Ayer fuimos a correr al río. Hay una
franja verde que discurre junto al cauce, con un camino de tierra flanqueando la zona de
arbolado que crece en la orilla. Habíamos leído que se estaba rehabilitando y
que el recorrido de varios kilómetros ofrecía un llamativo contraste con el cercano
paisaje urbano. El proyecto municipal pretende crear un anillo ecológico
metropolitano de 42 kilómetros que circunvale la ciudad, salvando con pasarelas
las infraestructuras existentes, regenerando primitivos bosques-galería y conectando
distintos parques y espacios verdes, incluyendo esta vereda.
Para abordar el tramo que pretendíamos
recorrer, dejamos el coche junto al estadio olímpico y cruzamos una pequeña
carretera que conduce hasta la zona de aparcamiento, en la que hace apenas tres
años nos concentrábamos, a primera hora de una gélida mañana de febrero, los
corredores del último maratón en el que participé. Desde allí, divisamos el
sendero de tierra y descendimos hasta el curso del río, para empezar nuestro
recorrido.
Habíamos transitado apenas un
kilómetro, cuando nos topamos con un rebaño de ovejas que pastaban tranquilamente
a ambos lados del camino y que nos obligó a ralentizar la marcha para no
sembrar el pánico entre los corderitos que correteaban de un lado a otro,
atravesando el sendero fugazmente, buscando refugio detrás de sus madres.
Cuando estábamos en medio del rebaño, pasó junto a nosotros un hombre con sus
dos hijos montando bicicletas de llamativos colores, que también detuvieron el
pedaleo para no perturbar la quietud de la manada.
Más adelante, una brigada de limpieza
había ido colocando en fila bolsas de basura de plástico amarillo a uno de los
lados del sendero, junto a las que se alineaban objetos de lo más diverso, como
el chasis de una motocicleta corroído por el óxido, la carcasa resquebrajada de
la pantalla de un ordenador antiguo o de un televisor con un enorme tubo de
imagen, una silla de madera desvencijada que se apoyaba renqueante sobre tres
de sus cuatro patas o la base de madera torneada de una mesa redonda en la que
alguien debió tomarse el té mirando por la ventana la misma corriente que algún
tiempo después se llevó el tablero aguas abajo. Todavía más allá, la mitad de
un sofá de tapicería negra tal vez invitara esa misma tarde a recostarse a algún
vagabundo, cuando el sol empezara a declinar sobre un tornasolado curso fluvial.
De vez en cuando, la vegetación dejaba
paso a una franja de tierra que descendía hasta un embarcadero en el que un
pescador solitario rasgaba una guitarra con la caña apoyada a pocos metros y el
sedal tenso sobre la corriente; o más frecuentemente, hasta la orilla cenagosa,
en la que no costaba demasiado imaginar moradores invisibles deslizando
silenciosamente su cuerpo cubierto de escamas sobre el fondo viscoso, entre las
raíces de los álamos de tronco plateado que se erguían arrogantes a nuestro
paso.
A lo largo del río, en diversos tramos,
se pueden ver gruesos sillares de piedra que se suceden en una hilera que
transcurre en paralelo al cauce. A veces están tan cerca del margen que el agua
debe cubrirlas fácilmente por poco que suba el caudal, pero otras se separan lo
suficiente para cobijar una reunión vespertina de adolescentes, de cuya
presencia dan testimonio las bolsas de plástico y las botellas abandonadas.
A mitad de camino, volvimos a cruzarnos
con dos de los tres ciclistas que nos habían adelantado a la altura del rebaño
de ovejas, que descendían por un terraplén hacia nosotros. Entonces el padre se
detuvo y, bajándose la mascarilla, nos preguntó si habíamos visto a su hijo
pequeño, al que había perdido de vista en algún momento del trayecto y que él y
su hermano mayor debían llevar un rato buscando. Le dijimos que no habíamos
vuelto a verlo y se marcharon en dirección opuesta a la nuestra.
Poco después, una gruesa tubería
metálica pintada de azul claro partía de nuestra orilla hacía la contraría
sobrevolando la corriente, con los remaches de acero que unían las distintas
secciones destilando óxido, transportando algún fluido secreto hasta el otro
extremo del cauce, donde empezaban a insinuarse las casas del pueblo cercano.
Al final del trayecto, altos puentes que
cruzaban el río sobre poderosos pilares de hormigón clavados en lo profundo del
cauce empezaron a jalonar el recorrido, trayendo hasta la vereda el flujo
constante de vehículos que transitaba sobre nuestras cabezas, ajeno a la quietud
del río y sus moradores. No muy lejos de uno de aquellos puentes, junto a una
chabola medio cubierta por un plástico azul, algunas prendas de colores
colgaban de un tendedero al sol de mediodía.
Tengo que volver a recorrer ese camino
cuando haga más calor, los álamos de tronco plateado estén cubiertos de hojas y
las ramas de los árboles que flanquean el sendero hayan crecido lo suficiente
para dar algo de sombra y de cobijo. Mejor cuando haya llovido recientemente, a
una hora en la que el canto de los pájaros silencie el ruido lejano de los
motores. Tal vez entonces el río haya
depositado nuevos presentes en sus orillas, que asomaran tenebrosamente al
atardecer, semienterrados en el lodo.
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