martes, 17 de noviembre de 2015

El miedo y la salvaguarda de nuestra libertad


            El atentado de París del fin de semana pasado ha traído otra vez a la primera plana de los periódicos el fenómeno del terrorismo yihadista en Europa, irrumpiendo a sangre y fuego en la noche de un viernes cualquiera en los restaurantes y las calles, una sala de conciertos y un estadio de fútbol de la capital de nuestro país vecino, donde las selecciones de Francia y Alemania se enfrentaban en un partido amistoso bajo la mirada del Presidente de la República.

            Todos los días, gentes anónimas mueren víctimas de la violencia y el terrorismo en lugares no muy alejados, geográficamente hablando, del de los atentados del viernes pasado. No obstante, nos resulta imposible percibir igual unos y otros estragos, aunque el coste en vidas humanas sea el mismo o, seguramente, en nuestro caso, muy inferior, si nos atenemos al recuento oficial por un lado y a las cifras oficiosas, por otro, de esos lugares en los que el número de muertos se incrementa vertiginosamente de día en día, y no solamente por la evolución desfavorable de los heridos por las bombas y los disparos indiscriminados en una refriega aislada o una acción terrorista puntual.

            Sin embargo, París es una capital europea, similar a cualquier ciudad populosa del resto de Europa, en la que los viernes por la noche sus habitantes se relajan saliendo a cenar a un restaurante, acudiendo a un concierto o asistiendo a un partido de fútbol, el deporte europeo por excelencia. Y se da la circunstancia de que el terrorismo ha venido a golpear a esa sociedad en ese momento preciso, irrumpiendo en restaurantes y escenarios de actividades lúdicas, particularmente representativas de nuestro estilo de vida.

            Así pues, el acto terrorista no se ha perpetrado en esta ocasión contra un objetivo militar, ni tenía en su punto de mira a una autoridad civil, ni siquiera se ha materializado en la sede de un periódico, sino que iba dirigido contra los ciudadanos de a pie de un país occidental que hacían uso de su tiempo libre como nos gusta hacer a cualquiera de nosotros en nuestras respectivas ciudades, lanzando así una advertencia que trata de mediatizar, a través del miedo, el comportamiento de esos ciudadanos, cuyas libertades se han visto, inmediatamente, condicionadas por las medidas adoptadas por el propio Estado, que so pretexto de velar por su seguridad, se ha apresurado a declarar el estado de urgencia con la consiguiente suspensión de derechos y libertades.

            Las medidas adoptadas, seguramente necesarias, y la intensificación de los bombardeos sobre el Estado Islámico, tal vez contribuyan a prevenir nuevos atentados y acciones terroristas, pero es imposible que, por si solas, consigan soluciones duraderas a medio y largo plazo.

            Probablemente, el problema de fondo radica en que los autores materiales de los actos violentos no se sienten identificados en absoluto con ese estilo de vida, no acuden a conciertos ni salen a cenar a restaurantes, probablemente porque no han tenido nunca la posibilidad de hacerlo, tampoco se identifican con un deporte cuya práctica está reservada a un grupo de privilegiados, ni sienten ninguna simpatía por la selección nacional, a pesar de ostentar la nacionalidad francesa y haberse criado en el suelo patrio de sus convecinos, pero excluidos, marginados, víctimas de la desigualdad, la pobreza y el desempleo, y por ello propensos a la violencia y, ahora, fáciles de captar por quienes puedan dar salida a su frustración y deseos de revancha contra una sociedad que les ha negado el futuro.

            Reconducir la situación a estas alturas, plantearse la necesidad de un programa de regeneración social que consiga integrar a los jóvenes de las ‘banlieues’ que a finales de 2005 salieron de sus guetos para irrumpir violentamente en las calles supone un reto descomunal para el gobierno de la República, pero se revela imprescindible si no se quiere sucumbir al empuje devastador de los desarraigados.

            Mientras tanto, muchos defensores de los valores de la patria, miran con desconfianza y temor creciente hacia las fronteras de la Unión Europea y, poco a poco, empieza a difundirse la idea de que nuestra seguridad depende, en buena medida, de que seamos capaces de blindar ese territorio contra una oleada interminable de desesperados entre los que se esconde un enemigo sin rostro. Como si el enemigo no estuviera ya viviendo, aun precariamente, entre nosotros y exigiendo a tiros lo que otros suplican desde las embarcaciones que naufragan diariamente frente a nuestras costas.

            De ahí la necesidad de una respuesta concreta y audible y de una asunción real de responsabilidades, comprometida con la integración y no meramente burocrática, basada en los registros de entrada y la identificación de los refugiados, porque la realidad es que si no somos capaces de integrar a los que ya están aquí y llevan lustros viviendo en nuestro territorio, difícilmente podremos acoger a otros y brindarles una oportunidad real que vaya más allá del compadecimiento pasajero.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Elogio de la honestidad


             La honestidad no es un valor al alza en la sociedad en que vivimos. Lo cual no equivale a decir que pertenezcamos a una sociedad de hombres deshonestos, aunque algunos de los que forman parte de ella, y que a veces ocupan posiciones de privilegio, no se distingan precisamente por su honestidad.

            Con frecuencia, la gente corriente tiende a contraponer honestidad con lo que considera un comportamiento delictivo o, en general, contrario a la ley o, como máximo, a los usos y costumbres de la moral dominante.

            Probablemente, sin embargo, la honestidad es otra cosa, y debería equipararse al comportamiento ejemplar de quienes no solo no se dejan corromper por el estatus quo imperante, sino que, además, son fieles a sí mismos y a una ética inmaterial que debería impregnar el subconsciente colectivo. Ser honesto no significa ser un héroe, en el sentido de observar un comportamiento heroico, que desafía peligros o hace frente a enemigos formidables. La honestidad, para mí, consiste más bien en saber decir no a lo que no es justo o, al margen de la justicia, no es correcto, a pesar del riesgo inherente de señalarse o de poder ser cuestionado, apartado o castigado por un superior, el grupo o la colectividad a la que se pertenece; e incluso a riesgo de poner en evidencia a otros.

No obstante, las consignas de ese grupo social al que se pertenece, la familia, la tribu o la nación, anulan o, en el mejor de los casos, condicionan la respuesta espontánea, porque nos aflige la posibilidad de defraudar a nuestros correligionarios.

Así, ante la amarga derrota, tanto las aficiones de los equipos de fútbol como los partidos políticos buscan excusas, elementos circunstanciales que puedan explicar el resultado y justificar el fracaso, o menoscaben el mérito del rival; cualquier cosa antes de reconocer ‘honestamente’ lo evidente, que ese rival fue superior o que la mayoría no estaba de acuerdo con una determinada política gubernamental que el resultado electoral viene a deslegitimar.

            En este sentido, me resulta asombroso que, por ejemplo, en el caso de Cataluña, después de unas elecciones que se suponían plebiscitarias, ninguna de las personas involucradas en el llamado proceso soberanista, haya reconocido lo evidente, que la mayoría no es partidaria de seguir adelante con dicha iniciativa, lo cual debería obligar, al menos, a reflexionar a sus promotores sobre la oportunidad de perseverar en sus planteamientos.

Cambiando de escenario, durante la Segunda Guerra Mundial, en un régimen como el de la Alemania nacional-socialista, hubo personas que auxiliaron a algunos de sus compatriotas o se opusieron a órdenes inhumanas, aún a riesgo de pagar las consecuencias. Y es que es precisamente en situaciones límite cuando esa cualidad del ser humano se pone a prueba. Sin embargo, al margen de situaciones extremas, en las que, a toro pasado, todo el mundo ensalza las cualidades del disidente, diariamente es posible asistir a pequeñas claudicaciones de quienes nos consideramos individuos anónimos inmersos en el seno de una colectividad que nos anula con su avasallador pensamiento mayoritario o, a veces, ni siquiera mayoritario, sino sencillamente ‘global’, en el sentido de predominante, por asumido desde las instituciones o como una verdad sobreentendida y, por eso, no cuestionada, que no incuestionable.

