El
sábado pasado había programado un concurso en la escuela de hípica, aunque, al
final, nosotros no hemos participado, y la verdad es que a las niñas les ha
venido bien porque estos días las dos tienen exámenes y se han pasado
estudiando buena parte del fin de semana.
No obstante, el verdadero
motivo para no competir no era ese sino más bien que no les apetecía, aunque se
excusaran en el hecho de no haber preparado suficientemente bien la prueba y en
que no les había dado tiempo de aprenderse el recorrido.
El viernes, después
de la clase y en el camino de vuelta a casa, estuvimos hablando en el coche de
las razones de esa falta de interés, y llegamos a la conclusión de que les
preocupaba no hacerlo bien, quedar mal clasificadas e, incluso, no ganar. Y, reflexionando
en voz alta sobre ello, me embarque sin darme cuenta en una diatriba sobre el
deporte y la competición, con la que trataba de hacerles comprender que
practicar un deporte no es solo ejercitarse físicamente y que, precisamente, la
competición es, muchas veces, la que lo hace más atractivo.
Al respecto, estuvimos
recordando su participación, con distinta suerte el primer y el segundo año, en
las competiciones de gimnasia rítmica, y cómo la implicación y el trabajo en
equipo tuvo su recompensa en ambas ocasiones, aunque no siempre se pueda quedar
el primero. Luego hablamos de la motivación extra que supone medirse con
alguien que te puede ganar, pero al que también tú puedes superar si te lo
propones, y de que el desafío de competir nos hace crecer y mejorar más que
cualquier entrenamiento sin un objetivo determinado, y también del juego
limpio, del respeto al rival y de la necesidad de saber reconocer la derrota y
administrar la euforia que acompaña al éxito y a la victoria, tanto en el
deporte como en la vida.
También les hable de
Eddy Merckx y de su pundonor, que le impulsaba a seguir compitiendo cuando
sabía que ya no podía ganar, y de que Mario Cipollini nunca ganó en los Campos
Elíseos porque siempre se retiraba del Tour de Francia después de la primera
semana; y ayer, a propósito de un trabajo sobre el baloncesto que tiene que
entregar mi hija mayor el jueves, le contaba como un extraordinario jugador
como Drazen Petrovic, con un espíritu de sacrificio y un afán de superación
admirable desde que era un niño, sería recordado, al mismo tiempo, por ser un provocador
y por su comportamiento irrespetuoso en la pista.
También ayer, veía en
la tele una película que hablaba de la lucha de un grupo de trabajadoras de
Ford que, a finales de los 60, protagonizaron una huelga por la equiparación
salarial con sus compañeros varones; y de cómo consiguieron, con su reivindicación,
no solo esa equiparación, sino que en el Reino Unido y, posteriormente, en
otros muchos países, se aprobaran leyes consagrando dicho principio, en un
momento en el que nadie, ni siquiera los sindicatos, se habían planteado
reivindicar la igualdad de derechos en un aspecto tan básico de las relaciones
de trabajo.
No sé en qué mundo
tendrán que desenvolverse mis hijas cuando sean mayores, pero sé que tendrán
que encontrar su sitio en un entorno no siempre favorable y quizá, a veces,
abiertamente hostil, y me gustaría que fueran capaces de abrirse paso y no
desfallecer ante las adversidades ni por temor al fracaso.
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