníamos que buscarles sitio a nuestros apuntes, libros de texto y, en mi caso, repertorios varios de legislación. Así que, como el espacio de nuestra casa es finito, no ha habido más remedio que deshacerse de algunos manuales y además, de una tacada, las normas más señeras del ordenamiento jurídico español han aterrizado en el contenedor de papel, incluyendo un código civil, el código penal, la ley hipotecaria, el código de comercio y las leyes de enjuiciamiento civil y criminal.
            Es curioso lo que nos cuesta, a veces, deshacernos de las cosas; especialmente cuando una parte importante de nuestra vida está ligada a ellas. Recuerdo que, durante años, tuve guardado en el altillo de un armario el temario de la oposición a la carrera judicial; incluso cuando ya había abandonado la idea de volver a presentarme a los exámenes y, a medida que pasaba el tiempo, los temas iban quedándose desfasados, al ritmo que se iban publicando en el boletín oficial del Estado nuevas normas o se reformaban, sin cesar, las que seguían en vigor. Durante algún tiempo, guarde también los apuntes de la carrera de algunas asignaturas que me gustaron particularmente o tomados de la clase de profesores que influyeron de manera especial en mi formación jurídica.

            Y a todo lo anterior, todavía podría sumar resoluciones, informes, instrucciones, ponencias, apuntes de clase (esta vez como profesor) e incluso la copia del expediente de nulidad de un contrato administrativo que instruí de cabo a rabo, incluyendo un dictamen del Consejo de Estado y la cuantificación de la indemnización por enriquecimiento injusto que hubo que satisfacer a la empresa adjudicataria del mismo.
            Y es que, al desprenderme de todo ese material, tengo la vaga sensación de que un trocito de mi experiencia vital, como estudiante, opositor o empleado público, pasa a la historia definitivamente. No es que se pierda, perdurará en mi memoria, al menos mientras no desarrolle Alzheimer, pero deja de existir como testimonio escrito de lo que he sido y de lo que he hecho. Y, aunque supongo que es inevitable y que, de no poner orden de vez en cuando en ese acervo documental, corro el riesgo de ser devorado por la letra impresa y de no dejar espacio suficiente para la experiencia presente y la que está por venir, ese acto voluntario de desprendimiento no deja de despertar en mí ese sentimiento.

            Supongo que lo que me da un poco de miedo es que, de ahora en adelante, mi experiencia no sea tan variada ni tan enriquecedora. A fin de cuentas, uno ya no está por la labor de dedicar tanto tiempo al estudio, ni sabe si tendrá ocasión en el futuro de poner en práctica sus conocimientos, o si será capaz de hacerlo con la mismo entusiasmo y determinación.
            Bueno, por lo menos, explorar entre esos papeles para decidir lo poco que quería conservar y aquello de lo que debía desprenderme definitivamente, me ha servido para llevar a cabo una retrospectiva que aviva ese recuerdo y que, de otra manera, no habría tenido ocasión, ni probablemente ganas, de realizar. Además, siempre hay cosas que llevaré en la memoria y también otros testimonios que conservo conmigo, como fotografías, películas caseras, cartas o escritos de juventud, dibujos y un par de cómics inconclusos, algunos cuentos y una novela que tampoco acabé. Todo eso sigue estando ahí y, sorprendentemente, ocupa mucho menos sitio que lo otro, aunque sin duda es mucho más relevante y dice más de mí que cualquier otra cosa. Y, lo que es más interesante, es un patrimonio que puedo, si quiero, seguir atesorando y enriqueciendo.

domingo, 26 de octubre de 2014

Las nueces de Belcebú




            Mis hijas se han aficionado a una serie japonesa de dibujos animados manga que anda circulando por Internet, cuyos protagonistas forman una tripulación pirata un poco peculiar que va corriendo aventuras a través de escenarios de lo más variopinto, exhibiendo unos poderes, que, en la mayor parte de los casos, tienen su origen en la ingesta de las llamadas ‘nueces de Belcebú’. El dibujo no está mal y la recreación de personajes tiene su gracia, aunque a veces la trama, que suele ser predominantemente humorística, deriva hacia el drama y por momentos me recuerda otros dramas acontecidos entre los Apeninos y los Andes. Y, entre tanto, el grupo de piratas va incorporando nuevos miembros que han de enfrentarse con enemigos cada vez más poderosos, un poco al estilo de Bola de Dragón.

            Una buena parte de estas historietas, ya se publiquen en formato de comic o como series de animación, tienen un denominador común en la irrupción de lo sobrenatural en el mundo real, y el conflicto subsiguiente entre quienes hacen uso de esos poderes sobrenaturales para hacer el bien y quienes tratan de pervertir el orden establecido sembrando el caos y la destrucción a su paso.

            Anoche, viendo ‘El hombre de acero’, me pareció que el guion, en un tono un tanto melancólico, sugería la misma idea al presentar el conflicto interior de un joven Superman al que su padre adoptivo aconseja que no se revele al mundo hasta que esté seguro de quien es y del papel que quiere jugar en la historia de la humanidad. Y, naturalmente, frente al superhéroe, surge el supervillano, que normalmente no tiene dudas y acomete sus fechorías sin detenerse ni un instante a calibrar las consecuencias de sus actos y que, cual Terminator, no sabe lo que es el miedo o la compasión ni le atormenta el remordimiento.

            Normalmente, en este tipo de historias, el bien termina prevaleciendo y el malo, o los malos, sucumbiendo ante el héroe, al que sus buenos sentimientos suelen granjear la amistad de criaturas inferiores pero determinantes a la hora de la verdad. A lo anterior se une frecuentemente la autocomplacencia del malo que en la última escena suele relajarse más de la cuenta y subestimar a la chica o al amigo tirillas que casualmente andaba por allí para amargarle la fiesta.

            Y todo lo anterior me lleva a preguntarme qué pasaría si en el mundo real apareciesen mutantes, al estilo de la serie ‘Héroes’, dotados de poderes sobrenaturales que les hiciesen virtualmente invulnerables a los disparos de la policía y a los puñetazos de los ciudadanos de a pie. ¿Cómo utilizaría la mayoría esos superpoderes? ¿Se dedicaría a ayudar a la humanidad desde el anonimato o conformándose con recibir el agradecimiento de la sociedad, proclamándose protectores de los débiles y defensores de la justicia, o se dejarían corromper por un poder no conquistado por vías democráticas sino obtenido por capricho del azar?

            En nuestra sociedad tenemos algunos ejemplos de ciudadanos a los que se otorgaron poderes extraordinarios que les daban la posibilidad de hacer cosas que el resto de los mortales solo podríamos lograr con gran esfuerzo o no menor sacrificio; poderes que parecían hacerles invisibles para el resto de la ciudadanía y opacos a los medios de comunicación, sustraerles al control de la Hacienda Pública e incluso blindarles frente a la acción de la justicia. Estos poderes se instrumentalizaban a través de unas tarjetas opacas sin límite de crédito de las que podían hacer uso sin rendir cuentas a nadie, ni siquiera ante la entidad que se las había concedido; y entre sus titulares había individuos de diversa extracción política y social. No obstante, ninguno de ellos, que se sepa, hizo un uso desinteresado de este acceso ilimitado al crédito, sino que se dedicaron a adquirir bienes o pagar servicios que solo les favorecían a ellos y que, en algunos casos, hubiera estado feo que figuraran en sus declaraciones del IRPF en el concepto que fuera. El viernes pasado Jordi Évole defendía, en el programa ‘Los viernes al show’, que los ciudadanos normales habrían hecho un mejor uso de esas tarjetas en todo caso; pero la verdad, aunque es difícil hacerlo peor, yo me cuestiono esta afirmación; quizá porque, cómo dijo Jordi Pujol en una entrevista precisamente con Jordi Évole, el poder siempre corrompe en alguna medida (seguramente lo decía por propia experiencia).