            Por eso, el comportamiento ejemplar, aunque sea de un individuo aislado, resulta tan necesario, porque ilumina la escena, arroja luz sobre cualquier panorama, por sombrío que se presente, y puede inspirar a otros, al animarles a seguir el ejemplo del hombre honesto, que no teme las consecuencias de sus actos.

domingo, 18 de octubre de 2015

Bajo un cielo tormentoso


            Lleva todo el fin de semana lloviendo, por lo que no ha habido más remedio que quedarse en casita y esperar a que amaine el temporal. Así que nada de actividades al aire libre, ni de paseos en bicicleta. Para no mentir, el sábado por la mañana, aunque el cielo estaba cubierto de nubes y algunos rayos empezaron a rasgar el cielo sobre la línea del horizonte al poco de iniciar mi recorrido por las calles semidesiertas, me aventuré a salir a correr, sabiendo que la lluvia frustraría cualquier intentona posterior.

Llevaba una semana postergando el momento, por culpa de un resfriado que me ha tenido estornudando desde el domingo pasado, y sabía que, si no me demoraba mucho, podría regresar a casa indemne y sin que me sorprendiera el chaparrón que se estaba anunciando desde por la mañana temprano. Erré el pronóstico por diez minutos y  a menos de dos kilómetros de terminar, cuando ya estaba de regreso, unos gruesos goterones empezaron a repintar las calles a mi paso.

            Es agradable correr bajo la lluvia, si no hace demasiado frío ni llueve muy intensamente, y tampoco te empeñas en hacer media maratón sin más amparo que la visera de tu gorra; porque cuando empiezas a chapotear dentro de tus propias zapatillas, la cosa pierde la gracia, y lo digo por experiencia. Por eso, cuando el otoño y el invierno vienen cargados de precipitaciones, lo de salir a correr se convierte en una especie de apuesta meteorológica.

Recuerdo un año que estuvo lloviendo todo el invierno, hasta tal punto que no hubo tregua que durara más de setenta y dos horas; de forma que si me hubiese dejado intimidar por los elementos, no habría corrido con regularidad hasta bien entrada la primavera. Sin embargo, no deje de salir a correr, al menos, dos veces por semana y pocas veces me sorprendió un aguacero; eso sí, me pasaba la tarde mirando por la ventana, esperando que escampase y sin una hora fija para dejar lo que estuviese haciendo y ponerme las zapatillas a toda prisa, sabiendo que si me hacía el remolón, el dios de la lluvia castigaría mi indolencia devolviéndome a casa empapado de pies a cabeza.

Desde entonces, mirando al cielo, aspirando el aire húmedo y sopesando la velocidad del viento, creo que soy capaz de intuir, con un margen de error asumible, si durante la hora siguiente lloverá o, por el contrario, el cielo se mostrará clemente conmigo una vez más, si me echo a la calle ignorando los nubarrones cargados de agua y desafiando el ronroneo de los truenos todavía lejanos.

domingo, 4 de octubre de 2015

Una carrera a la luz de la luna


            El viernes de la semana pasada, tomamos parte en la vigesimoséptima edición de la Carrera Nocturna del Guadalquivir. Era la tercera vez que yo disputaba la prueba y la segunda carrera popular de mi mujer, después de su estreno, esta primavera, en el circuito universitario de la Pablo de Olavide, y ha supuesto el debut de las niñas en una competición, después de tres fines de semana de carreras por el parque, en nuestro empeño de inculcarles el hábito de correr.

            La ‘Nocturna’ es una prueba ideal para estrenarse en competición, primero porque es una carrera realmente popular, en la que la mayoría no intenta hacer una buena marca y de lo que se trata es, tan solo, de completar el recorrido; en segundo lugar, por su ambiente festivo, al que contribuye el hecho de que familias y grupos de amigos se reúnan y, en ocasiones, se disfracen de cavernícolas, pitufos o botellines de cerveza; porque el recorrido es muy agradecido y transcurre por lugares emblemáticos de la ciudad, como la Torre del Oro, la Maestranza o las murallas y el arco de la Macarena, que se pueden contemplar iluminados, desde una perspectiva diferente y sin los inconvenientes del tráfico rodado;  y, además, porque el hecho de que se dispute por la noche ayuda a soportar mejor el paso de los kilómetros a los debutantes.

            En nuestro caso, habíamos quedado con otras dos familias, con las que solemos coincidir en la playa durante las vacaciones; con lo que mis hijas pudieron compartir la experiencia con sus amigos y meterse en el bolsillo al público que se agolpaba en las avenidas al paso de los corredores, jaleando a los niños en los lugares más concurridos, lo que provocaba que incrementasen inconscientemente el ritmo de carrera cada vez que los vítores y los aplausos de los espectadores les animaban a seguir adelante.

            La verdad es que no contábamos con que completasen el circuito, de más de ocho kilómetros (una distancia respetable incluso para un adulto que no tenga experiencia en el medio fondo), pero todos los niños terminaron la carrera, cruzando la línea de meta al sprint, con los brazos en alto y saludando a las cámaras ubicadas en la línea de llegada, mientras el speaker ensalzaba su espíritu competitivo.

            Durante la prueba, fuimos alternando, a intervalos regulares, series de carrera continua, a un ritmo suave, con tramos de recuperación, caminando durante un par de minutos, según el programa de entrenamiento que venimos siguiendo los fines de semana. La diferencia es que, hasta ahora, los domingos hacíamos algo más de tres kilómetros, mientras que, el día de la prueba, casi triplicamos esa distancia, completando el recorrido en una hora y veinte minutos aproximadamente.

            Así que la carrera del fin de semana pasado superó, de largo, todas nuestras expectativas. Ha sido, sin duda, la más bonita, hasta ahora, de todas mis participaciones en la ‘Nocturna’, y ha despertado, por igual, el entusiasmo de niños y mayores, que ya se apuntan a participar en el circuito universitario la próxima primavera por el campus de la Pablo de Olavide.

Es verdad que para eso todavía falta mucho y que no podemos estar seguros de que la experiencia se repita en el futuro; pero, pase lo que pase de aquí en adelante, siempre me quedará el recuerdo de esos cinco niños corriendo en línea flanqueados por mi mujer y por mí, ocupando el centro de la calzada, cantando y bromeando mientras dejaban atrás a algunos de sus padres (que, a diferencia de ellos, al día siguiente andaban renqueando víctimas de las agujetas), despertando la admiración a su paso y también desafiando las previsiones, en lo que al comportamiento que de ellos podía esperarse se refiere. Y su ejemplo me ha hecho pensar que, probablemente, son mucho más fuertes de lo que creemos y de lo que ellos mismos se piensan, y, con el estímulo adecuado, capaces de lograr lo que para muchos de nosotros solo son sueños, quimeras o, en el mejor de los casos, metas al alcance de unos pocos.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Es tiempo de explorar


