Con
la desescalada, he vuelto a correr al aire libre. Y me encanta mirar por la
ventana y preguntarme otra vez si esas nubes que van oscureciendo el cielo a
medida que avanza la mañana cumplirán sus amenazas o se dejarán llevar por el mismo
viento húmedo que ondula mi cortavientos cuando empiezo a trotar sobre el
asfalto. Además, apenas hay coches y puedo bajar de la acera y ver como las avenidas
desiertas se despliegan a mi paso, y eso me da una perspectiva inédita de los
itinerarios que he seguido otras muchas veces.
De
vez en cuando me cruzo con algún ciclista. Y es que estos días las calles se
han llenado de bicicletas. Es como si la gente, ante la expectativa de un paseo
de una hora que no le permitiría alejarse más de un kilómetro de la puerta de
su casa, se hubiera acordado de que tenía una en el trastero. Incluso aquellos
que no son muy aficionados a hacer deporte, se animan a levantarse temprano
para pedalear a buen ritmo durante un par de horas. Así que pienso que, a lo
mejor, sería bueno que un virus atacara los motores de combustión y también los
sistemas eléctricos y obligara a todo el mundo a prescindir de la tracción
mecánica.
Luego
están los paseantes, aunque en esta clasificación hay varias categorías. Está
la gente normal, los tontos y los muy tontos. Entre estos últimos, merecen una
mención especial los encontradizos, como esas señoras que han salido de casa y
casualmente se han encontrado con una amiga, así que se han ido al parque a
pasear. Caminando en paralelo, eso sí, guardando entre ellas la distancia de
seguridad, de manera que los demás no podamos pasar a su lado sin encimarlas.
Suelen ser dos, pero también pueden ser tres o más, y procuran no contagiarse
entre sí, aunque sea a costa de contagiarnos a los demás o de que algún desconocido
las infecte. Claro que, en ese caso, la culpa siempre será del otro o sino del
gobierno o de los chinos.
Otra categoría a la
que le tengo mucha afición son los paseantes de perros, que, como no tenían
bastante con sacar el chucho a cualquier hora del día o de la noche, también
aprovechan las franjas horarias de los deportistas para dejar que sus mejores
amigos campen a sus anchas, estableciendo sus propios perímetros de seguridad, estirando
para ello sus correas de un lado a otro de la acera, no sea que algún corredor
pase entre ellos y sus amigos y les tosa en el hocico.
Naturalmente, esto no
quiere decir que, entre los corredores o los ciclistas no haya tontos. Ya que
esta es una categoría transversal. Y es fácil reconocerlos porque normalmente
van acompañados (de otros tontos), como los cuatro runners que esta mañana iban
en compacto pelotón para que el rebufo, en su caso, garantizase el contagio de
todo el grupo. Y es que si somos amigos es para serlo tanto en la salud como en
la enfermedad. Y, bueno, lo de pedalear en pelotón a veces parece inherente a
la práctica del ciclismo. Como si escaparse en solitario fuera algo reservado a
los escaladores.
Y, como si no hubiera
ya bastante gente capaz de hacer lo que no debe por propia iniciativa, ahora
han venido los presidentes de las comunidades autónomas y los alcaldes a
transmitir su malestar porque unos técnicos que permanecen ocultos en la
sombra, aprovechándose de su impunidad, no dejan que sus territorios pasen a la
fase siguiente de la desescalada.
Así que, después de
pensarlo un poco, se me ha ocurrido que para evitar pendencias estériles, podríamos
dividir a la población en dos categorías, a saber, los que quieren abandonar el
confinamiento y despeñarse, quiero decir, desescalarse lo antes posible, y los que no
tenemos tanta prisa y preferimos esperar el dictamen de los expertos. Propongo
que a este grupo nos dejen como estamos, y al resto les permitan moverse
libremente sin mascarillas ni guantes, salir en grupo, irse de bares, organizar
fiestas, eventos, manifestaciones de protesta contra el Gobierno y hasta
romerías. Eso sí, dentro de un territorio debidamente acotado, hasta que
desarrollen la inmunidad o demuestren que todos los demás somos unos crédulos y
unos timoratos.
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