            Así que no quiero imaginarme un mundo en el que proliferasen individuos dotados de superpoderes, porque, superados los escrúpulos iniciales, es probable que la mayoría hiciese un uso interesado de esas facultades y obligara al resto a poner a salvo sus posesiones o incluso sus vidas para evitar males mayores. Con todo, siempre habrá personas que, con poderes o sin ellos, se impliquen en cuestiones no crematísticas y sin que les vaya ningún beneficio en ello, como Schindler, Vicente Ferrer, Gandhi o Nelson Mandela o, desde el anonimato, los médicos (cuyo poder consiste en curar) desplazados a Guinea Conakry o Sierra Leona para luchar contra el ébola mientras la mayoría de los gobiernos occidentales se preocupan tan solo de blindar sus fronteras para evitar contagios.
 

miércoles, 15 de octubre de 2014

Sueños de un corredor


            De vez en cuando, a lo largo de mi trayectoria como corredor, he tenido sueños en los que corría sin esfuerzo a través de campos de hierba verde que rodeaban la ciudad o de sus calles semidesiertas cuando ya había oscurecido; y, al despertar de esos sueños, lo que me resultaba más placentero era la sensación de ingravidez y esa capacidad para recorrer grandes distancias sin cansarme ni resoplar por el esfuerzo. Sin embargo, estando despierto la percepción era siempre distinta y ese esfuerzo, a veces, demasiado tangible tanto física como mentalmente.
            Por eso, cuando empecé a prepararme para la media maratón temí que el camino se me hiciera largo y no tener la fuerza de voluntad necesaria para llegar hasta el final sin desanimarme o dejarme llevar por la inercia de la rutina del entrenamiento, confiando sin demasiado entusiasmo en que me condujera sin más hasta el día de la carrera.

            No obstante, para mi sorpresa, hasta ahora la preparación ha sido más llevadera de lo que esperaba y, reduciendo el ritmo de carrera al tiempo que aumentaba paulatinamente los kilómetros recorridos cada semana y también progresivamente el tiempo y la distancia que era capaz de cubrir en una sola sesión de entrenamiento, he tenido mejores sensaciones de las que recordaba. De hecho, me cuesta muy poco salir a correr y disfruto explorando nuevas rutas y mis propios límites cada fin de semana.
            Ahora, cuando salgo de casa, a veces a horas un tanto intempestivas, y empiezo a trotar suavemente a la hora del crepúsculo o, incluso, cuando la noche ha caído y toda la sesión de entrenamiento transcurre al abrigo de la oscuridad, o me encuentro con que el parque está cerrado y tengo que improvisar el recorrido entre la vegetación silvestre que crece, sin que los jardineros se ocupen de ella, en los aledaños de ese parque urbano que hay cerca de mi casa, por momentos, me he sentido como en esos sueños en los que mis pies y mis piernas responden sin rechistar a mi deseo de correr más allá y de seguir avanzando sin un pensamiento fijo y dejándome llevar.

domingo, 28 de septiembre de 2014

El mundo en un trozo de papel.


            He empezado a leer los Cuentos Inconclusos de Tolkien y no puedo dejar de asombrarme ante el talento creador del autor de El Señor de los Anillos. Ya en el prólogo de su hijo Christopher se atisba la magnitud de su obra y la profundidad del mundo recreado en El Hobbit y en la trilogía sobre la Guerra del Anillo. Es realmente un mundo en el sentido más amplio de la palabra, con su geografía, sus lenguas, razas, arte, cultura, religión, historia, política, especies animales y vegetales, leyendas, canciones y costumbres.
            No es extraño que su creación, por eso precisamente, haya alcanzado una difusión tan extraordinaria y como fenómeno, no solo literario, haya trascendido varias generaciones y siga maravillándonos, a pesar de la proliferación de sagas, películas y otras obras que, en diversos formatos, invaden librerías, salas de cine y canales de televisión. Se trata realmente de la obra de una vida, imaginada, escrita y reelaborada a lo largo de los años de la de su autor, fabulosa y fascinante como pocas, y ante la que palidecen otros relatos épicos o sucumben sin remisión los fraudes que tanto abundan hoy en día en algunas secciones de las grandes librerías.

            Y, entre cuento y cuento, a medida que le voy echando un vistazo al ‘Atlas de la Tierra Media’, lo que me ayuda a ubicar los escenarios de las azarosas aventuras de sus protagonistas, me asombra todavía más el hecho de que su autora haya sido capaz de dibujar mapas, a partir de los relatos de Tolkien, en los que los accidentes geográficos o la ubicación de ciudades y emplazamientos concuerdan fielmente cuando se reflejan sobre el papel, según los usos cartográficos, la distancia entre ellos (a veces calculada sobre el tiempo estimado que esos personajes tardaron en recorrerla) y otros datos, como la orografía del terreno, extraídos de cuentos y novelas escritos a lo largo de decenas de años.

            Además, consultando el atlas, me he acordado de cuando mi hermano, por iniciativa propia, dibujaba y coloreaba mapas en los que situaba reinos, imperios y civilizaciones desaparecidos, siguiendo una cronología que supongo que, en una época en la que no se podía recurrir a Internet, extraía de libros de texto y del material bibliográfico limitado del que pudiéramos disponer en casa. Y es que, para mí, los mapas tienen la virtud de poder ubicarnos en escenarios exóticos o trasladarnos a épocas pretéritas, repletas de mitos y leyendas, excitar nuestra imaginación y provocarnos ensoñaciones, especialmente a ciertas edades, cuando uno es capaz de atisbar, a través del trazo de unas montañas dibujadas sobre el papel o de las selvas tropicales y desiertos coloreados de un planisferio y de la inmensa extensión baldía de los océanos de las cartas de navegación, ciudades sagradas, tesoros escondidos, cementerios de elefantes, islas perdidas, monstruos marinos y volcanes a punto de entrar en erupción.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Caminando por la vida.


            Efectivamente, yo también creo que transitar por sendas imaginarias suele ser más sencillo que hacerlo por la vida, donde las reglas suelen cambiar de un tiempo a otro, o las costumbres ser distintas según la cultura del país en el que nos haya tocado vivir, y los valores pueden variar en función de la generación o del estrato social al que pertenezcamos o, finalmente, de la experiencia vital de cada uno, hasta el punto de que muchas veces no se puede predecir el comportamiento de los demás. A veces, incluso nuestro propio comportamiento no es previsible a largo plazo ni siquiera para nosotros mismos.
            Yo no sé si estamos aquí por azar o si somos fruto de una caprichosa conjunción de acontecimientos más o menos afortunados; pero creo que, al margen de ello, nuestro mayor poder como individuos reside en la capacidad que tenemos de influir en nuestro entorno y contribuir así, en mayor o menor medida, a modelar esa realidad caprichosa e impredecible. Además, es algo que hacemos de forma inconsciente y aún a nuestro pesar.

            En cualquier caso, lo que sí parece incuestionable es que, en el ámbito de cada uno, tenemos la potestad de decidir y somos dueños, aunque solo sea hasta cierto punto, de nuestro destino. Lo demás y los demás pueden cambiar, defraudarnos o frustrar nuestras expectativas o, sencillamente, desaparecer, pero eso no aniquila nuestro entendimiento ni nuestra capacidad de reacción al cambio y a las frustraciones y, en última instancia, la resolución de seguir siendo nosotros a pesar de los tiempos y de los acontecimientos que puedan desatarse a nuestro alrededor.
            Por otra parte, en la senda de nuestras vidas, esas que transitan por el occidente desarrollado en los albores del siglo XXI, al menos nosotros tenemos la relativa certeza de que no vamos a morir en cualquier momento, lo cual no es cualquier cosa; aunque, naturalmente, eso no nos libra de inquietudes y zozobras, ni nos garantiza la plena satisfacción de nuestros anhelos. Por supuesto, todos tenemos nuestras expectativas y, a veces, estas se ven defraudadas y ponen a prueba nuestra capacidad para creer en el futuro, en las personas y en nosotros mismos. La diferencia radica probablemente en que los niños superan más fácilmente los desengaños y, como en los juegos de rol, pueden retomar la aventura al día siguiente, sobre todo si les ayudamos a enfocar el asunto, invitándoles a perseverar o a cambiar de amigos o a tomar otro camino; cosas que los adultos, a pesar de la experiencia vivida, no siempre sabemos hacer o nos cuesta mucho más trabajo poner en práctica.