            Este fin de semana, nuestras dos hijas se vinieron con nosotros a correr al parque que hay cerca de casa. Ha sido una experiencia interesante, aunque nuestras hijas, como buenas adolescentes, se muestran reacias a cualquier actividad física que las obligue a salir de casa un domingo cualquiera con un destino inconcreto y sin más objetivo que hacer algo de ejercicio aprovechando la buena temperatura y un cielo despejado.
            Y no puedo censurarlas por ello, aunque no recuerdo cuales eran mis inclinaciones cuando tenía su edad en lo que a hacer ejercicio durante mi tiempo de ocio se refiere, porque estar en casa les ofrece ahora montones de posibilidades de dejar pasar el tiempo sin más ocupación que rastrear el Whatsapp en busca de vida inteligente o navegar sin rumbo en un océano de imágenes y sonidos más o menos agradables o atractivos, con solo deslizar un dedo sobre la pantalla táctil de sus dispositivos móviles.
            No obstante, abandonarlas a su suerte en ese mundo virtual, me temo que les depararía, al menos a medio plazo, la misma sensación de hastío que nos producía a nosotros pasar horas delante de la televisión a merced de la programación del fin de semana.
            La única diferencia es que ahora se puede ser más selectivo, porque la oferta es más variada. No obstante, todos tendemos a abundar en las temáticas que más nos interesan, y eso, con frecuencia, nos conduce a un callejón sin salida, repleto de personajes, escenarios, argumentos y melodías que empezamos a conocer demasiado bien como para que puedan resultarnos, no solo estimulantes, sino verdaderamente interesantes.
            Y, para salir de ese círculo vicioso, solo se me ocurre convertirnos en exploradores, aún a costa de incomodidades y decepcioness o algún resbalón ocasional. Se puede recorrer una senda mil veces, sin reparar en la vegetación que crece a uno y otro lado del camino, beber siempre de la misma fuente y elegir la misma hora del día para dar un paseo; o se puede arriesgar algo variando el itinerario, deteniéndose a mitad de la ruta o cambiando la hora de levantarse o de irse a dormir; porque explorar consiste, a veces, nada más que en tratar de ver y hacer las cosas de otra manera, pero, en todo caso, obliga a cambiar algún hábito o modificar una rutina.
            Sea como fuere, los beneficios son incontables, porque un pequeño cambio, aunque sea de vez en cuando, nos obliga a estar alerta y, por eso, nos vuelve más receptivos, rompe la monotonía y también nos saca del amodorramiento que se apodera de nosotros cuando, inconscientemente, renunciamos a explorar nuestro entorno y nos volvemos acomodaticios y perezosos; pero, sobre todo, nos da la posibilidad de descubrir algo nuevo cada día y de sorprendernos, a veces maravillarnos, con cada pequeño o, a veces, gran descubrimiento.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Nuestra responsabillidad


            Resulta difícil permanecer impasible después de contemplar las fotografías que estos días nos muestran el drama de familias enteras tratando de huir de un conflicto armado, de la guerra, el hambre, la pobreza, la desolación y el terror.

            Decenas de miles de personas abandonan sus países, dejando atrás sus ciudades, sus colegios, sus casas, y una parte sustancial de sus vidas, al encuentro de lo desconocido, sin más esperanza que la de que esa desolación quede definitivamente atrás y, en una tierra extraña, se les ofrezca la oportunidad de sobrevivir.

            Y es que, cuando el miedo y la oscuridad vienen a buscarnos a nuestra casa, para despertarnos en plena noche y obligarnos a salir de ella sin más equipaje que la desesperación, solo el instinto de supervivencia guía nuestros pasos, aunque sea por caminos inexplorados, atravesando fronteras y enfrentándonos a lo desconocido; porque, cuando la realidad que conocemos se vuelve insoportable, el miedo a lo que pueda aguardarnos en otro lugar remoto se mitiga a la velocidad que son capaces de correr nuestros pies.

            Y aquí, en Europa, sabemos, o deberíamos saber lo que es eso. No en vano, en tiempos no muy remotos, las guerras han asolado nuestras ciudades y nos han obligado a marchar lejos para preservar nuestras vidas y las de nuestros hijos. Pero los gobiernos se muestran cautelosos y tratan lo que es una crisis de refugiados y un drama humanitario como si se tratara de una oleada migratoria que hay que resolver estableciendo cuotas y poniéndose de acuerdo sobre el reparto de los damnificados por un conflicto que todavía percibimos como ajeno.

            La aldea global no existe. Occidente se conmueve mucho más fácilmente con un atentado en suelo patrio que con una guerra lejana en la que, cada día, mueran más personas de las que el terrorismo internacional pueda matar en un año en todo el primer mundo. Y solo cuando las víctimas de esos conflictos llaman masivamente a sus puertas, se hace eco de un drama que hasta ese momento sentía como extraño.

            Con todo, esta es nuestra responsabilidad, y lo que estamos viendo estos días, el resultado de haber colonizado el mundo y diseñado un equilibrio precario a la medida de nuestros intereses comerciales, económicos, políticos y estratégicos. Asumir esa responsabilidad y dar los pasos que sea necesario para restablecer un equilibrio duradero, basado en la solidaridad, en los valores democráticos y la defensa de los derechos humanos es un imperativo moral para cualquier gobierno y, más allá de los gobiernos, para las naciones desarrolladas y los ciudadanos del primer mundo.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Cuando el viento se levanta


            Esta semana he vuelto a salir a correr por la tarde, ahora que las temperaturas han bajado y el calor sofocante no te ahoga con cada zancada sobre el asfalto reblandecido. El martes, mi mujer y yo salimos juntos, aunque solo media hora, para evitar que las piernas se relajen demasiado y luego cueste más esfuerzo ponerse otra vez en movimiento; pero ayer salí yo solo, a última hora de la tarde, cuando empezaba a oscurecer.

            Me gusta correr al atardecer. Probablemente es la hora del día en que me siento más en sintonía con mi propio cuerpo, después de una jornada de trabajo que, ahora que estoy preparando un curso, me ocupa toda la mañana y buena parte de la tarde.

            Es el momento en que otros vuelven del trabajo en sus automóviles, también después de una larga jornada y, por eso, están más dispuestos a cederte el paso cuando tienes que cruzar alguna calle; y las madres regresan con los niños pequeños a casa, demorándose en los jardines llenos de columpios y toboganes. También es el momento en que empiezan a cerrar los comercios y en que, algunos días, las terrazas y veladores comienzan a llenarse de gente. Es una buena hora para pasear, si no hace mucho frío, y, cuando corro por el carril-bici, me voy cruzando con ciclistas y patinadores o las bicicletas me adelantan para detenerse en el próximo semáforo, donde con frecuencia les doy alcance y les tomo fugazmente la delantera.

            Cuando llegue el invierno, y empiece otra vez a hacer frío de verdad, me dará pereza cambiarme de ropa y calzarme las zapatillas; pero ahora y mientras dure el otoño todavía me quedan muchas carreras a la hora del crepúsculo, en las que poder pisar las hojas secas de los árboles y esquivar los charcos que dejarán sobre la acera las primeras lluvias que, a veces, me sorprenden lejos de casa obligándome a correr más deprisa para no terminar empapado la sesión de entrenamiento.

            A esa hora de la tarde, a veces, el viento se levanta, haciendo murmurar a los árboles y trae consigo el olor de una llovizna inminente, las estrellas empiezan a asomarse, entre las nubes en el pálido cielo vespertino y, entonces, el ritmo de la carrera se vuelve armonioso, los pies se posan con suavidad sobre la tierra y el cuerpo avanza ligero, como impulsado por esa brisa suave.

jueves, 13 de agosto de 2015

Derecho a decidir


Hace meses que la cuestión nacionalista ha invadido los medios de comunicación y las tertulias radiofónicas, de manera que es prácticamente imposible no desayunarse a diario con un editorial, un titular o un artículo de prensa que hable del desafío soberanista, de las elecciones plebiscitarias o de la ruptura de la legalidad constitucional.

Siempre he defendido la pluralidad y la diversidad, y me he indignado con aquellos que, víctimas de su propio papanatismo chauvinista, despreciaban lo que no conocían, llamaban despectivamente polacos a los catalanes y exhibían banderas españolas en los partidos en los que su equipo se enfrentaba con el Barça, so pretexto de que ‘los otros’ no se sentían españoles, como si así fuera más fácil identificarse con una bandera que otros ondean al viento para oponerla a la de tu equipo.

No obstante, supongo que igual que las mentes abiertas al diálogo se enriquecen con el debate constructivo, las misivas sin más contenido que el sedimento de los propios prejuicios generan respuestas igualmente reduccionistas, huérfanas de argumentos y tan visceralmente estériles como las del interlocutor más intransigente. Y así, últimamente, hemos asistido a sonoras pitadas al himno nacional en competiciones futbolísticas auspiciadas por la monarquía española (que, digo yo, que la mejor manera de expresar tal rechazo sería no participando en ellas o no asistiendo al partido en caso de que el equipo de uno llegase a clasificarse para la final), retiradas de bustos del monarca del salón de plenos de un ayuntamiento y otras manifestaciones que todavía hay quien defiende como ejercicio legítimo de la libertad de expresión, que, ya puestos, también podríamos hacer extensiva a la quema de banderas, tan denostada otrora. Es más, en las competiciones en las que participe Alemania, llegado el caso, podría pitarse durante el izado de banderas como rechazo a la canciller; e, igualmente, debiera retirarse de los edificios públicos la bandera de la Unión Europea, como muestra de descontento hacia las políticas de austeridad y, de paso, revisar la omnipresencia de los símbolos de la Unión en nuestras ciudades e instituciones oficiales.

