Esta
semana he vuelto a salir a correr por la tarde, ahora que las temperaturas han
bajado y el calor sofocante no te ahoga con cada zancada sobre el asfalto
reblandecido. El martes, mi mujer y yo salimos juntos, aunque solo media hora, para
evitar que las piernas se relajen demasiado y luego cueste más esfuerzo ponerse
otra vez en movimiento; pero ayer salí yo solo, a última hora de la tarde,
cuando empezaba a oscurecer.
Me
gusta correr al atardecer. Probablemente es la hora del día en que me siento
más en sintonía con mi propio cuerpo, después de una jornada de trabajo que,
ahora que estoy preparando un curso, me ocupa toda la mañana y buena parte de
la tarde.
Es
el momento en que otros vuelven del trabajo en sus automóviles, también después
de una larga jornada y, por eso, están más dispuestos a cederte el paso cuando
tienes que cruzar alguna calle; y las madres regresan con los niños pequeños a
casa, demorándose en los jardines llenos de columpios y toboganes. También es
el momento en que empiezan a cerrar los comercios y en que, algunos días, las
terrazas y veladores comienzan a llenarse de gente. Es una buena hora para
pasear, si no hace mucho frío, y, cuando corro por el carril-bici, me voy
cruzando con ciclistas y patinadores o las bicicletas me adelantan para
detenerse en el próximo semáforo, donde con frecuencia les doy alcance y les
tomo fugazmente la delantera.
Cuando
llegue el invierno, y empiece otra vez a hacer frío de verdad, me dará pereza
cambiarme de ropa y calzarme las zapatillas; pero ahora y mientras dure el
otoño todavía me quedan muchas carreras a la hora del crepúsculo, en las que poder
pisar las hojas secas de los árboles y esquivar los charcos que dejarán sobre
la acera las primeras lluvias que, a veces, me sorprenden lejos de casa
obligándome a correr más deprisa para no terminar empapado la sesión de
entrenamiento.
A
esa hora de la tarde, a veces, el viento se levanta, haciendo murmurar a los
árboles y trae consigo el olor de una llovizna inminente, las estrellas
empiezan a asomarse, entre las nubes en el pálido cielo vespertino y, entonces,
el ritmo de la carrera se vuelve armonioso, los pies se posan con suavidad
sobre la tierra y el cuerpo avanza ligero, como impulsado por esa brisa suave.
1 comentarios:
Me encanta leerte, es un placer para los sentidos y me alegra que mis hijas hayan heredado ese don.
Yo prefiero correr cuando el día se levanta quizás porque a las horas nocturas el cansancio impide mover los músculos ya no sólo de las piernas, sino de todo mi cuerpo. Notar que la ciudad se levanta, que poco a poco las calles se llenan de gentes y saber que tú estás allí antes para dedicarles un "buenos días" y oler el rocío de ls mañana, resulta reconfortante. Ya de vuelta, me siento con energía suficiente para afrontar el día. Hace unos días mi cuñado me dijo por la mañana (él recién levantado): ¡"chica que energías! mi bioritmo no me lo permite".
Y yo le contesté: " con dos hijas creciendo, ¡agradezco este bioritmo!" ;)
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