            Así pues, al final, como dice la canción, nada de esto fue un error, porque si tenemos la potestad de influir en nuestro entorno, el actuar de una determinada manera o el hecho de no hacerlo, ya sea consciente o inconscientemente, condiciona el devenir de los acontecimientos futuros y nuestro propio futuro, y puede contribuir también a hacer de este mundo un mundo más bonito, más humano, menos raro (otra canción).

sábado, 30 de agosto de 2014

Transitando por sendas imaginarias.


            Estas vacaciones hemos estado jugando al rol con unos amigos de mis hijas que no conocían el juego y que, desde el primer momento, se implicaron en una de esas aventuras que se inician en una bulliciosa posada situada en algún lugar de la Tierra Media y transcurren por ciudades en ruinas a través de pasadizos sombríos y con el aliento de criaturas sin nombre acechando en cada rincón.

            Cada tarde, a la hora convenida, los miembros de la compañía se daban cita para empezar la partida y luego se dejaban llevar por su imaginación para ubicarse en un escenario misterioso y poblado de fantasmas, disputándose el mérito de abatir una bestia horripilante o de hallar un tesoro perdido y tal vez maldito.

            Hacía tiempo que no asumía la responsabilidad de dirigir el juego y temía no estar a la altura de las expectativas generadas entre mis jóvenes y entusiastas personajes jugadores, pero la cosa resultó bastante bien. Supongo que se trata de tener una imagen precisa de los escenarios, saber conducir la acción anticipándose a las alternativas que puedan plantearse, ser capaz de sumar de cabeza y no hacerse un lío con las tablas.

            Con todo, lo que más me preocupaba era que la acción decayera y perdiera tensión dramática. No se trata de que los personajes crean que pueden morir en cualquier momento, pero sí de sembrar la inquietud en sus corazones y mantenerles expectantes ante la incertidumbre de lo que les aguarda más allá del dintel de una puerta o del siguiente recodo del camino.

            En realidad, creo que lo he tenido fácil, porque a estas edades resulta sencillo implicarse emocionalmente en un juego de fantasía para descubrir mundos imaginarios, embarcarse en aventuras de final incierto desafiando a personajes siniestros y poco compasivos y, al mismo tiempo, empatizar con quienes nos acompañan, aunque sean personajes no jugadores de los que quizá no volvamos a saber nada más cuando nos separemos de ellos al final del viaje. Y es que, si me apuráis, un juego de rol es como un relato de aventuras participativo que se enriquece con la aportación de cada uno, del que, en esta ocasión, he podido ser el narrador.

domingo, 22 de junio de 2014

Días de fútbol


            Hace una semana que empezó el Mundial de Brasil y apenas tres días que España ha quedado apeada del campeonato, a las primeras de cambio y sin remisión posible; así que mi hija pequeña no podrá lucir la camiseta de la selección que nos pidió para su cumpleaños. Y, en estos días, los titulares se multiplican hablando del triste final de ciclo, que he de decir que me temía, aunque no tan estrepitoso (me imagino que ahora eso mismo debe estar diciéndolo medio mundo).
            Bueno, ya sabemos eso de que los que ya han triunfado suelen perder empuje y determinación, que a ello se une el hecho de tener la vida resuelta y que una prima por ganar de más de setecientos mil euros es una inmoralidad se mire como se mire.

            Con todo, he de decir que a mí me sigue afectando la derrota, me enfada y me entristece al mismo tiempo y, aunque ponga toda la racionalidad de que soy capaz en el otro platillo de la balanza, no puedo evitar sentirme así. Además ha sido de esa manera desde que recuerdo, desde que era un niño y ponía toda mi fe y mi ilusión en ver ganar a un equipo que, hasta hace muy poco, no llegaba nunca a ninguna parte y, en las citas importantes, perdía casi siempre. Un equipo cuya mayor gesta había sido clasificarse para un europeo goleando a la selección de Malta.
            Por otra parte, los Mundiales de fútbol son otra cosa. Primero, porque juegan las selecciones nacionales y no los equipos de moda, construidos muchas veces a golpe de talonario. Segundo, porque las estrellas están llamadas a brillar jugando en defensa de sus países y, frecuentemente, es el compromiso de cada uno lo que le otorga la gloria o su falta de implicación lo que le priva de ella. Y, en tercer lugar, porque no hay sitio para la especulación ni enemigo pequeño; hay que jugar para ganar o, de lo contrario, uno se arriesga al ridículo o a morder el polvo o a las dos cosas a la vez.

            Además, el mundo del futbol puede ser un escenario muy interesante para estudiar el comportamiento humano y también un teatro de emociones; aunque, naturalmente, para disfrutar de la función hace falta una cierta perspectiva, de la que me temo que carecen buena parte de los aficionados.
            Por poner solo dos ejemplos recientes, me quedaría con el gesto del entrenador del equipo derrotado, en la final de la última Liga de Campeones, invitando a sus jugadores, con un gesto altivo, a alzar la barbilla a pesar de la abultada derrota sufrida en los últimos compases de un partido que estuvieron ganando hasta el minuto noventa y tres; y denostaría la arrogancia de la estrella del equipo vencedor, desaparecido durante todo el encuentro, después de marcar un penalti con el partido resuelto y acabado que, de haber estado a la altura de las circunstancias, debió haber echado fuera. Pero de todos, me quedo con el capitán que, para mí, se ganó los galones el día que decidió llamar a un amigo del equipo rival para evitar que el mal ambiente creado por un entrenador miserable arruinara su amistad y, de paso, se llevará por delante al equipo nacional más prometedor de todos los tiempos, y ello con todas las consecuencias que, en adelante, su resolución habría de tener para él.

            Por lo demás, si, como dijo un entrenador inglés, aunque algunos creen que el fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, en realidad es algo mucho más importante que eso, eliminada España, ya solo queda apostar por otro equipo y seguir disfrutando del espectáculo, como en el Mundial del 82, donde viendo jugar a la selección brasileña comprendí, antes de saber que se llamaba así, lo que era el jogo bonito y, a base de ver partidos, creo que empezó a gustarme el fútbol.

martes, 10 de junio de 2014

La cosa pública


            Llevo dos semanas sin escribir una línea y, en ese breve espacio de tiempo, han sucedido más cosas de las que me podía imaginar y que bien merecerían una reflexión o, al menos, un comentario. Se han celebrado unas elecciones europeas que, sobre el papel (o, mejor dicho, sobre las papeletas escrutadas), han dinamitado formalmente la hegemonía de los dos partidos mayoritarios y encumbrado desde la nada a una formación desconocida para la mayoría, o por lo menos para mí, hasta el momento de anunciarse el resultado del recuento de votos. Esas mismas elecciones, además del desinterés de la ciudadanía por este tipo de procesos electorales, han puesto de manifiesto a nivel europeo un ascenso vertiginoso de la extrema derecha. Por último, también en nuestro país, la abdicación del Rey ha encendido un debate inédito hasta la fecha entre los partidarios de la monarquía parlamentaria y los de un régimen republicano.
            Yendo por partes, en primer lugar creo que es interesante que la falta de identificación de los ciudadanos con las formaciones políticas tradicionales salga a relucir y ponga en jaque al actual sistema de partidos. Lo contrario nos colocaría al borde de la parálisis institucional y nos abocaría, en el plano económico, al menos, y probablemente en el ideológico también, a una alternancia estéril que deja sin resolver cuestiones tan cruciales para el futuro de una sociedad como la educación, el medio ambiente o la corrupción, por poner solo algunos ejemplos.
            En segundo lugar, si el resultado de las elecciones a nivel europeo pone algo de manifiesto es que la abstención, o el descontento que no se plasma en una acción positiva y se queda en mera pasividad, se traduce en un ascenso del radicalismo y, a medio plazo, puede conducir a la consolidación de formaciones totalitarias que, desde la intolerancia, preconizan la exclusión como alternativa al sistema establecido y respuesta única al descontento generalizado.
            Por último, el falso debate sobre la monarquía se plantea, desde mi punto de vista y como tantas otras veces, sin una mínima reflexión sobre la alternativa que se propone bajo la denominación genérica de ‘República’. Porque, como decía un analista hace poco en una emisora de radio, no es lo mismo, por ejemplo, una república de corte presidencialista que un mero cambio en la forma de designación o elección de la persona que ha de ocupar la Jefatura del Estado. Pero, en cualquier caso, no faltan quienes tratan de sacar partido al debate, ya sea desde la izquierda, a la que, mientras se entretiene con estas cuestiones, otras formaciones le adelantan, precisamente por la izquierda, o desde el nacionalismo menos ilustrado que se recuerda. Con todo, lo peor es que siempre hay alguien dispuesto a unirse a la causa sin pedir más explicaciones ni hacerse, mucho menos hacer, ninguna pregunta, lo cual me lleva a la conclusión de que no solo la abstención sino también el seguidismo catatónico puede conducir a resultados imprevistos y, a menudo, no deseados por quienes contribuyen inconscientemente a su consecución.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Ultimátum a la Tierra


