Me pregunto cómo hemos llegado
hasta aquí, cómo es posible que, de la noche a la mañana, las banderas hayan
tomado la calle y no precisamente para celebrar un acontecimiento deportivo.
Aunque la verdad es que se veía venir, precisamente algunos acontecimientos
deportivos lo habían venido anunciando, aunque prefiriésemos ignorarlo,
pensando que las cosas no llegarían mucho más lejos y porque la libertad de
expresión ampara también la mala educación.
Yo también creo que la situación
es preocupante, supongo que como lo es siempre en estos casos. Lo que sucede es
que, esta vez, los acontecimientos no se desenvuelven en un país lejano, en las
calles de ciudades cuyos nombres conocemos por los mapas. Es el patio de
nuestra casa el que está revuelto, y de qué manera.
Pero en realidad, empecé a
preocuparme seriamente antes. Concretamente, el día en que el parlamento
catalán decidió romper con la legalidad y aprobar, prácticamente por aclamación
de algo más de la mitad de sus miembros (que, no lo olvidemos, representarían a
menos de la mitad de los participantes en las últimas elecciones legislativas y
a bastante menos de la mitad del electorado) y pasando como un rodillo sobre la
otra mitad, la ley del referéndum. Bueno, la verdad es que había empezado a
preocuparme bastante antes, cuando después de esas elecciones, en lugar de
aceptar la realidad, a saber, que la mayoría de la sociedad catalana no apoyaba
la independencia, y volver sobre sus pasos, amparándose en un más que
cuestionable reparto de escaños que les favorecía, decidió seguir adelante con
el procés so pretexto que ese era el ‘mandato’
que habían recibido de la ciudadanía (que hace falta ser cínico).
Desde aquel momento, y sin salir
de mi estupor, he estado esperando que alguien tomara la voz desde las filas
del independentismo y reconociera esa realidad, aunque fuera para replegarse a
sus cuarteles de invierno y esperar mejor ocasión o un momento más propicio
para lanzar la ofensiva nacionalista. Eso es, de hecho lo que sucede en algunas
competiciones deportivas, cuando el tiempo se agota y no es posible darle la
vuelta al marcador, los jugadores de baloncesto se limitan a votar el balón y
aceptar el resultado, no intentan ganar el partido con una canasta sobre la
bocina que solo conseguirá, en el mejor de los casos, maquillar algo el
resultado, pero, sobre todo, no siguen jugando cuando el reloj se ha detenido.
Pero es que, además, en mi opinión, esto no es un partido de baloncesto. No se
trata de ganar por uno, dos o tres puntos. Se trata de una decisión que
marcaría decisivamente el futuro de una sociedad que, hoy por hoy, está
seriamente fragmentada. Y por eso las leyes más importantes, como una
constitución o un estatuto de autonomía, que suelen ser fruto del consenso,
requieren de una mayoría reforzada para que puedan ser modificadas.
Pero desde entonces, el
nacionalismo se ha mostrado inamovible y sin fisuras en sus postulados, y
diputados, alcaldes, políticos en general, y destacados miembros de la sociedad
civil, han repetido hasta la extenuación que solo había un camino. Y es que la
ciudadanía ha hablado, fuerte y claro, estamos de acuerdo, pero ese no era el
mandato, no lo ha sido nunca. Por eso no logro salir de mi estupor.
Claro que, cuando alguien
insiste en esa verdad evidente, surgen los defensores del ‘derecho a decidir’,
como si de lo que se tratara es de que los ciudadanos concurran pacíficamente
el día del referéndum a ejercer su derecho de sufragio. Pero, ¿de qué estamos
hablando? Los ciudadanos ya votaron, en las elecciones legislativas, y nadie
les ha hecho caso. Y ¿qué pensaría cualquiera con un mínimo discernimiento si
quien le convoca a un referéndum para que se exprese libremente, ya ha burlado
una vez el resultado objetivo e inapelable del recuento de votos? Yo no. Yo no
acudiría a esa convocatoria porque me huele a trampa, por que quien hace
trampas una vez, demuestra que no está dispuesto a respetar las reglas del juego
si no le favorecen. Y vista la calidad democrática de los convocantes, a los
hechos me remito, el riesgo es enorme. Es tanto como jugar una partida de
cartas sabiendo que los naipes pueden estar marcados o que nuestro rival se
guarda un par de ases en la manga. Sí entras en el juego, luego no puedes
levantarte de la mesa aunque tengas sospechas de que te han hecho trampa, salvo
que descubras al tahúr. Pero es que, en este caso, el tahúr juega en casa, ha
organizado la partida, pone la mesa y la baraja y él, o alguno de sus amigos,
puede guardarse algo más en el forro de la chaqueta (y aquí me remito a las
consideraciones sobre la intimidación y el uso de la fuerza de la entrada de hace
dos semanas).
Además, ¿qué clase de burda
impostura es esta? Hasta donde yo entiendo, cuando se parte de la premisa de
que para declarar la independencia hace falta que el sí triunfe sobre el no (y
sobre todo cuando las encuestas vaticinan un resultado adverso), lo razonable,
digo yo, sería esperar al recuento de votos, y no apresurarse a tramitar las
denominadas leyes de desconexión ‘democrática’, como sí el resultado estuviera
garantizado de antemano. Pero es que el resultado no importa, porque no se
trata de votar, no se trata del derecho a decidir, se trata de declarar la
independencia. ¿O es que los nacionalistas iban a hacerle ascos a una
declaración unilateral de independencia de ese mismo parlamento? (que es, muy
probablemente, hacia donde nos dirigimos) ¿Es que acaso saldrían a la calle al
día siguiente para decir ‘¡Eh, un momento! ¡Qué no hemos votado!? ¡Ay del que
salga a la calle al día siguiente diciendo semejante majadería! ¿Es que no ha
visto las imágenes de la calle tomada espontáneamente por los ciudadanos?
Abomino del nacionalismo en
cualquiera de sus manifestaciones, pero sí hay algo que no soporto es a los
políticos que, desde la ‘equidistancia’, se les llena la boca con
manifestaciones de esa índole, para los que la normalidad democrática pasa por
cuestionarse sistemáticamente las instituciones, que no nos representan, a los
tribunales de justicia, lacayos del poder político, a las fuerzas y cuerpos de
seguridad del Estado, aparato represor del régimen postfranquista, al bloque de
leyes constitucionales (de la que los estatutos de autonomía forma parte, por
cierto) y, en particular, a la Constitución, que hay que reformar a toda costa,
aunque no se cuente con el consenso necesario para ello (me pregunto, entonces,
¿cómo?), que lo fían todo a los plebiscitos y a las asambleas, a la voz de la
calle y a las manifestaciones espontáneas de los ciudadanos (a partir de ahora,
tengo que procurar manifestarme más a menudo), y que entienden que los
presuntos autores de delitos tan graves como la prevaricación, la malversación
de caudales públicos o la sedición son presos políticos, aunque, al día
siguiente, queden en libertad con cargos.
Llegados a este punto y aunque
solo la sensatez, la buena voluntad y la generosidad puedan reconducir la
situación a medio y largo plazo (otra cosa es que los políticos que tenemos
tengan estas virtudes y, además, sean capaces de hacerlo) y la mera aplicación
de las normas en vigor no baste para resolver los problemas, la realidad de los
hechos obliga, ahora mismo, a tomar partido, por mucho que nos desagrade el
panorama que se presenta y nos atemoricen las consecuencias.
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