Y, en este punto del debate acalorado y en medio del ruido mediático y la confusión general, llegamos a la proclamación de otro derecho fundamental pero, sorprendentemente, no recogido hasta ahora en ninguna de las constituciones que han jalonado nuestra convulsa historia constitucional ni, que yo sepa, en ninguna otra de las de nuestro entorno geopolítico: el derecho a decidir. Y, yo me pregunto, el derecho a decidir ¿qué?

Hace algunos años, mí mujer y yo, estando recién casados, nos fuimos de vacaciones a Gerona. Nos alojamos en Besalú, visitamos las Islas Medas, el Monasterio de Sant Pere de Rodes, el Hayedo d’en Jordá, Cadaqués, Ampurias, Perelada y recorrimos el Ampurdán de un extremo al otro. Fue un viaje precioso, que recordaré siempre, en todas partes nos trataron con amabilidad y en todo momento me sentí como en mi propia casa. Consiguientemente, solo la idea de que, en el futuro, para estudiar allí, mis hijas tuvieran que solicitar un visado, o que para ir a trabajar a Gerona, estuviesen obligadas a solicitar previamente un permiso de trabajo, o que pudieran ser consideradas extranjeras en situación irregular por haberse desplazado hasta ese lugar sin haberlo obtenido primero, y que, eventualmente, se les pudiera expulsar por ello de ese territorio o que, de lo contrario, un gobierno ‘nacional’ pudiera negarles la asistencia sanitaria o el acceso a la educación, me entristece profundamente.

Porque, seamos claros, cuando hablamos de derecho a decidir, no solo, ni siquiera principalmente, estamos hablando de autodeterminación y autogobierno (que, por otro lado, convendría pensar primero en manos de quien se pone, teniendo en cuenta que algunos de sus adalides son algo más que sospechosos de haberse lucrado ilícitamente durante lustros de autogobierno limitado) sino de exclusión, entendida como la posibilidad de privar a otros de la libertad de entrar, permanecer o salir libremente de un territorio, y, consiguientemente, de privación del estatus de ciudadanía y de negación de derechos que un Estado soberano solo reconoce plenamente a sus nacionales. Y se da la circunstancia, en la que nadie parece haber reparado hasta ahora, de que los titulares de esas libertades, ahora cuestionadas desde ese aparentemente inocuo derecho a decidir, somos los demás, es decir, aquellos que no estaríamos nunca llamados a participar en un plebiscito de esas características.

Así pues, paradójicamente, resulta que los derechos a circular libremente por el territorio del Estado, de residencia y, sobre todo, a la igualdad y a disfrutar en cualquier lugar de los mismos derechos y libertades que el resto de ciudadanos, son los derechos y libertades que, en realidad, están en cuestión, por mucho que el debate, envenenado y contaminado por intereses espurios, se haya disfrazado de otra cosa.

Y es por eso que no puedo estar de acuerdo, y no solo con el establecimiento de otra frontera, sino que me niego a que alguien pueda coartar mi libertad sin contar conmigo y convertirme en un extranjero en una tierra que siento como propia; y me indigna que nadie sea capaz de ver tampoco que detrás del ruido mediático, del debate acalorado y de las soflamas independentistas, lo que subyace es la desigualdad entre los territorios y, consiguientemente, entre las personas que los habitan, y una profunda insolidaridad de quienes son titulares de la riqueza y no quieren compartirla, y también de los que consideran que, excluyendo a los otros, verán mejorar sus condiciones de vida y serán así más libres. Ese sentimiento, que percibo a diario en el ámbito del derecho de extranjería, preside por igual el pensamiento de los candidatos conservadores y de los ideólogos de la izquierda nacionalista y es el principal obstáculo para la convivencia en cualquier lugar del mundo, porque genera desigualdad, alimenta el miedo a ser excluido y, al final, puede ser el origen del odio y el resentimiento que, en otras latitudes, nutre, desde occidente, las filas del fundamentalismo.

jueves, 6 de agosto de 2015

Las espadas y la guerra


Desde hace un par de días, la cocina de nuestra casa se ha convertido en una improvisada herrería, en la que mi hija menor y yo, como dos afanados herreros elfos, trabajamos sin descanso en la fabricación de las espadas legendarias de Kirito, el protagonista de la serie Sword Art Online. En realidad, hace semanas que mi hija venía pidiéndome que fuésemos a comprar listones de madera para fabricarlas, aunque las labores de pintura han retrasado el arranque de los trabajos hasta el martes pasado.

Recuerdo que, de niño, yo también tuve una espada de madera, que me regaló un compañero de clase cuyo tío tenía una serrería por la que pasábamos de vez en cuando a la salida del colegio. También me acuerdo de que el aserradero ocupaba una nave de gran tamaño que estaba llena de tableros y listones, del olor de la madera recién cortada y del suelo tapizado de serrín y de los recortes arrumbados aquí y allí, que yo recogía para llevármelos a casa, sin hacer caso de las protestas de Mamá, que veía con preocupación cómo debajo de mi cama se acumulaban trozos de chapa, varillas y tablas de distintas longitudes, hechuras y grosores.

Por aquel entonces, triunfaba entre nosotros una serie de televisión que se llamaba Arturo de Bretaña, de la que yo le hablaba con frecuencia a mí amigo, que grabó ese nombre en la cruceta antes de regalármela. Así que, sí, aun prescindiendo de personajes y elementos clásicos del ciclo artúrico, el protagonista de la Serie era el rey Arturo, mi espada debía ser una réplica de la legendaria Excalibur (la que corta el acero); mientras que las espadas de Kirito se llaman Elucidator (que significaría algo así como esclarecedora) y Dark repulser.

Personalmente, habría preferido que se llamarán Narsil (en quenya Luna-Sol) y Andúril (Llama del Oeste), pero entiendo que mi hija se identifique más con el joven preadolescente Kirito que con el heredero de Isildur, cuyas vicisitudes hasta recuperar el trono de Gondor estamos recordando estos días de la mano de Peter Jackson.

Por otra parte, hoy que se cumple el setenta aniversario del lanzamiento de la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, un episodio aterrador de la historia de la humanidad, aunque el hombre haya demostrado históricamente su capacidad para dañar a sus semejantes a sangre fría y cuerpo a cuerpo, sin dejarse intimidar por la sangre ni estremecerse ante el dolor ajenos. Aun así, la deshumanización de la guerra, entendida como la posibilidad de matar a distancia y de hacerlo masivamente, o de fabricar drones capaces de tomar la decisión de matar independientemente de cualquier control humano (LAWS Sistemas de Armas Autónomos Letales), de cuyas consecuencias ya están advirtiéndonos voces tan autorizadas como la de Stephen Hawking, nos coloca ante un escenario nuevo y desconocido, fuera del ámbito de la ciencia ficción, y ante un dilema ético y la necesidad de revisar el derecho de guerra y las convenciones internacionales sobre la materia (no en vano la ONU ha convocado hace poco un encuentro internacional sobre el uso bélico de estas máquinas).