            Ayer me enteré por la radio y la prensa de que la fusión de los glaciares de Antártida occidental es ya irreversible, lo que implica que, en un proceso que puede durar entre 200 y 1.000 años, el hielo acumulado, al derretirse, provocará una elevación del nivel del mar en 1,2 metros.
            Creo que es una muy mala noticia, por mucho que nuestro horizonte vital no alcance esa distancia, que, en términos humanos, se nos antoja casi sideral; y cuando pienso en ese proceso, pienso en las generaciones futuras y en el triste legado del que, a la postre, seremos responsables y que condicionará la vida de nuestros descendientes y, en general, la vida en el planeta.

            Además, no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que, para experimentar los efectos del cambio climático no hará falta vivir tanto tiempo. Las inclemencias meteorológicas, las lluvias torrenciales, las sequías, los veranos tórridos y los incendios de grandes proporciones son ya, y lo serán todavía más en el futuro, un augurio de ese devastador proceso que, ahora ya lo sabemos, es también seguramente irreversible.
            Y, ante ese panorama, no puedo evitar sentirme culpable, por coger el coche a diario, por abusar del aire acondicionado y por no haber puesto algo más de mi parte para evitar el deterioro de nuestro frágil entorno natural. Es fácil excusarse en el día a día, en el trabajo y en la falta de tiempo, pero la realidad es que, de una manera o de otra, nos hemos dejado llevar por el desarrollo complaciente y cortoplacista, ese que nos libera de las incomodidades cotidianas a costa de endurecer las condiciones de vida de las generaciones futuras.

            No soy muy amigo de los escenarios apocalípticos, tipo Mad Max o El Planeta de los Simios, pero en ocasiones me acuerdo de películas como Ultimátum a la Tierra (1951), en la que un mensajero extraterrestre se exponía a ser tiroteado para advertir a los terrícolas que debían hacer un uso prudente de la energía atómica. Por aquel entonces Hiroshima o Nagasaki se habían convertido en una imagen indeleble en la retina del planeta y después vendrían Chernóbil y, más recientemente, Fukushima, a recordarnos la conveniencia de aceptar ese consejo.
            También la otra noche veía en la televisión un documental sobre el volcán islandés que en el año 2010 provocó el cierre del espacio aéreo europeo y en el que se contaba cómo su hermano mayor podría entrar en erupción cualquier día de estos, en una isla asentada sobre una dorsal oceánica que la divide en dos mitades. Allí se da la paradoja de que la energía geotérmica suple las necesidades de sus habitantes al mismo tiempo que resquebraja su superficie y amenaza con partir Islandia por la mitad. Y esto me recuerda que, en cierta ocasión, le preguntaron a Jacques Cousteau acerca del futuro del océano, ante la amenaza que la acción del hombre suponía para la supervivencia de la vida en los mares; a lo que él respondió que su última esperanza radicaba en la fortaleza del mar para sobrevivir, a pesar de la acción devastadora del hombre. Por aquel entonces, yo era apenas un preadolescente pero me pareció que, aun viniendo de un hombre anciano y experimentado, esa respuesta expresaba más un deseo que una convicción. Hoy, si me hiciera alguien esa pregunta, me gustaría ser capaz de contestar lo mismo, y, además, hacerlo desde el convencimiento, pero, al mismo tiempo, pienso que quizá, para sobrevivir, el planeta entero tendría que revelarse con una virulencia capaz de acabar con su principal amenaza, que somos nosotros los humanos.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Se abre el telón


            El sábado pasado, después mucho tiempo, nos fuimos a ver una película al cine con nuestras dos hijas. Tras deliberar un rato, optamos por ‘El Gran Hotel Budapest’, una divertida comedia como ya no se suelen ver en las salas de estreno, con un reparto estelar, encabezado por Ralph Fiennes. Y pasamos un rato estupendo compartiendo las peripecias de sus dos protagonistas en un ambiente nostálgico que se desvanece a medida que la sucesión de acontecimientos políticos y bélicos va aniquilando el escenario europeo.
            La verdad es que es una delicia ser testigo de cómo las niñas, a medida que van creciendo, empiezan a compartir con nosotros otro tipo de historias, en general, y de argumentos cinematográficos o televisivos, en particular, que las entretienen y estimulan al mismo tiempo. Y, en este sentido, nada mejor que empezar por un género tan gratificante como la alta comedia, que no solo resulta hilarante, sino, al mismo tiempo, inteligente y, a menudo, también elegante. Nada que ver con subproductos tipo ‘Aida’ o ‘Con el culo al aire’, tan exitosos en los paneles de audiencia.
            Así, los viernes por la noche, cuando la televisión no ofrece nada demasiado interesante (casi siempre) o la programación se prolonga más allá del umbral del sueño, nos piden que sigamos viendo episodios de ‘Frasier’. Y los días entre semana, cuando pueden interrumpir sus tareas escolares a la hora de la merienda o vienen al salón a que les preguntemos la lección, se hacen las remolonas en el sofá para ver un fragmento de ‘The Big Bang Theory’ o de ‘Modern Family’.
            De la misma forma, me imagino que pronto será posible adentrarse con ellas en otro tipo de producciones y explorar nuevos escenarios. Aunque ya hemos hecho algún abordaje en el género de suspense y, hace unas semanas, pudieron sentir el vértigo que produce asomarse a la inmensidad del espacio y a los límites de nuestra existencia, aunque sea viendo proyectada en la pared del comedor de casa una película como ‘Gravity’.

martes, 29 de abril de 2014

Presunción de impunidad


            Esta mañana he escuchado en la radio unas declaraciones del alcalde de Cullera, al que este fin de semana se le ocurrió lanzar un castillo de fuegos artificiales que ha incendiado la montaña de la localidad, a pesar de estar advertido de la situación de alerta de nivel máximo por riesgo de incendios forestales. Para el control del incendio, que se acercó peligrosamente a una zona de viviendas y obligó a algunos desalojos, tuvieron que ser movilizadas ocho dotaciones de bomberos de Cullera, Gandia, Silla, Catarroja, Alzira, Burjassot, Torrent y Sagunto, así como una brigada y cuatro autobombas.
            El alcalde se excusaba diciendo que no era para tanto y que, al ocurrir de noche, el incendio parecía más de lo que había sido en realidad. O sea que, si hubiera ocurrido de día, probablemente, no se habría armado tanto jaleo, a lo mejor no se habrían movilizado tantos medios y, a lo peor, el fuego habría llegado hasta la población. Pero eso es todo. Ni una asunción formal de responsabilidades, ni una disculpa, ni nada que se le parezca, y a otra cosa mariposa, que hoy tocaba asistir al certamen de bandas de las fiestas patronales.

            ¿Sorprendente? No tanto, si tenemos en cuenta que en este país no se recuerda la última vez que alguien presentó su dimisión, asumió su responsabilidad por algo o, sencillamente, pidió disculpas públicamente después de reconocer que había obrado mal o que se había equivocado. Por el contrario, diariamente asistimos al espectáculo de presidentes de clubes de fútbol o figuras del toreo que, después de proclamar su inocencia primero, agotar todos los recursos y acudir hasta las últimas instancias procesales después, tras ser condenados en firme, terminan pidiendo el indulto y, por último, demorando todo lo posible, hasta la inminencia de una orden de busca y captura, su ingreso en prisión.

