Estando
de vacaciones, no siempre puedo correr por la playa. A veces la marea alta me
obliga a trotar penosamente sobre la arena suelta, donde resulta imposible no
trabarse en cada zancada, o a arriesgarme a transitar por la orilla esquivando
el envite de las olas que siguen ganando metros con cada acometida. Pero
algunas mañanas la bajamar deja al descubierto una ancha extensión de arena lisa
y compacta en la que cada pisada dibuja una marca nítida como la huella de un
náufrago.
Estos
días el viento azota el litoral sin descanso y nubes de arena baten la playa a mi
paso arrastrándose a ras del suelo, aunque, de vez en cuando, amaina y la playa
amanece cubierta por una bruma que difumina el contorno de la costa y, si la
marea está baja, es posible trazar una senda propia, alejándose de los pocos
bañistas que caminan descalzos por la orilla.
Muchas
veces, aunque no sea muy fuerte, el viento entra de costado y obliga a medir el
esfuerzo para no desfallecer antes de tiempo. Por eso, al principio, corro
despacio, buscando puntos de referencia que me ayuden a orientarme sin tener
que mirar el reloj para saber dónde estoy. Luego, en algún momento, dejo de
pensar en la distancia y empiezo a reconocer la silueta de una torre vigía, distingo
a lo lejos los farolillos de la terraza de una cabaña de madera ondeando con el
aspecto de medusas secándose al viento, o paso junto a un grupo de niños
vestidos con trajes de neopreno que, a esa hora de la mañana, inician su
calentamiento siguiendo las indicaciones de su instructor, antes de adentrarse
en el agua con sus pequeñas tablas de surf.
En
aquellos tramos en los que el mar acaba de retirarse, la luz de la mañana
incipiente se refleja sobre la arena mojada, que brilla como la superficie
sinuosa de un enorme espejo. El chapoteo de las pisadas levanta pequeñas gotas
de agua y uno tiene la sensación de estar corriendo sobre un mar calmo
suspendido en el tiempo. Y, si no hay mucha gente, las gaviotas se posan cerca
de la orilla en grupos numerosos dándole la espalda a la costa, mirando hacia
el sol naciente con los ojos entrecerrados y dejando que el viento peine
suavemente su plumaje.
Al
final, termino topándome con una estribación rocosa que desciende desde el
acantilado cercano cortándome el paso. Pero, si el mar se ha retirado lo suficiente,
puedo bordear las negras rocas puntiagudas de formas caprichosas que jalonan el
arenal y adentrarme en una cala de arena gruesa, en la que un perro corre de un
lado a otro no lejos de su dueño. La línea de la costa se quiebra y las calas
se suceden, a cada cual más recóndita, hasta que me encuentro completamente
solo y me doy cuenta de que, en esa última playa, no hay escaleras de madera
que desciendan por la pared del acantilado y de que, a mi espalda, las olas han
empezado a romper contra las rocas interponiéndose amenazadoramente en mi
camino de regreso.
Entonces
me detengo, doy la vuelta lentamente dibujando un semicírculo de pisadas profundas
que se hunden en la tierra y, aprovechando que el viento ahora sopla a mi
favor, de manera inconsciente empiezo a correr cada vez más deprisa, batiendo
la arena sin esfuerzo, desafiando a la marea que empieza lenta pero
implacablemente a recuperar el terreno perdido antes del amanecer, ignorando el
acechante rugido de las olas, sintiendo como la bruma se desvanece lentamente a
mi paso.
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