Hace
una semana que mi hija pequeña anda por la casa a cuestas con su guitarra,
aprovechando el primer momento libre que se le presenta para ponerse a rasgar
las cuerdas. Recuerdo que, hace tan solo una semana, convencerla para que practicara
un poco en casa, era una misión imposible. Por más que se le rogase, se mostraba
reacia a dedicarle tiempo a la tarea más allá de las clases. Ahora, sin
embargo, hay que decirle que deje la guitarra para que se ponga el pijama o se
siente a la mesa para comer.
De repente, parece
haberse dado cuenta de que interpretar cualquier melodía está al alcance de su
mano. Así que busca en Internet los acordes de una canción y se pone a tocar el
estribillo. Es asombroso como el lento proceso del aprendizaje le ha llevado a
ese descubrimiento, que creo que debe ser algo así como darte cuenta de que
puedes leer cualquier texto después de haber aprendido a juntar vocales y
consonantes y a leerlas de corrido.
En
el prólogo de su obra, ‘Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros’, John
Steinbeck habla de lo difícil que se le antojaba el proceso de aprendizaje del
lenguaje escrito para un niño, de cómo él descubrió la lengua inglesa a través
de la literatura artúrica, de lo sugerentes que le resultaban las palabras
contenidas en el texto y de cómo, en esa época temprana de su vida, buscaba
refugio en ellas. Y, a propósito del lenguaje, por su parte, Pablo Neruda, en ‘Confieso
que he vivido’ habla también de como los conquistadores, cuando saqueaban los
tesoros del Nuevo Continente, iban dejando un legado de una riqueza infinita,
hecho de palabras que caían de sus cascos, armas y armaduras, y hasta de las
herraduras de sus caballos al mismo tiempo que hollaban la tierra.
Tanto
en un caso como en otro, se trata de un descubrimiento fabuloso, que, supongo,
que a ciertas edades resulta todavía más impresionante, aunque se lleve a cabo
de forma natural y casi sin esfuerzo.
A
veces, me gusta pensar que, aún a estas edades y lejos ya de la tierna e
impresionable infancia, somos capaces de llevar a cabo algún descubrimiento,
aunque sea modesto, y de quedar asombrados por las posibilidades que nos brinda
de aprender y disfrutar, sin importarnos dedicarle todo nuestro escaso y, por
eso mismo, precioso tiempo que nos queda.
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