            Eso por no hablar de los 2.300 políticos aforados que, escudándose en su inmunidad, tratan de escabullirse sistemáticamente de la acción de la justicia y, cuando no les queda más remedio que someterse a los tribunales, buscan refugio en las más altas instancias judiciales para eludir los primeros peldaños del escalafón judicial, allí donde el común de los mortales comparece para rendir cuentas por sus actos u omisiones cuando estos redundan en perjuicio de terceros o en detrimento del interés general.
            Y cuando los medios se dedican a importunar al gobierno de turno, o al partido en el que milita el presunto autor de un delito urbanístico, de tráfico de influencias, prevaricación, cohecho, malversación de caudales públicos, blanqueo de capitales, u otros de parecida índole, invariablemente sale a relucir el principio de presunción de inocencia que, como sabemos, postula la inocencia de toda persona en tanto no se demuestre su culpabilidad; de manera que para que esos sospechosos habituales asuman su responsabilidad frente a la ciudadanía no basta la denuncia, ni siquiera la imputación, hay que esperar a la sentencia judicial y luego a su firmeza. De esta forma, en el supuesto de que la instrucción consiga salvar todas las triquiñuelas de sus abogados para invalidar el sumario y termine abriéndose paso, cuando la resolución de condena quede firme, habrá pasado tanto tiempo que los responsables habrán tenido oportunidad de pasar a la reserva y a sus correligionarios les habrá dado tiempo de renovarse en los congresos del partido y de formar nuevos gobiernos, que a pesar de ser herederos de los anteriores, se exonerarán de cualquier responsabilidad por los actos de sus predecesores.

            Al final, la sensación que le queda a uno es que estos personajes públicos, cuando salen ante los medios a defenderse, en realidad no defienden su inocencia sino más bien su impunidad. Y es que, realmente, han llegado a creerse acreedores de un estatus que les otorga un blindaje a prueba incluso de imputaciones penales y de condenas en firme, hasta el punto de llegar, en ocasiones, a jactarse de ello sin rubor alguno.
            Por eso, cuando el Fiscal General del Estado pide más medios para luchar contra los delitos de corrupción, pienso que no hay mejor medicina que la que previene la enfermedad; primero porque actúa antes de que aparezcan los primeros síntomas y mitiga sus efectos, por lo que resulta mucho más económica, y, en segundo lugar, porque evita el contagio. Y porque, en una sociedad en la que los medios para delinquir están al alcance de quien tiene propensión a utilizarlos en provecho propio, los actos delictivos se multiplican al amparo de quienes han patrocinado esa disponibilidad.

miércoles, 23 de abril de 2014

No me gustan los lunes


         Cada  día me cuesta más trabajo incorporarme a la rutina después de las vacaciones. La semana pasada, a caballo entre las procesiones en Sevilla y el viaje a Valencia, me ha dejado sin muchas ganas de retomar el pulso de la realidad cotidiana. Desgraciadamente, el despertador no entiende de Viernes Santos ni de otras fiestas de guardar, así que el lunes estaba esperando el momento propicio, a primerísima hora de la mañana, para cacarear, a su manera, desde la mesilla de noche. Luego, el coche, de camino al trabajo y de vuelta a casa, ha sacado a relucir mi lado menos tolerante y me ha hecho enfurecer ante las maniobras temerarias o poco consideradas de otros conductores que, habitualmente, suelo pasar por alto, como norma general.

         Y es que hay días para ver el vaso medio lleno y otras en las que, por más que te cueste, no te queda otra que rellenarlo tú mismo a base de paciencia, voluntad y buenos propósitos. Reconozco que ver las fotografías de tres cometas sobrevolando la playa de la Malvarrosa me ha ayudado bastante. Volar cometas es algo sencillo y que puede hacer cualquiera, pero hay que buscar un lugar adecuado y contar con la complicidad del viento. Por eso requiere algo de destreza y sosiego al mismo tiempo. Pero, si te centras en la tarea, al cabo de un rato no piensas en otra cosa que en evitar que el viento racheado haga caer  tu cometa al suelo.

         Hoy ya es miércoles, y dentro de un rato, me calzaré las zapatillas de deporte y saldré a correr al parque, para no perder la costumbre. Es algo que debería haber hecho el lunes, pero la lluvia me brindó la excusa perfecta para quedarme en casa y dar de mano un día más (y van catorce). También es algo que me da una pereza terrible hacer, pero que tiene unos efectos inestimables sobre mi estado de salud y, también, sobre mi estado de ánimo; que me hace disfrutar de los ratos de ociosidad en mucha mayor medida y me reconcilia con la naturaleza por no haber hecho, en el pasado, un uso más frecuente de los dones que me ha brindado.

         El domingo por la noche, mi hija pequeña me preguntaba porque al día siguiente tenía que ser lunes; y le contesté, como otras veces, que la razón de ser de los lunes es que los precede el domingo. O, dicho de otra manera, los lunes no serían lo que son sino fuera porque suceden al fin de semana, que suele estar plagado de las cosas que más nos gusta hacer: levantarnos tarde, preparar una comida especial, descorchar una botella de vino, ir al cine o salir a dar un paseo por el centro de la ciudad; en definitiva, de las cosas que no hacemos a diario. Por eso, sí no existieran el lunes y el martes y el miércoles, tampoco el fin de semana nos resultaría tan satisfactorio. Naturalmente, mi explicación, como las demás veces, no la convenció en absoluto ni a mí mismo me servía de mucho consuelo cuando, unas horas más tarde, ese gallo mecánico que tengo en la mesilla de noche me dijo, a su manera, que estaba a punto de empezar el primero de los días de la semana que le iba a dar sentido a las vacaciones y, de paso, al fin de semana próximo.

martes, 8 de abril de 2014

Primavera


         La semana pasada, mi hija mayor disputó un partido de fútbol femenino con las chicas de su clase, dentro de una liguilla que se ha organizado en el instituto. Y, no sé si será por la novedad en una actividad tan de chicos, pero el acontecimiento suscitó gran interés entre el alumnado, que se agolpaba entorno a la cancha, llegando a invadir el campo de juego en algunos momentos del encuentro.

La verdad es que no le ha ido nada mal. Primero, el equipo de su clase ganó el partido, aunque fuera por la mínima, y, por lo que me ha contado, en cuanto a colocación al menos, fueron netamente superiores. Además, ha descubierto que se le da bien jugar de lateral derecho, achicando balones y repartiendo juego desde la banda. Ya solo le falta sumarse al ataque y probar a tirar a puerta.

Por su parte, mi hija pequeña ha dado un paso más en su aprendizaje musical y practicando un día tras otro, se ha inventado una melodía que dice que le recuerda al verano y, no sé porque, a Rydell, el instituto de la película ‘Grease’.

Además, este fin de semana, animados por el buen tiempo, cogimos otra vez las bicicletas y nos fuimos a dar un paseo. Y eso, y el cambio de hora, ha hecho que me decida a volver a correr por el parque, ahora que no hay riesgo de que se me haga de noche y tenga que terminar mi recorrido a la luz de la luna.

Por lo demás, los prolegómenos de la Semana Santa llenaron la tarde-noche del sábado de redobles de tambor y las bandas de música salieron a la calle acompañando a los humildes pasos de las cofradías del barrio, todavía desprovistas del fasto de las que, a partir del domingo, colapsarán el centro de la ciudad.

Y todo esto me recuerda que ha llegado la primavera, a la que pronto seguirá el verano, dejando definitivamente atrás los rigores del invierno, y, con ella, los paseos por el campo a caballo y los fines de semana en la playa, con el agua del mar invitándonos a tomar el primer baño de la temporada.

martes, 25 de marzo de 2014

Una cuestión de justicia.


         He estado leyendo el auto dictado el pasado día 17 de marzo por el juez Santiago Pedraz, titular del Juzgado Central de Instrucción número UNO, por el que dispone inaplicar los apartados 4.a) y 5 del artículo 23 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Disposición Transitoria Única de la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, a la causa seguida en dicho juzgado, por un delito contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, en relación a la muerte del periodista español José Couso por efecto de la metralla procedente del estallido de un proyectil de 120 mm, disparado por un carro de combate estadounidense contra la planta quince del Hotel Palestina en Bagdad, durante la ocupación militar de Irak.