A propósito de esto, he leído hoy en el periódico que, que se sepa, solo uno de los militares que participaron en la misión sobre Hiroshima, el capitán Claude Eatherly, fue capaz de pedir perdón a las víctimas de aquella masacre y no encontró para su comportamiento una justificación suficiente en el leal servicio a la patria y la obediencia debida a sus superiores, negándose a ser considerado un héroe, sumiéndose por ello en una profunda depresión y siendo internado en un psiquiátrico.

jueves, 23 de julio de 2015

Tardes de verano


            Hace una semana que volvimos de la playa y nos reintegramos a la escuela de calor en que se convierte Sevilla en cuanto llega el mes de julio y las temperaturas empiezan a poner a prueba los termómetros urbanos, plantados estoicamente a pleno sol, y nuestra capacidad para pasar las largas tardes estivales sin salir de casa, una vez que, en mi caso, termina la jornada laboral.
            Y, como no se nos ocurría otra cosa, el domingo empezamos a pintar la habitación de mi hija mayor (de color lila), el lunes seguimos con la de mi hija menor (de azul, como el helado de nube que tanto le gusta) y ayer terminamos dándole una segunda capa de pintura a nuestro dormitorio (de color ‘estomago’ según mi mujer, que no está muy contenta con el tono que elegimos en la tienda de pinturas), víctimas de una especie de síndrome de la madriguera que nos ha sumido en un ajetreo inusual en esta época del año, como si tratáramos de adecentar cada rincón de la casa antes de que llegue el otoño y terminen las vacaciones escolares, empiece a menguar el día y a hacerse de noche cada vez más temprano.

            Y en cada caso, se repite el mismo ritual: vaciar el cuarto elegido; inundar otra habitación con libros, cuadros, pósters, juguetes, trabajos manuales, guitarras, lámparas, colchones, cojines y almohadas; cubrir con sábanas los muebles y desplazarlos de un lugar a otro de la habitación a medida que las paredes van tomando color; buscarle acomodo al inquilino en otra estancia para pasar la noche, mientras se seca la pintura; y, por último, devolverlo todo a su sitio y, de camino, reubicar el mobiliario, colocando, provisionalmente, la cama debajo de la ventana para ayudarle a conciliar el sueño hasta que el calor remita definitivamente.
            Por otra parte, no sé si también por efecto del calor, las persianas han empezado a romperse, una tras otra; así que este fin de semana me tocará arremangarme para tratar de que cumplan de nuevo su cometido, que consiste, básicamente, en no dejar pasar el calor durante las horas de insolación y recogerse durante la noche para permitir que la casa se refresque, en la medida de lo posible, y que el aire circule libremente por pasillo y habitaciones para hacer más llevadera la calurosa noche estival; aunque ello suponga que el ruido de la calle, los corrillos de vecinos que pasean hasta tarde, los ladridos de los perros, la música de los coches que pasan con las ventanillas bajadas o el inmisericorde servicio de limpieza municipal invadan nuestro descanso y nos hagan maldecir el hecho de vivir en un primer piso.

            Por lo demás, las tardes transcurren plácidamente; aunque, a veces, cuesta ponerse de acuerdo sobre las actividades en las que invertir el tiempo compartido. Para remediarlo, y ante a la actitud poco constructiva de algunos miembros de la familia, hemos instaurado una regla según la cual cuando alguien no se adhiere a la propuesta de otro, tiene que proponer, a su vez, una actividad alternativa, que sea viable, que es sometida a votación con las demás que se hayan formulado. Como resultado, el viernes se organizó un concurso de karaoke improvisado que demostró varias cosas: la primera, nuestro limitado conocimiento de la lengua inglesa; segundo, que es mucho más difícil cantar que hablar en inglés; tercera: que, cuando no sabes cantar, sueles hacerlo en un tono bajo que impide reconocer las canciones; y cuarto, que se puede ganar aún desafinando de manera estrepitosa.

viernes, 19 de junio de 2015

Pescadores de camarones


         Este fin de semana fuimos la playa de la Barrosa. Tanto el sábado como el domingo estuvo nublado y soplaba viento de Levante, así que no apetecía mucho meterse en el agua, pero si pasear por la orilla del mar con los pies descalzos y las gaviotas sobre nuestras cabezas, planeando contra el viento y posándose en la arena a nuestro lado.

            Caminando en dirección a Sancti Petri, llegamos hasta el extremo en que la arena deja paso a unas formaciones rocosas en las que, cuando baja la marea y con un poco de paciencia, se pueden pescar camarones. Todos los años, vamos hasta allí algún día, armados con camaroneras de colores y llevando un cubito de plástico para probar suerte intentando capturar a los inquilinos de este pequeño hábitat natural que siempre nos sorprende con algún hallazgo interesante.

            Recuerdo la primera vez que, como los camarones andaban un poco escurridizos, estuvimos cogiendo caracolas y, al cabo de un rato de tenerlas en el cubo lleno de agua salada, descubrimos que la mayoría albergaba en su interior pequeños cangrejos ermitaños, que no tardaban en asomar sus patitas cuando la quietud les daba suficiente confianza.

            Otras veces, además de camarones, hemos capturado pequeños peces de roca, más escurridizos y difíciles de encontrar, pero todo un logro para el que consigue hacerse con uno de ellos, después de un rato de observar en perfecta quietud el agua remansada en las oquedades rocosas. También es fácil descubrir pequeños cangrejos, más grandes que los ermitaños, pero poco amigos de dejarse atrapar por un bañista en busca de emociones.

            El domingo, conseguí coger uno con la mano. Hasta ahora, siempre me había resistido a hacerlo porque pensaba que sus pequeñas pinzas debían pinchar como alfileres. Pero el otro día, quizá inspirado por la audacia del pequeño Gerald Durrell y sus peripecias en la isla de Corfú, que mi hija mayor ha elegido como lectura para este curso, me decidí a probar suerte. La sensación fue tal como la imaginaba, y mi presa, al sentirse atrapada, me clavo con saña las tenazas en un dedo hasta hacerme sangrar. No obstante, no consiguió su propósito y mi hija pudo hacerle algunas fotografías, antes de liberarlo para que volviera a esconderse entre las rocas cubiertas de algas, no sin amenazarnos antes de desaparecer, levantando las pinzas con gesto desafiante.

            También vimos un pepino de mar, de los que suelen quedarse atrapados en las charcas cuando baja la marea, arrastrando su húmedo corpachón sobre la arena para no quedar expuesto al sol y a la brisa marina. Y recuerdo que un verano, vadeando las rocas y con el agua casi a la altura de la cintura nos encontramos flotando en el agua una morena moribunda, con una herida profunda en el costado, que todavía abría y cerraba la boca a nuestro paso, enseñando su formidable dentadura.

            Ya de vuelta de nuestro paseo, vimos otro cangrejo en la orilla. Este era de los grandes, pero más fáciles de atrapar. Cuando las niñas eran pequeñas, cogimos uno de color verde anaranjado, también en la misma orilla del mar, y nos lo llevamos al apartamento metido en un cubo. A mis hijas les hizo mucha ilusión quedárselo como mascota, decidieron que era una chica cangrejo y la llamaron Güila. Pero, a la mañana siguiente, Güila había desparecido y no volvimos a verla, así que supusimos que había vuelto a la playa, aunque la travesía no dejaba de ser peligrosa y, para conseguir su objetivo, tuvo que atravesar el paseo marítimo, con el riesgo que ello entraña para alguien que camina de lado y no puede mirar en ambas direcciones antes de quedar expuesto al tráfico rodado. Desde entonces y salvo un intento fallido de tortilla de camarones, seguimos practicando la pesca deportiva, pero al final de la jornada, dejamos libres a los prisioneros antes de marcharnos de la playa con el cubo vacío y las camaroneras al hombro, antes de que vuelva a subir la marea.

Las bicicletas son para el verano





Desde el lunes de esta semana, y coincidiendo con la implantación de la jornada de verano, he aparcado el coche y llevo cinco días yendo y viniendo, de casa al trabajo y del trabajo a casa, en mi vieja bicicleta, que me compre antes de que nacieran las niñas y de que el carril bici me permitiera desplazarme, sin gran riesgo para un ciclista inexperto como yo, desde mi barrio hasta la Plaza de España.

