No
sé si la capacidad para insultarnos resulta connatural a la especie humana o más
bien una costumbre que es necesario cultivar en un ambiente familiar o social
concreto, pero la mayoría de nosotros recurrimos al insulto como una forma de
descalificación de nuestros oponentes o de aquellos con quienes no simpatizamos
o, sencillamente, no compartimos ideologías, pareceres u opiniones.
No
obstante, aunque el insulto puede resultar el último mensaje que se lanza
cuando se acaban los argumentos, también puede ser una manera de reprender a
alguien a quien no conocemos pero cuya conducta queremos afear de alguna
manera. Es el típico calificativo que se lanza espontáneamente contra quien nos
incomoda con su manera de conducir o pretende robarnos una plaza de
aparcamiento que creímos haber visto primero. El típico ‘pero, ¿en qué estará pensando ese subnormal?’.
Y
lo tenemos tan interiorizado que muchas veces se expresa sin acritud, de forma que
no hace falta haber sido desairado por su destinatario. Y otras muchas tampoco es
una expresión de odio o tan siquiera malintencionada, y, en este sentido, no
pretende hacer daño, aunque sí llamar la atención.
Los
protagonistas de la película Cuenta
conmigo compiten entre sí buscando la expresión más denigrante para
referirse a la madre del otro, sin que ello afecte ni un ápice a su amistad. Y,
durante el servicio militar, tenía un compañero que utilizaba cualquier insulto
para referirse a sus camaradas, normalmente relativo a los hábitos de higiene,
pero con la peculiaridad de hacerlo siempre en femenino. Así por ejemplo no
eras un guarro, sino una guarra, ni un cerdo, sino una cerda. Y si alguno de
nosotros escapaba a esos calificativos, que ponían en cuestión constantemente nuestra
genitalidad, era porque no había suficiente confianza. Pero bastaba con que un
día compartieras con él una coca cola y un par de chistes en la cantina para
que fueras admitido oficialmente en el club de las cochinas.
Otras
veces, expresiones en principio malsonantes se convierten en calificativos
cariñosos. Una vez vi a dos amigos en la calle saludándose afectuosamente al
tiempo que uno de ellos llamaba al otro ‘cara
mierda’ mientras este sonreía de oreja a oreja. La cosa me hizo bastante
gracia porque hubo una época en la que mi hermano y yo nos llamábamos así, y me
acuerdo que mi madre nos reprendía por ello porque le parecía una expresión de
muy mal gusto. Y la verdad es que lo era, o lo es. Aunque nuestro insulto
favorito aludía a nuestras capacidades intelectivas y era frecuente que nos
llamáramos ‘subnormal’ o, más
frecuentemente, ‘retrasado’.
También en el ámbito
estrictamente familiar, recuerdo el primer insulto que mi hija pequeña, cuando
tendría apenas cuatro años, dedicó a su hermana. Estábamos esperando al
ascensor y seguramente se peleaban por pasar delante de la otra. Entonces mi
hija menor, que debía sentirse en inferioridad, llamó a su hermana ‘cula’, con la intención manifiesta de
compararla con un culo pero pensando, sin duda, que siendo una chica era
necesario hacer concordar el género del sustantivo con el sexo de su hermana.
Supongo que debería haberla reprendido y al tiempo elogiarla por su corrección lingüística
a una edad tan temprana, pero bastante tenía tratando de contener la risa.
Ni
que decir tiene que aquello ofendió gravemente a mi hija mayor, aunque desde
entonces ambas han ido refinando un método para insultarse, casi siempre de
manera afectuosa. Empezaron llamándose ‘cerda’
la una a la otra, pero la falta de acritud hace que recurran frecuentemente
a diminutivos cariñosos como ‘cerdecilla’.
Otras veces buscan formas imaginativas de aludir al ganado porcino para
calificar el comportamiento fraternal. De todas ellas, la que más me gusta es
la que recurre a la onomatopeya, ‘oinka’,
aunque existen formas refinadas cuando la descalificación pretende subir de
tono. En este caso, se utiliza el aumentativo ‘oinkota’. Y si se pretende acentuar aún más la ofensa, se puede usar
una expresión aún más gruesa, también más explícita y hasta redundante: ‘oinko-cerda’.
No
soy partidario de insultar por insultar, ni de hacerlo sin criterio. Cuando las
palabras gruesas se integran en el lenguaje cotidiano, el incidente más trivial
puede convertir a cualquier ciudadano anónimo en el vástago de una mujer de
vida licenciosa. Pero, en determinados ámbitos, el lenguaje aséptico y carente
de connotaciones, aunque puedan ser negativas, me parece artificioso. Por qué, ¿quién
no ha tenido un amigo que era un gorrino o un hermano un poco cara mierda o que
se comportaba a veces como un verdadero retrasado?
0 comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu comentario