         Siguiendo un razonamiento impecable, el Juez concluye que, en la medida en que la reforma operada supone una vulneración de lo establecido en la IV Convención de Ginebra, relativa a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra, firmada, ratificada y publicada en España y por ello mismo parte integrante de nuestro ordenamiento jurídico, no puede aplicarse, dado que, en virtud de ese tratado, el Estado Español se comprometió a perseguir tales delitos, a buscar a las personas acusadas de haberlos cometido y a hacerlas comparecer ante sus propios tribunales, sin requisito alguno de perseguibilidad y fuera cual fuese su nacionalidad; y atendiendo a la primacía del Derecho Internacional sobre el Derecho interno, máxime en materia de Derecho Internacional Humanitario; dado, además, que, en Estados Unidos no se han iniciado acciones judiciales contra los responsables y porque, aún tras la reforma, el propio artículo 23 de la Ley Orgánica del Poder Judicial sigue reconociendo la competencia de la jurisdicción española para conocer de cualquier otro delito cuya persecución se imponga con carácter obligatorio por un Tratado vigente para España.

         Y, después de haber leído esa solida argumentación, basada en el principio, que recoge el propio auto, de que el Estado de Derecho exige la existencia de órganos independientes que velen por los derechos y libertades de los ciudadanos, aplicando imparcialmente las normas que expresan la voluntad popular y controlando la actuación de los poderes públicos, me complace que este Juez haya sido capaz de salir al paso de una reforma llevada a cabo de mala manera, a toda prisa y a hurtadillas, cediendo a presiones políticas internacionales de países que procuran no ratificar convenios que pudieran sacar a relucir sus miserias y que suelen escabullirse a la acción de los tribunales internacionales.

         Y es que de lo que se trata no es tanto de que los autores materiales y los ideólogos de crímenes tan graves como el genocidio, de lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado lleguen a sentarse ante un tribunal de justicia, lo que resulta difícil o, a veces, del todo imposible, sino de que las víctimas puedan acudir a un juez en demanda de justicia y de que su pretensión encuentre un cauce a través del cual expresarse públicamente. Negarles esa posibilidad no solo provoca vergüenza, sino que nos deja a todos un poco más indefensos frente a la barbarie y a los que, desde la impunidad, hacen de la brutalidad un argumento.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Un descubrimiento fabuloso.


            Hace una semana que mi hija pequeña anda por la casa a cuestas con su guitarra, aprovechando el primer momento libre que se le presenta para ponerse a rasgar las cuerdas. Recuerdo que, hace tan solo una semana, convencerla para que practicara un poco en casa, era una misión imposible. Por más que se le rogase, se mostraba reacia a dedicarle tiempo a la tarea más allá de las clases. Ahora, sin embargo, hay que decirle que deje la guitarra para que se ponga el pijama o se siente a la mesa para comer.

De repente, parece haberse dado cuenta de que interpretar cualquier melodía está al alcance de su mano. Así que busca en Internet los acordes de una canción y se pone a tocar el estribillo. Es asombroso como el lento proceso del aprendizaje le ha llevado a ese descubrimiento, que creo que debe ser algo así como darte cuenta de que puedes leer cualquier texto después de haber aprendido a juntar vocales y consonantes y a leerlas de corrido.

            En el prólogo de su obra, ‘Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros’, John Steinbeck habla de lo difícil que se le antojaba el proceso de aprendizaje del lenguaje escrito para un niño, de cómo él descubrió la lengua inglesa a través de la literatura artúrica, de lo sugerentes que le resultaban las palabras contenidas en el texto y de cómo, en esa época temprana de su vida, buscaba refugio en ellas. Y, a propósito del lenguaje, por su parte, Pablo Neruda, en ‘Confieso que he vivido’ habla también de como los conquistadores, cuando saqueaban los tesoros del Nuevo Continente, iban dejando un legado de una riqueza infinita, hecho de palabras que caían de sus cascos, armas y armaduras, y hasta de las herraduras de sus caballos al mismo tiempo que hollaban la tierra.

            Tanto en un caso como en otro, se trata de un descubrimiento fabuloso, que, supongo, que a ciertas edades resulta todavía más impresionante, aunque se lleve a cabo de forma natural y casi sin esfuerzo.

            A veces, me gusta pensar que, aún a estas edades y lejos ya de la tierna e impresionable infancia, somos capaces de llevar a cabo algún descubrimiento, aunque sea modesto, y de quedar asombrados por las posibilidades que nos brinda de aprender y disfrutar, sin importarnos dedicarle todo nuestro escaso y, por eso mismo, precioso tiempo que nos queda.

martes, 11 de marzo de 2014

Vencedores y vencidos.


            El sábado pasado había programado un concurso en la escuela de hípica, aunque, al final, nosotros no hemos participado, y la verdad es que a las niñas les ha venido bien porque estos días las dos tienen exámenes y se han pasado estudiando buena parte del fin de semana.
No obstante, el verdadero motivo para no competir no era ese sino más bien que no les apetecía, aunque se excusaran en el hecho de no haber preparado suficientemente bien la prueba y en que no les había dado tiempo de aprenderse el recorrido.
El viernes, después de la clase y en el camino de vuelta a casa, estuvimos hablando en el coche de las razones de esa falta de interés, y llegamos a la conclusión de que les preocupaba no hacerlo bien, quedar mal clasificadas e, incluso, no ganar. Y, reflexionando en voz alta sobre ello, me embarque sin darme cuenta en una diatriba sobre el deporte y la competición, con la que trataba de hacerles comprender que practicar un deporte no es solo ejercitarse físicamente y que, precisamente, la competición es, muchas veces, la que lo hace más atractivo.
Al respecto, estuvimos recordando su participación, con distinta suerte el primer y el segundo año, en las competiciones de gimnasia rítmica, y cómo la implicación y el trabajo en equipo tuvo su recompensa en ambas ocasiones, aunque no siempre se pueda quedar el primero. Luego hablamos de la motivación extra que supone medirse con alguien que te puede ganar, pero al que también tú puedes superar si te lo propones, y de que el desafío de competir nos hace crecer y mejorar más que cualquier entrenamiento sin un objetivo determinado, y también del juego limpio, del respeto al rival y de la necesidad de saber reconocer la derrota y administrar la euforia que acompaña al éxito y a la victoria, tanto en el deporte como en la vida.
También les hable de Eddy Merckx y de su pundonor, que le impulsaba a seguir compitiendo cuando sabía que ya no podía ganar, y de que Mario Cipollini nunca ganó en los Campos Elíseos porque siempre se retiraba del Tour de Francia después de la primera semana; y ayer, a propósito de un trabajo sobre el baloncesto que tiene que entregar mi hija mayor el jueves, le contaba como un extraordinario jugador como Drazen Petrovic, con un espíritu de sacrificio y un afán de superación admirable desde que era un niño, sería recordado, al mismo tiempo, por ser un provocador y por su comportamiento irrespetuoso en la pista.
También ayer, veía en la tele una película que hablaba de la lucha de un grupo de trabajadoras de Ford que, a finales de los 60, protagonizaron una huelga por la equiparación salarial con sus compañeros varones; y de cómo consiguieron, con su reivindicación, no solo esa equiparación, sino que en el Reino Unido y, posteriormente, en otros muchos países, se aprobaran leyes consagrando dicho principio, en un momento en el que nadie, ni siquiera los sindicatos, se habían planteado reivindicar la igualdad de derechos en un aspecto tan básico de las relaciones de trabajo.
No sé en qué mundo tendrán que desenvolverse mis hijas cuando sean mayores, pero sé que tendrán que encontrar su sitio en un entorno no siempre favorable y quizá, a veces, abiertamente hostil, y me gustaría que fueran capaces de abrirse paso y no desfallecer ante las adversidades ni por temor al fracaso.

martes, 4 de marzo de 2014

¡Qué no pare la música!