Y, aunque invierto más tiempo en el recorrido del que necesitaría si me desplazase en automóvil, la experiencia resulta mucho más satisfactoria desde cualquier punto de vista que se mire. Para empezar, he cambiado el rutinario trayecto en coche, con sus problemas de aparcamiento, horas punta, semáforos, conductores desconsiderados y carga de agresividad correspondiente, por un agradable paseo que me permite respirar el aire de la mañana, cuando el sol apenas empieza a asomarse sobre los edificios y mi sombra se alarga delante de mí mostrándome el camino sinuoso que me conduce por las aceras apenas transitadas a primera hora del día. Naturalmente, a la vuelta es otro cantar, y el calor me hace transpirar mientras pedaleo por calles llenas de estudiantes (al pasar por la facultad de Derecho y la de Económicas), amas de casa y demás viandantes, algunos de los cuales tienen la extraña afición de transitar o pararse en medio del carril bici a hacer cualquier cosa, aunque la acera que queda libre del tránsito de los ciclistas sea mucho más ancha y ofrezca mejores posibilidades de charlar, atender a un bebe en su cochecito o esperar el autobús sin riesgo de ser arrollado.

Además, durante el trayecto, he descubierto varias cosas en las que no había reparado anteriormente. Por ejemplo, la variedad de personas que hace uso del mismo medio de transporte que yo, jóvenes, mayores, hombres, mujeres, trabajadores y oficinistas, gorditos, flacuchos, con bicicletas de carreras o de paseo, despaciosos y con prisa, deportistas y urbanitas; que todas, absolutamente todas, las tapas de las alcantarillas y del acceso a las distintas redes de abastecimiento municipal están situadas en el carril bici, así que, si no andas atento, te arriesgas a sufrir en la entrepierna una sucesión de sacudidas y golpes provocados por los desniveles que pueden arruinarte la experiencia; que, regulando la velocidad, es posible enfilar los semáforos en verde sin verse obligado a detener la bicicleta; y, por último, que invierto prácticamente el mismo tiempo en completar el trayecto en bicicleta que corriendo, lo cual no dice mucho de mí como ciclista, pero quiero pensar que sí puede decir algo del corredor que llevo dentro.

Pero, con todo, la razón principal por la que he permutado las cuatro ruedas de mi utilitario por las dos de mi bicicleta es contribuir modestamente a hacer más transparente el aire que se respira poco después del amanecer, y para no tener la sensación de navegar a la deriva entre la niebla de los tubos de escape hacia un lugar que no logro vislumbrar todavía, pero que se me antoja seco, caluroso y yermo. Un lugar pensado para morir pero en el que otros tendrán que vivir cuando yo ya me haya ido.
 
 

jueves, 14 de mayo de 2015

De héroes y monstruos.


            La semana pasada, tuve que proponer los nombres de un héroe y una heroína extraídos de mi limitado universo literario. Y de las historias que he leído y que era capaz de recordar, surgieron varios nombres, aunque, al final, terminé decantándome por Beren y Lúthien, los protagonistas de un cuento incluido en el Silmarillion por Christopher Tolkien.

            No obstante, entre los héroes masculinos, estuve pensando también en Atreyu, el personaje de La Historia Interminable que, cabalgando a lomos del dragón Fújur, recorría Fantasia en busca de aquel que habría de dar un nuevo nombre a la Emperatriz Infantil. Y la verdad es que podría perfectamente haberme decantado por Atreyu y por Momo, la niña protagonista de otra novela de Michael Ende.

            La cuestión es que, mientras andaba enfrascado en la tarea, me di cuenta de un paralelismo sorprendente entre los dos héroes masculinos que andaban rondándome por la cabeza. Y es que, en un momento crucial de sus aventuras, ambos tienen un encuentro con una criatura abominable y, más concretamente, con un lobo.

Beren, tras arrancar de la corona de Morgoth un Silmaril, se enfrenta a Carcharoth, un hombre lobo gigante que le arranca la mano que sostenía el Silmaril y, quemándose por dentro, huye enloquecido.

            Por su parte, Atreyu se encuentra con Gmork durante la Gran Búsqueda. Gmork también es un lobo espeluznante de gran tamaño que estaba siguiendo el rastro de Atreyu con la misión de encontrarlo y matarlo para frustrar su propósito. Cuando Atreyu encuentra a Gmork, este está encadenado y cree que su misión ha fracasado, aunque, tras descubrir su identidad, y estando ya muerto, cierra sus fauces sobre una pierna de Atreyu, dejándolo así a merced de la Nada, que está asolando el País de la Gentuza y amenaza con destruir Fantasia.

            Creo que ambas historias están influidas por la mitología germana, en la que el lobo aparece como una criatura maléfica. De hecho, Carcharoth y Gmork personifican el mal sin matices. Son dos monstruos sin conciencia, incapaces de sentir piedad o remordimiento, que actúan impulsados por un instinto ciego, aún a costa de sí mismos, en el caso de Carcharoth, que causa estragos a su paso mientras se consume por dentro hasta que Huan lo mata, o cuando saben que van a morir o, incluso, después de muertos, como en el caso de Gmork.

            En estos casos, el héroe, por tanto, no solo demuestra valor o generosidad, o actúa guiado por un sentimiento noble, sino que, para convertirse en tal héroe, ha de descender al infierno y enfrentarse cara a cara con el mal. En ambos casos, no es un encuentro buscado. Beren quiere recuperar los Silmarils para conseguir que Thingol le permita casarse con su hija. Y, de hecho, Atreyu no sabe de la existencia de Gmork, ni que este anda buscándolo para matarlo.

            Por otra parte, pienso que, en otro tipo de historias, y también en la vida real, la honestidad es una forma de valor, porque actuar honestamente nos enfrenta con frecuencia a quienes defienden intereses bastardos y obrar con rectitud nos obliga a tomar partido y a oponernos a la injusticia. Un buen ejemplo de lo que digo, extraído también de la literatura, es el caso de Atticus Finch, el protagonista de Matar a un ruiseñor.

            Al hilo de lo anterior, también pienso que el verdadero héroe no es, la mayor parte de las veces, un soldado o un guerrero nato, sino más frecuentemente un individuo anónimo, puesto a prueba por las circunstancias y obligado a decidir ante una tesitura o un dilema moral. El héroe no está entrenado para ese momento, y su éxito no depende de su formación militar, sino de su rectitud y de su capacidad para hacer lo correcto, aunque esto pueda acarrearle un perjuicio o sea en detrimento propio.

            Y, a veces, no es necesario descender hasta el abismo, sino que esa criatura sale al encuentro del héroe. Y, a la hora de la verdad, para cualquiera, siempre es más fácil elegir otro camino con tal de evitar toparse de frente con ese dilema. Así pues, transitar por un determinado camino es algo que distingue a los héroes, aún antes de ser puestos a prueba.

jueves, 16 de abril de 2015

Las raices de la libertad


            Hace un año, 200 jóvenes estudiantes fueron secuestradas en Chibok por Boko Haram y la ONU sospecha que muchas de ellas podrían haber sido asesinadas. Según un informe publicado por Unicef, los estudiantes y maestros se han convertido en objetivos de la violencia de los islamistas radicales en Nigeria, con más de 300 escuelas atacadas o destruidas y al menos 196 profesores y 314 alumnos muertos hasta finales de 2014.

El pasado 2 de abril, 148 estudiantes fueron asesinados en Kenia en un ataque yihadista a la Universidad de Garissa, donde, unos días más tarde, una caravana de 13 autocares abandonaba el campo militar de la ciudad con 663 estudiantes a bordo, supervivientes de la matanza, dejando atrás su universidad, su residencia y a los amigos asesinados.

            Malala Yousafzai fue tiroteada en 2012, por defender la educación femenina en su país, por integristas talibanes que prohibieron que las niñas acudieran a la escuela, consiguiendo que el 70 por ciento de sus compañeras dejaran de ir a clase por miedo o por indicación de sus familias.

            Estos son solo tres ejemplos de cómo el integrismo ha hecho de la educación y de la escuela un objetivo prioritario y de la nitidez del mensaje que se quiere transmitir. En determinados lugares del planeta, ser profesor, estudiante universitario o acudir a la escuela es una decisión peligrosa que pone en riesgo la integridad física, la libertad o la vida de quienes no hayan escuchado ese mensaje.

