Hace
un año, 200 jóvenes estudiantes fueron secuestradas en Chibok por Boko Haram y
la ONU sospecha que muchas de ellas podrían haber sido asesinadas. Según un
informe publicado por Unicef, los estudiantes y maestros se han convertido en
objetivos de la violencia de los islamistas radicales en Nigeria, con más de
300 escuelas atacadas o destruidas y al menos 196 profesores y 314 alumnos
muertos hasta finales de 2014.
El pasado 2 de abril,
148 estudiantes fueron asesinados en Kenia en un ataque yihadista a la Universidad
de Garissa, donde, unos días más tarde, una caravana de 13 autocares abandonaba
el campo militar de la ciudad con 663 estudiantes a bordo, supervivientes de la
matanza, dejando atrás su universidad, su residencia y a los amigos asesinados.
Malala
Yousafzai fue tiroteada en 2012, por defender la educación femenina en su país,
por integristas talibanes que prohibieron que las niñas acudieran a la escuela,
consiguiendo que el 70 por ciento de sus compañeras dejaran de ir a clase por
miedo o por indicación de sus familias.
Estos
son solo tres ejemplos de cómo el integrismo ha hecho de la educación y de la
escuela un objetivo prioritario y de la nitidez del mensaje que se quiere
transmitir. En determinados lugares del planeta, ser profesor, estudiante
universitario o acudir a la escuela es una decisión peligrosa que pone en
riesgo la integridad física, la libertad o la vida de quienes no hayan
escuchado ese mensaje.
La
contralectura que puede hacerse de esa realidad, constatada por los medios de
comunicación y las organizaciones humanitarias, es que la educación nos hace
libres porque nos proporciona los conocimientos a partir de los cuales podemos
ampliar nuestros horizontes, construir nuestro futuro y cambiar la realidad que
nos rodea. Se trata, por eso, de un bien precioso que hay que cultivar y
atesorar para evitar que los niños y, especialmente, las niñas se vean privados
de ese futuro y condenados a la oscuridad o al silencio.
Y
esa lección, fácil de aplicar al tercer mundo y a los países en vías de
desarrollo, es también perfectamente válida en el primer mundo. En nuestro
país, los niños pueden acudir a la escuela sin temor, pero el sistema educativo
no creo que responda, en muchos casos, a las expectativas que cabría depositar
en él cuando hablamos de un país desarrollado.
En
España, durante lustros, el debate educativo se ha perdido en asuntos banales,
más preocupados de un supuesto adoctrinamiento ideológico que del conocimiento
y la cultura, en el que la educación para la ciudadanía, la religión, el
bilingüismo o el triligüismo se han convertido en las cuestiones cruciales,
cuando no lo eran, hurtándonos la oportunidad de debatir sobre lo que realmente
importa. Así, mientras perdíamos el tiempo en esas cuestiones, hemos asistido
impávidos a un deterioro progresivo del sistema, patrocinado por unas tesis
pedagógicas que, o no funcionan o no se han interpretado y aplicado
correctamente, en las que el estudiante, aunque adolezca de graves carencias
formativas, ha de descubrir por sí mismo las fuentes del conocimiento. Claro
que algunos de esos pedagogos también son hijos de un sistema que no funcionaba
cuando ellos se estaban formando, con lo cual puede encontrarse a los mandos
del autobús escolar alguien al que no deberían haberle dado el carnet de
conducir.
Lo
peor de todo, es que una sociedad en la que la mayoría no ha tenido oportunidad
de recibir una formación adecuada es fácilmente manipulable, porque solo puede
digerir consignas que no requieran de un análisis crítico o de una reflexión
serena de la que no es capaz, que son las que se lanzan frecuentemente desde
los medios y las tribunas o los platós de televisión y también desde los
púlpitos y las mezquitas o también, como no, desde las redes sociales y, por
extensión, ese ámbito heterogéneo, intangible y omnipresente en el que se ha
convertido Internet.
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