            La otra tarde estuvimos jugando a la wii, las niñas y yo. Esta vez, mi hija mayor eligió el juego, con lo que me tocó esmerarme a fondo con el ‘Just Dance 2014’ y adaptarme a las preferencias musicales de mis dos hijas. Así que nada de música retro ni de coreografías facilonas. Con todo, no me fue mal y, aunque solo gané una vez, por lo menos, creo que estuve a la altura de las circunstancias.
            En esto del baile, he de decir que, aunque no he sido nunca el rey de la pista, en otros tiempos me desenvolvía bastante bien cuando se trataba de seguir el ritmo. Luego, con la Feria de Abril, y para no pasar dos veces por la experiencia de quedarme sentado en una silla, decidiendo si me gustaba el fino o, definitivamente, se trataba del caldo más asqueroso que había probado en mi vida, no me quedó más remedio que aprender algún baile regional y, hasta que la intolerancia al polvo de los tablaos y al paseo de caballos hizo acto de presencia, estuvimos zapateando en aquellas casetas en las que amigos ocasionales quisieron franquearnos la entrada.

            Esa época pasó, y hace años que ni voy a la feria ni me arranco por sevillanas, así que mi reencuentro con la música de baile ha sido sorpresivo y me ha pillado un poco desentrenado. Con todo, la experiencia siempre me resulta satisfactoria, quizá porque no puedo moverme al ritmo de la música si estoy triste o malhumorado; creo que porque no se trata de un mero ejercicio físico que se pueda ejecutar con más o menos eficacia. La música te obliga a implicarte emocionalmente si no quieres parecer un autómata; es algo que, normalmente, se practica en compañía; y aunque se esté poco cualificado, hace reír o, por lo menos, sonreír a quienes se atreven a dar tres pasos tratando de seguir el compás.
            Montando a caballo, me pasa algo parecido. Puedo llegar a la clase de equitación cansado o sin muchas ganas de montar, pero, cuando pongo de nuevo los pies en el suelo, estoy relajado y de buen humor. Y cuando mejor me salen las cosas es cuando he conseguido compenetrarme con mi montura, olvidándome un poco de la técnica y siguiendo mi instinto.

Lo de correr es otro cantar. Hace dos fines de semana, después de bastante tiempo, volví a coger el ipod para experimentar otra vez eso de escuchar música mientras haces ejercicio. El secreto supongo que está en elegir bien los temas y dar con un repertorio de canciones que te motiven lo suficiente, pero no demasiado. Nota: arrancar con ‘Jump’ de Van Halen es una mala idea, por lo menos si tienes intención de correr doce kilómetros.

martes, 25 de febrero de 2014

La noche estrellada y el ciberespacio.


 
A propósito de Internet y las posibilidades que nos ofrece, la semana pasada estuve ayudando a mi hija mayor con un dibujo para la clase de plástica. Las indicaciones de la profesora no eran demasiado específicas, así que tuvo que poner bastante de su parte. Se trataba, poco más o menos, de dar forma y color a una nebulosa, a base de luces, sombras y objetos celestes superpuestos, utilizando distintos elementos y tratando de ser original. Y lo primero que se me ocurrió fue buscar en la red fotografías de nebulosas, galaxias y estrellas lejanas.

         Al final, al tercer intento, después de que la profesora rechazará una pintura al acrílico por haberla hecho en casa, coincidiendo con el fin de semana, ha terminado presentando un dibujo con ceras inspirado en la Noche Estrellada de Van Gong, cambiando las estrellas por nebulosas y galaxias en formación en colores verdes, rosas, naranjas y amarillos. Y, bueno, para ilustrar la idea también buscamos el cuadro en Internet y, efectivamente, allí estaba, al alcance de un clic.

         Todavía no sabemos que calificación ha merecido su obra, pero el dibujo les gustó mucho a sus compañeros, y eso es bastante; al margen de lo que opine su señorita, que, para consternación mía, ya ha mostrado en clase su inclinación por la obra de Miró, de la que también busqué algunos ejemplos en el ciberespacio, para explicarle a mi hija porque a mí no me gusta en absoluto.

         Yo también pienso que Internet es una herramienta extraordinaria, y una ventana al mundo, al real y al de las ideas. No obstante, creo que la única manera de sacarle partido, y de no perderse en esa red de dimensiones estelares, es usarla con criterio. Por ejemplo, para conocer las virtudes medicinales de una planta o su procedencia y la mejor manera de cuidarla y hacer que crezca; o para oír la música que escucha el protagonista de una novela que estamos leyendo para entenderlo mejor y comprender sus motivaciones o su estado de ánimo; o, en mi caso, para buscar imágenes que, de otra manera, solo podríamos observar utilizando un telescopio. En cualquiera de los casos, son nuestras inquietudes las que nos impulsan a buscar ese conocimiento y, muy probablemente, es la instrucción que hayamos podido recibir previamente la que nos ayuda a utilizar esa herramienta que es Internet de forma racional y constructiva.

         En este sentido, el problema puede surgir cuando gente que no ha recibido la instrucción adecuada o que carece de instrucción en absoluto, se enfrenta a la red sin más guía, en el mejor de los casos, que su prosaica forma de entender la vida; o, en el peor, sus más bajas inclinaciones; o, finalmente, las más de las veces, arrastrado por el más puro aburrimiento. Naturalmente, con esto no quiero decir que Internet debiera estar reservado a una élite compuesta por gente con la ‘instrucción adecuada’ y, consiguientemente, restringirse el acceso a la red a los jóvenes y, en general, a un vulgo ocioso e ignorante y propenso al vicio y la barbarie; pero si me gustaría llamar la atención sobre la importancia que, en este como en tantos aspectos de la vida, tienen la educación que hayamos recibido y los educadores, empezando por nuestros padres, en casa, y siguiendo por nuestros maestros, en el colegio, y profesores, en el instituto o en la universidad.

         A título de ejemplo, el año pasado encontré en un periódico, de esos de difusión gratuita, una lista con los diez videos más vistos en Internet en el año 2013. Y he de decir que más de la mitad no valían absolutamente nada, ni siquiera eran sorprendentes, curiosos o simpáticos; sin embargo, arrasaban en la red. Otro ejemplo: entre los más jóvenes triunfan los denominados ‘youtubers’; gente que ha hecho de subir videos a Internet una ocupación habitual y, a veces, también muy lucrativa. Algunos son realmente graciosos, como los de la serie de ‘Hola, soy Germán’; pero otros, son sencillamente imbebibles, y a pesar de ello tienen decenas de miles de seguidores. Y es que (aunque este tema me daría para otro correo electrónico) lo de subir videos, en particular, e imágenes, en general, a Internet, hay gente que debería hacérselo mirar, y otra, sencillamente, debería estar en la cárcel. Y aquí sí que pienso que restringir el uso de esa tecnología a determinados individuos debería estar contemplado en el código penal como pena accesoria o, al menos, como medida de seguridad. Y no me refiero solo a pederastas y demás ciberdelincuentes; sino también a jovencitos y jovencitas con dispositivos móviles y una tendencia enfermiza a publicitar sus crueldades.

jueves, 20 de febrero de 2014

De viajes y de viajeros


            Hace tiempo que no viajo al extranjero. La última vez que cruzamos la frontera fue para visitar Portugal, y de eso hace ya cuatro años. Supongo que me gustaría hacerlo con más frecuencia, pero las circunstancias no siempre lo aconsejan o, sencillamente, aunque uno quisiera, no es posible.
            Siempre que viajo fuera de mi país me invade esa sensación de adentrarse en lo desconocido que surge al dejar atrás un territorio pacificado por las costumbres, en el que se habla nuestra lengua materna, donde creemos saber lo que cuestan las cosas y nos acompañan toda una serie de razonables certezas. Viajar al extranjero es exponerse a esa zozobra que supone desprendernos de esas comodidades y arriesgarse a lo imprevisto, a no entender, a que no lo entiendan a uno, a perder la maleta, a bañarse en una playa en la que no sabes si harás pie, a tomar un camino equivocado o a sufrir una intoxicación alimentaria. Y, en mi opinión, es eso precisamente lo que hace de la experiencia algo tan gratificante. La inquietud pone alerta los sentidos, obliga a dejar de lado la indolencia que acompaña a lo cotidiano y nos activa a todos los niveles.