            La contralectura que puede hacerse de esa realidad, constatada por los medios de comunicación y las organizaciones humanitarias, es que la educación nos hace libres porque nos proporciona los conocimientos a partir de los cuales podemos ampliar nuestros horizontes, construir nuestro futuro y cambiar la realidad que nos rodea. Se trata, por eso, de un bien precioso que hay que cultivar y atesorar para evitar que los niños y, especialmente, las niñas se vean privados de ese futuro y condenados a la oscuridad o al silencio.

            Y esa lección, fácil de aplicar al tercer mundo y a los países en vías de desarrollo, es también perfectamente válida en el primer mundo. En nuestro país, los niños pueden acudir a la escuela sin temor, pero el sistema educativo no creo que responda, en muchos casos, a las expectativas que cabría depositar en él cuando hablamos de un país desarrollado.

            En España, durante lustros, el debate educativo se ha perdido en asuntos banales, más preocupados de un supuesto adoctrinamiento ideológico que del conocimiento y la cultura, en el que la educación para la ciudadanía, la religión, el bilingüismo o el triligüismo se han convertido en las cuestiones cruciales, cuando no lo eran, hurtándonos la oportunidad de debatir sobre lo que realmente importa. Así, mientras perdíamos el tiempo en esas cuestiones, hemos asistido impávidos a un deterioro progresivo del sistema, patrocinado por unas tesis pedagógicas que, o no funcionan o no se han interpretado y aplicado correctamente, en las que el estudiante, aunque adolezca de graves carencias formativas, ha de descubrir por sí mismo las fuentes del conocimiento. Claro que algunos de esos pedagogos también son hijos de un sistema que no funcionaba cuando ellos se estaban formando, con lo cual puede encontrarse a los mandos del autobús escolar alguien al que no deberían haberle dado el carnet de conducir.

            Lo peor de todo, es que una sociedad en la que la mayoría no ha tenido oportunidad de recibir una formación adecuada es fácilmente manipulable, porque solo puede digerir consignas que no requieran de un análisis crítico o de una reflexión serena de la que no es capaz, que son las que se lanzan frecuentemente desde los medios y las tribunas o los platós de televisión y también desde los púlpitos y las mezquitas o también, como no, desde las redes sociales y, por extensión, ese ámbito heterogéneo, intangible y omnipresente en el que se ha convertido Internet.

jueves, 9 de abril de 2015

Víctimas de la indiferencia


                Hace dos semanas, un avión de pasajeros, con ciento cincuenta personas a bordo, se estrellaba sobre la cordillera de los Alpes. La conmoción posterior no la ha producido, sin embargo, la catástrofe aérea, sino la información extraída de las cajas negras, al revelar la deliberada acción del tripulante, que, tras encerrarse en la cabina, habría manipulado el piloto automático para provocar un descenso precipitado y mortal sobre un lugar recóndito e inaccesible de las montañas, arrastrando en su deliberada decisión de quitarse la vida a otros ciento cuarenta y nueve tripulantes y pasajeros, algunos de ellos niños o adolescentes, que tuvieron la mala suerte de encontrarse con el suicida para acompañarle inconsciente e involuntariamente hasta esa cita con la muerte.

                Ante el estupor general, el mundo no puede dejar de preguntarse en que negro lugar habitaba el alma de ese hombre para actuar de semejante modo, no imprudente o desesperado, sino despiadado, ajeno al dolor y a la desesperación de quienes le acompañaban en ese momento o de sus familias; buscando una explicación a un comportamiento cuya justificación se pierde en el difuso concepto de la depresión. Y esa pregunta se repite, con insistencia, cada vez que alguien, aparentemente normal, protagoniza un acto execrable; pero no es tan frecuente cuando la acción está protagonizada por otro a quien se le presupone un móvil, se considere o no legítimo, ya se trate de un general, de un asesino o de un terrorista dispuesto a matar por un ideal o a inmolarse en nombre de la fe.

                Sin embargo, desde mi punto de vista, la explicación a tales comportamientos puede no diferir tanto en unos y otros supuestos como pudiera parecer a primera vista. En cualquiera de los casos, el daño producido tiene su origen en la falta de identificación con aquel o aquellos contra los que se dirige el ataque o la acción despiadada. El terrorista suicida no tiene ninguna empatía con las personas a las que mata o mutila, el asesino no siente compasión por su víctima y, desde luego, el piloto no reconoce en los pasajeros del avión a sus semejantes. Y algo parecido sucede cuanto quien dirige el avión hacia su objetivo no es el comandante de unas líneas aéreas diagnosticado de depresión, sino el piloto de un avión de combate en el transcurso de una ‘incursión aérea’ sobre una población cualquiera, consciente de los daños ‘colaterales’ que producirán los misiles o las bombas lanzadas desde el cielo. De otra manera, no pulsaría el detonador, no clavaría el cuchillo ni dejaría caer el avión o la carga del avión sobre las montañas o las ciudades.

                La única diferencia radica en el hecho de que, en un caso, esa indiferencia ante el dolor ajeno puede ser fruto de una patología, y entonces de lo que se trata es de diagnosticarla a tiempo y tratarla para evitar que el que la padece pueda causarse daño a sí mismo o causar daño a otros. En la casa del piloto suicida se encontró un parte de baja hecho pedazos, pero nadie se acordó de poner en conocimiento de la compañía aérea para la que trabajaba que padecía una dolencia potencialmente peligrosa. Y la solución puede radicar en algo tan sencillo como eso, más que en redactar protocolos que garanticen que nadie pueda quedarse solo en la cabina, más que nada porque no se trata de ponerles pañales a los pilotos y porque, pienso yo, al enfermo podría darle por dejar inconsciente a su compañero y luego estrellar el avión.

                En el otro caso, la solución preventiva no requiere de la intervención de ningún facultativo, en la medida en que el sujeto en cuestión no está enfermo y no se le puede diagnosticar, y porque, como es sabido, el pensamiento no delinque y los sospechosos, aunque sean habituales, son solo eso mientras no se demuestre lo contrario. Pero lo que, desde mi punto de vista, está suficientemente claro es que la desigualdad, el trato discriminatorio, la indiferencia de la sociedad ante la pobreza, la violencia (en la medida en que no nos afecta personalmente) y el dolor ajenos, produce o puede producir un efecto rebote que se nos devuelve también en forma de indiferencia, la que nuestros asesinos sienten frente a nosotros cuando atentan contra nuestras libertades o ejecutan a quienes profesan nuestra misma fe o hacen estallar bombas en el corazón de nuestras ciudades.

jueves, 26 de marzo de 2015

Smoke on the water


            El jueves de la semana pasada, mi hija pequeña participó en su primer combo en la escuela de música en la que, este curso, está aprendiendo a tocar la guitarra eléctrica. Un combo es un grupo musical integrado en una escuela y sirve para poner en práctica las destrezas y conocimientos adquiridos durante el proceso de aprendizaje. En esta ocasión, participaron tres guitarras, dos baterías y un bajo eléctrico y mi hija interpretó dos canciones: ‘Let her go’ de Passenger y ‘Smoke on the water’ de Deep Pulple.

Ese día fui yo el que la llevó a clase, así que tuve la suerte de asistir a la sesión en el aula de música, con mi cámara de video en ristre, y, además, pude disfrutar en primera fila de la experiencia de escuchar a cinco chavales tocar esas canciones con un desparpajo que me produce asombro y despierta en mí una sana envidia al mismo tiempo. Y es que me habría encantado tener esa oportunidad cuando yo también era un chaval y andaba descubriendo músicas y ritmos en el viejo transistor que teníamos en casa, escudriñando el dial en busca de canciones y grupos, familiarizándome con géneros y melodías, antes incluso de que los videoclips irrumpieran en la televisión y pudiera ponerles cara a los cantantes y a los músicos del vasto panorama musical de los ochenta.

En la grabación, aparece seria, concentrada en la ejecución de los temas, casi sin intercambiar una mirada con su profesor, que la acompaña al bajo, y desentendida de sus compañeros, el batería y una segunda guitarra en ‘Smoke on the water’; pero es fascinante ver como sus dedos recorren el mástil de la guitarra y los acordes van componiendo la melodía, de una forma fluida y, aparentemente, sin esfuerzo.