            Cuando viajamos, estamos más abiertos a lo que nos pueda deparar la experiencia, queremos aprovechar cada minuto y no desperdiciamos la oportunidad de ver, de hacer, de conocer. Hacemos fotografías, sonreímos cuando nos las hacen, nos vestimos para la ocasión, nos compramos un sombrero, probamos platos exóticos y visitamos templos, iglesias y santuarios; subimos montañas, entramos en cuevas y nos bañamos en mares de aguas desconocidas; nos exponemos al sol, al viento y a la lluvia; y todo nos parece apetecible y digno de consideración.
            Solo preparar el viaje, consultar con detenimiento una guía, o hablar con alguien que ha estado allí donde nos encaminamos, y nos transmite su experiencia y sus sensaciones, es ya el preludio de lo que nos espera, con el que empezamos a disfrutar por anticipado. Con todo, lo más importante es lo que uno sea capaz de poner de su parte, la capacidad para implicarse emocionalmente en la aventura antes de que dé comienzo y, luego, sobre el escenario, olvidando prejuicios y sin complejos. Para mí, el secreto de un viaje inolvidable está en desprenderse de la mochila que llevamos a cuestas todo el año, esa que cargamos de preocupaciones, miedos e inhibiciones. De hecho, lo ideal sería que pudiésemos caminar todo el día por ahí con el mismo espíritu optimista y desenfadado; pero, como eso no es tan fácil de hacer en el día a día, debemos aprovechar la posibilidad de hacerlo que nos brinda el hecho de dejar atrás todo lo que no nos quepa en una pequeña maleta. Cuánto más pequeña, mejor.

domingo, 9 de febrero de 2014

Memorias


         Una vez oí decir a alguien autorizado o leí en alguna parte que los malos recuerdos se desvanecen para ayudarnos a sobrellevar las penas y a no morir de tristeza. Sin embargo, ahora que me he convertido en un adulto, puedo decir por propia experiencia que eso no siempre es así. Hay recuerdos que nos persiguen como un sueño recurrente del que no es posible deshacerse por propia voluntad. Vienen a nuestro encuentro por sorpresa o están agazapados esperando a que seamos capaces de evocarlos una vez más.
         No obstante, nuestra subjetividad también influye en la forma en que recordamos otras vivencias que, en sí mismas, no son buenas ni malas, y que forman parte de nuestra experiencia vital. Yo, por ejemplo, siempre recordaré el primer día que llevé a mi hija a la guardería y cómo lloraba al verme marchar. Se me partió el corazón y aún hoy me dan ganas de salir corriendo a abrazarla y decirle que no me voy a ir a ninguna parte y que me quedaré con ella ese y todos los días. Naturalmente, no lo hice; y ella se fue haciendo mayorcita y dejó de llorar, hizo amiguitos y se hizo también más fuerte y más libre. De hecho, no se acuerda de ese día y, sin embargo, yo me sigo acordando. Por otra parte, para los que no fuimos a la guardería, ¿quién no se acuerda de su primer día de colegio, o no ha sentido pena al tener que volver al trabajo después de las vacaciones?
         Precisamente porque los recuerdos están cargados de subjetividad, nunca somos imparciales respecto a nuestro pasado y es curiosa la dureza con la que, en ocasiones, nos juzgamos a nosotros mismos. No debí hacer aquello, debería haber hecho esto otro… Sencillamente, muchas veces, la mayoría, uno hizo lo que pudo y nadie le reprocharía nada si, realmente, pudiera ponerse en su lugar.
         Naturalmente, eso no siempre te ayuda a estar en paz contigo mismo y, de vez en cuando, creo que habría que descargar la conciencia hablando de esto y de lo otro, de lo que nos atormenta y de lo que nos reprochamos y reprochamos a los demás. Yo me planteo con frecuencia el uso que he hecho de mi tiempo, dónde he puesto mis energías y cuáles han sido, a diario, mis prioridades. Y si hago examen de conciencia, veo una lista interminable de horas invertidas en el estudio y el trabajo; en tareas que, si las analizo con cierta distancia, quizá no merecían ni tanto tiempo ni tanta energía que, por otra parte, deje de emplear en otros quehaceres y de compartir con otras personas que, además, son para mí mucho más importantes.
         Por mi parte, ahora que soy padre, pienso en lo duro que tuvo que ser para mi madre verme salir de casa tan jovencito, apenas transcurrida una niñez llena de juegos compartidos, y mi primera juventud, entre libros de aventuras y películas en blanco y negro, que para mí transcurrió despacio, pero que ella debió ver pasar apenas en un suspiro.
         En otra ocasión, escuché, creo que en la radio, que nuestra infancia y las vivencias familiares ejercen una influencia en nuestra forma de ser mucho menor de la que recibimos de las personas que conocemos después. No estoy de acuerdo en absoluto y no creo que nadie sensato pueda estarlo. Mis primeros años de vida y mi familia influyeron definitivamente en mí y han forjado mi visión del mundo. Lo que ha venido después ha estado condicionado por esa experiencia vital y me explica como individuo, y, por eso, no puedo renunciar a ella sin dejar de ser lo que soy.

sábado, 1 de febrero de 2014

Arrugas

         La otra noche vi en televisión una película de animación titulada Arrugas, basada en una novela gráfica con el mismo título y ambientada en un geriátrico de esos que proliferan en nuestras ciudades al ritmo que la población del país va envejeciendo, a expensas de una tasa de natalidad que nos aboca a la extinción si alguien no pone remedio.
         Utilizando como soporte una trama sencilla, la sucesión de fotogramas va construyendo una historia cuyos protagonistas deambulan al borde de sus vidas en un escenario que se ha ido reduciendo al mismo tiempo que disminuían sus facultades y, en algunos casos, perdían la lucidez, casi sin darse cuenta.
         En el coloquio posterior, el autor y dibujante y el productor intercambiaban puntos de vista sobre la temática de la historia: la soledad y la amistad o el amor; y la presentadora reflexionaba sobre la poca presencia que tienen los ancianos en las películas que se hacen hoy en día.
         Yo también creo que los ancianos tienen una presencia anecdótica en la mayoría de las historias que se llevan al cine; quizá porque la acción se compagina mal con la decadencia propia de los achaques de la edad, o porque los viejos apenas van al cine (aunque tal vez no vayan al cine porque no se hacen películas que hablen de ellos) y sus historias no interesan mucho al ‘gran público’ (quizá porque pocos han intentado entenderlas y contarlas con la sensibilidad de este joven autor).
Por mi parte, pienso que los personajes de Arrugas se han ido quedando solos a medida que su vida transcurría, dejando atrás juventud, amores, hijos y recuerdos. Y es en ese escenario reducido en el que surge la solidaridad y la complicidad entre quienes saben que los que les rodean son, probablemente, sus últimos compañeros de viaje. En ese reconocimiento mutuo, Emilio y Miguel están solos, pero de manera diferente. Emilio porque se ha quedado solo; Miguel, porque eligió la soledad; opción de la que se jacta, llegando a burlarse en algún momento de los que apostaron por casarse y tener hijos y que, ahora, están tan solos como él, aunque no quieran reconocerlo. Es por eso que su evolución resulta especialmente conmovedora.

Este largometraje de dibujos animados, reconocido internacionalmente con todo merecimiento, ha llegado a estrenarse en un país con tanta tradición en el cine de animación como Japón, donde sus creadores recordaban la anécdota de uno de los ancianos de un geriátrico para enfermos de Alzheimer que, tras visionar la película y cuando les preguntaron con qué personaje se sentían más identificados, después de que el auditorio se quedara durante un rato en silencio, dijo que no se acordaban porque tenían Alzheimer. Y esta anécdota me hace pensar que, probablemente, el sentido del humor (del que tantas veces hizo gala Mamá a lo largo de su vida) es una receta infalible contra la tristeza, la soledad y el abandono al que a veces nos conduce nuestra propia indolencia, mucho más que el curso de nuestras vidas.