Me ha gustado tanto la experiencia, que, por un momento, he pensado en apuntarme yo mismo a las clases de música, algo que a mi hija pequeña le ha parecido estupendo; aunque, ya saliendo de casa, me sugirió que, cuando la acompañe a la escuela, debería cambiar de indumentaria, dejar de lado las camisas y los pantalones de pana, pasarme a los vaqueros y renovar mis camisetas. Así que, dicho y hecho, el sábado me compré una camiseta con un dibujo de Batman en blanco y negro, la capa negra ondeando al viento, mientras una lluvia torrencial empapa su poderosa silueta recortada contra un cielo poblado de murciélagos, al más puro estilo de los cómics de Marvel. La verdad es que me queda un poco estrecha y se me pega al torso, con lo cual estuve por desecharla, pero mis dos hijas me disuadieron de hacerlo y dicen que con ella estoy ‘petao’.

Y, en junio, participará en su primer concierto, esta vez sobre el escenario y con un público más nutrido, entre los que estará su padre, tal vez con una camiseta de Batman y, sin duda, en pantalones vaqueros.

viernes, 20 de marzo de 2015

Vencer y convencer, una cuestión de confianza


            El otro día leí en el periódico que los debates televisivos entre partidos políticos se habían convertido en un reproche mutuo, en el que en vez de exponer las directrices de un programa concreto o proponer las líneas de actuación de un  eventual gobierno surgido de las urnas, se trataba de denostar al rival a toda costa, como sí el mérito de un candidato se sustentara principalmente en el demérito de su oponente.

            Y es curioso cómo, tanto en política como en otros órdenes, en la sociedad actual, efectivamente, el debate constructivo ha dejado paso a un estéril, y muchas veces agrío, cruce de acusaciones y descalificaciones que se queda solo en eso, como si bastara con denigrar al adversario y la mera enumeración de sus flaquezas, vergüenzas o mezquindades hiciera superflua cualquier aportación que no tenga como punto de partida y, prácticamente, también de llegada, la reversión de las  iniciativas o la involución de las políticas propugnadas por el adversario, aunque, a priori, pueda tratarse de cuestiones en las que, con algo de voluntad y una cierta dosis de sentido común, no tendría por qué ser tan difícil ponerse de acuerdo, o en el que, aunque lo sea, habrá que ponerse de acuerdo, de todas maneras, si el resultado de las elecciones, como parece previsible, se traduce en una fragmentación del arco parlamentario, alejado de las mayorías absolutas y de la alternancia en el gobierno de las instituciones.

            Por poner solo dos ejemplos, esta semana he leído que, en el debate retransmitido por televisión española entre los candidatos al gobierno a la Junta de Andalucía, la candidata del partido del gobierno autonómico, siguiendo una estrategia deliberadamente agresiva, se mostró implacable con su interlocutor del principal partido de la oposición, transmitiendo una imagen que, al final, según las encuestas, redundó en su propio perjuicio. Días antes, en el debate sobre el estado de la nación, que se desarrolló en un tono especialmente bronco, el presidente del gobierno, abandonando su habitual flema, trato de descalificar a su rival, descendiendo al terreno personal, tildando su discurso de patético.

            Y, en cada intervención pública, más de lo mismo, el debate gira de manera obsesiva sobre los otros, hayan tenido o no responsabilidades de gobierno, hasta tal punto que, alguna de las fuerzas más pujantes en las encuestas sobre intención de voto se abstiene de concretar sus propuestas, y centra su discurso en una proclamación de principios generales, casi de buenas intenciones, que no desciende al terreno de lo concreto y que, aun así, se postula casi como única alternativa dentro del actual panorama político en España.

            Cuando ejercía como letrado, recuerdo las dificultades de algún compañero que se limitaba, como en la mayor parte de los casos, a oponerse verbalmente en juicio a las que se formalizaban por los particulares contra la administración, para redactar una demanda; y también me acuerdo de la observación que le hizo otro compañero, que compatibilizaba su función de letrado al servicio de la administración con el ejercicio de la abogacía, sobre que resultaba mucho más fácil destruir que construir.

            Y es que, efectivamente, un alegato o un discurso se construye más fácilmente sobre la réplica, pero, en mi opinión, no puede limitarse a rebatir las propuestas del otro, si realmente quiere convencer al juez o al auditorio al que se dirige, salvo que este sea un auditorio entregado, como los que suelen asistir a los mítines de los partidos políticos. La propuesta, no obstante, muchas veces brilla por su ausencia y el discurso se pierde en generalidades (a veces en onomatopeyas) que, en el colmo de la vacuidad, recurren a la exaltación del espíritu nacionalista, en un intento de identificar al partido, sindicado e, incluso, al líder de turno con el territorio en el que se aspira a gobernar a partir de los votos recabados en esos mítines o alocuciones públicas.

            Como resultado de lo anterior, muy probablemente, en las citas electorales programadas a lo largo de este año, me temo que muchos votos recaerán en una formación o en otra, no por sus méritos ni por el valor de sus propuestas, sino por el rechazo que provocan en ese sector del electorado las otras formaciones en liza. A propósito de esto, una vez, en vísperas de una de esas citas electorales, leí en una columna de opinión que no había escusas para quedarse en casa el día de las elecciones, porque siempre habría una formación política que suscitaría, sino simpatía, menos rechazo en el elector y porque no ir a votar era mucho peor que hacerlo a regañadientes. Pasado el tiempo, ahora, yo ni siquiera estoy muy convencido de eso y si voy a votar será para evitar que alguien termine haciendo suya mi decisión de no hacerlo o considere un aval mi negativa a otorgar mi confianza a ninguno de los candidatos propuestos.

jueves, 12 de febrero de 2015

Ahora que luce el sol


Es difícil mantenerse firme cuando se pierden las referencias y el mar se alza furioso en olas temibles que amenazan con hundir el barco en el que navegábamos plácidamente antes de la tormenta.

En tiempos de incertidumbre, mantener la cabeza fría y sostener el timón sin dejar que un escalofrío nos prive de la voluntad y la determinación de resistir y buscar una salida en medio del temporal es una tarea reservada a los héroes. Y es admirable que en cualquier tiempo y lugar del mundo haya personas que sean capaces de hacerlo, muchas veces desde el anonimato y sin reclamar ningún reconocimiento por ello.

Cada mañana, en cualquier ciudad o aldea del planeta, personas de carne y hueso se levantan para buscar con ahínco la manera de sobrevivir al temporal, a ese que azota sus vidas, que les ha privado del trabajo, o les ha dejado sin casa, o ha matado a su rebaño, o les ha arrebatado para siempre a un ser querido. Lo hacen por sus hijos, por sus maridos, sus compañeras o sus padres y también por ellos mismos, porque se niegan a claudicar, por muy fuerte que soplen los vientos. Son fieles a sí mismos y a su compromiso con la vida y con los demás. No esperan nada a cambio y quizá no obtengan nada como recompensa.

Nelson Mandela, Sugar Man o Patrick, el niño que quería una bicicleta, son solo algunos ejemplos de lo que quiero decir. Al conocer su existencia y tomar contacto con la realidad que les ha tocado vivir, muchas de las circunstancias vividas en primera persona se nos antojan pueriles y pierden buena parte de la importancia que, con frecuencia, les concedemos. Incluso aunque en alguna ocasión nosotros hayamos pasado por experiencias difíciles de asimilar, la memoria es frágil y tendemos a magnificar lo que, pasada la tormenta, ocupa nuestra mente y atormenta nuestro espíritu. El resultado pueden ser horas de inquietud y días de remordimientos, como si no hubiera nada más de que preocuparse y nos negáramos a ver el sol que alumbra nuestros días.

Con todo, lo peor es que ese ensimismamiento lastra nuestro potencial como individuos, nos vuelve taciturnos e impide que podamos desplegar nuestro talento e inspirar a otros. Es por eso que quiero sujetar con fuerza el timón, ahora que luce el sol, y no dejar que cualquier nubecilla me nuble el entendimiento, porque, como dice el poema victoriano que inspiró a Mandela, yo soy el dueño de mi destino, el capitán de mi alma.